El hombre solo existe en su edad concreta, y todo cambia con la edad. Comprender al
otro significa comprender la edad que atraviesa.
2
Cuando terminó la conexión con la Vuelta, tú apagaste la televisión. Os sentasteis
conmigo en el sofá y me hablasteis de vuestros planes. Bueno, en realidad lo hizo
ama. Tú asentías cómplice, como si tu papel se limitara a estar de acuerdo con las
decisiones de tu mujer. La escuché terminando el bocadillo, que por suerte estaba
libre de pelos de alfombra. Dijo que con la llegada de un nuevo miembro a la familia
el piso se nos quedaba muy pequeño y que necesitábamos más espacio. Explicó que yo
era muy mayor para compartir habitación con un bebé y que tú no podías trabajar sin
despacho, así que habíais decidido cambiar de casa y habíais aprovechado para haceros
con una en el campo, un chalé nuevo que estaba aún en obras, pero al que le faltaba
muy poquito para estar terminado. Añadió que se encontraba justo al lado del que aitite
y amama se estaban haciendo, que era un bifamiliar, que la tía Miren sería nuestra
vecina y que cuando entráramos todos a vivir, tiraríamos la valla que separaba las
casas y tendríamos un jardín conjunto, un jardín enorme en el que podría jugar al
fútbol y montar una casa del árbol como la de las películas americanas.
Al terminar sus explicaciones, me preguntó a ver qué me parecía. Lo de vivir al lado
de los abuelos me sonaba fantástico, pero no le di muchas vueltas al asunto. Estaba
ansioso por encontrarme con mis amigos, comentar la etapa y salir a jugar.
—¿Cuándo nos vamos? —pregunté, metiéndome en la boca el último trozo de pan.
—A finales de julio —contestó ama, emocionada—. No puede ser antes, porque la casa
no está terminada, ni después, porque hemos firmado ya la venta del piso.
Estábamos a treinta de abril. Me dije que aún quedaba mucho tiempo.
—De acuerdo —mascullé y, de un salto, me puse de pie.
Me calcé la visera del equipo Seat-Orbea al revés, como la llevaba siempre Marino,
cogí el balón y salí a la calle. Toqué el portero automático de la casa de Iñaki,
que era el que vivía más cerca de nosotros, en el rascacielos sobre la gasolinera.
Pregunté a la voz metálica de mujer que respondió brusca al otro lado si mi amigo
podía bajar a jugar. Después, él y yo repetimos ya juntos el ritual en los porteros
de otros amigos y, al poco, estábamos toda la pandilla en la plaza jugando a bancos:
Iñaki, Jesus, Zarrabeitia, los dos David, Robledo y García, y yo. ¿Reconoces alguno
de los nombres? Seguro que no, nunca te interesaste por mi mundo. La dinámica era
sencilla: un partido todos contra todos en el que cada jugador debe defender su portería,
el arco formado por las patas y el asiento del banco que le ha tocado en suerte. Los
que encajan goles van eliminándose progresivamente hasta que solo queda uno, que resulta
el ganador. Jugamos varios partidos, de los que gané uno, pero tuvimos que dejarlo,
hastiados de las protestas de los viejos, que querían sentarse donde nosotros jugábamos
y amenazaban con avisar a la policía, señalando furiosos el cartel con la inscripción
PROHIBIDO JUGAR A LA PELOTA que habían conseguido que el ayuntamiento pusiera en una de las fachadas que daba
a la plaza. Siempre nos decían lo mismo, que nos fuéramos a jugar a la cancha de futbito
de la escuela Hernán Cortés. Pero esta estaba tomada por los mayores, chavales de
trece o catorce años que no nos dejaban ni acercarnos. Ocupaban el campo para derrapar
con las bicis, jugar al barrenón y fumar pitillos.
Iñaki propuso que bajáramos a las vías. Jesus dijo que a él se le hacía tarde y que
volvía a casa a hacer los deberes antes de que su madre lo matara. Iñaki le rebatió
recordándole que todos estábamos en la misma clase y que no había tareas para el día
siguiente.
—Lo que pasa es que estás cagado de miedo —señaló David García, dejando escapar una
risita nerviosa.
Jesus negó con la cabeza, respondió que de eso nada, pero que igualmente se iba. Y
así lo hizo, sin más miramientos. Se dio la vuelta y se largó, con el balón bajo el
brazo, malhumorado, murmurando quién sabe qué. Mientras los demás le observábamos
alejarse, Iñaki añadió:
—Lo que decías, colega, cagado de miedo. —Y chocó el puño con David García en señal
de complicidad.
Admiré la decisión de Jesus. En el fondo yo quería unirme a él, seguir sus pasos,
pero no me atrevía a llevar la contraria a Iñaki, que era un poco como el líder de
todos nosotros. Teníamos prohibido ir a las vías del tren desde el accidente, cuando
aquel niño de cuatro años fue arrollado por el cercanías. Lo recordarás, seguro. Había
sucedido hacía unos meses. El caso hizo mucho ruido. Salió en televisión e incluso
fue portada de los periódicos. Recuerdo que me impresionó mucho ver la foto de la
estación de tren del barrio en la primera plana de El Correo. Hasta entonces las noticias eran algo que acontecía muy lejos de nuestra rutina.
Desde el accidente aquel lugar se convirtió en la pesadilla de todos los padres, su
mayor miedo. En el barrio se decía que la madre del chaval se había vuelto loca y
que se paseaba desnuda por la calle y que su marido la ingresó en una clínica mental
y se había casado de nuevo y marchado a vivir lejos, muy lejos, donde nadie le conocía.
Cuando os conté aquella historia a ti y a ama, tú exclamaste con desprecio que eso
era mala literatura.
—Te lo digo yo, que es mi especialidad —concluiste en un lamento, no supe hasta qué
punto sarcástico.
Pero después insististe en que bajo ningún concepto me acercara a las vías. Me amenazaste
con un castigo severo si te enterabas de que íbamos allí. Te prometí que no lo haría.
No para salir del paso, no. Lo hice sinceramente. Pero el grupo mandaba. No quería
quedarme solo.
No solíamos ir mucho, en todo caso, solo de vez en cuando, y más por sentir la excitación
de romper las normas impuestas que porque el lugar tuviera excesivo atractivo para
nosotros. Siempre que lo hacíamos, dentro de mí anidaba una profunda incomodidad,
mezcla de temor a lo que pudiera suceder y la consciencia de estar desobedeciendo
una orden explícita vuestra.
Tomamos el camino que bordeaba el barrio, una carretera estrecha, llena de socavones
y sin señalizar, que era en realidad el acceso a los tres o cuatro caseríos que se
mantenían allí como vestigios de cuando aquello fue campo, antes de que llegaran las
fábricas y los pabellones industriales al pueblo, y las casas de protección oficial
brotaran de pronto todas iguales, generando barrios también idénticos entre sí; antes
de que la ciudad se expandiera como una mancha de aceite devorando todo a su alrededor.
Caminábamos en silencio, quizá porque si hablábamos alguno de nosotros plantearía
que aquello no era buena idea, que era mejor darse la vuelta. Yo iba pateando piedras,
simulando que eran balones, imaginando porterías de fútbol en cada hueco del camino,
en cada alcantarilla.
A mitad de trayecto nos encontramos con Ainhoa Alonso y Carla, dos chicas de nuestra
clase que eran uña y carne, siempre estaban juntas. Iban en bicicleta, en dirección
contraria a la nuestra. Se pararon a hablar con nosotros. Dijeron que venían del campo
de fútbol, de llevarle las botas al hermano mayor de Ainhoa, que tenía entrenamiento
y se las había dejado en casa y la madre los había obligado a hacer el recado. Nos
preguntaron hacia dónde íbamos nosotros. Zarrabeitia confesó nuestros planes. Ellas
al principio se escandalizaron, después dudaron y al final se unieron a nosotros cinco.
Mis nervios aumentaron de manera exponencial. La presencia de Carla producía ese efecto
en mí.
Carla estaba en mi clase desde preescolar y siempre me había gustado. Desde que recordaba,
siempre ella, sin posibilidad de otra. Imaginaba toda mi vida con ella. Me veía en
unos años casado, viviendo en los pisos nuevos del barrio, con nuestros hijos estudiando
en la misma escuela en la que ahora compartíamos aula. Por supuesto, ni ella ni ninguno
de mis amigos sabía de mi amor secreto. Me pregunto por qué era tan fiel en mis pensamientos
a aquella niña menuda, de ojos azules, media melena negra y aquella actitud desenfadada
que envidiaba y admiraba, yo, que era tan tímido. A veces me digo que mi fidelidad
a ella quizá fuera una respuesta a lo que vivía en casa, mi primer intento de distanciarme
de ti, de lo que representabas.
Los cinco chicos caminábamos y Ainhoa y Carla nos acompañaban dando vueltas en la
bicicleta a nuestro alrededor, como astros celestes en los epiciclos ptolemaicos.
A ratos jugaban a hacer amagos de atropellarnos con la rueda delantera y reían con
nuestras reacciones exageradas. Yo me concentraba en no mirar demasiado fijamente
a Carla. Mi mayor pesadilla era que ella supiera de mi amor y lo rechazara, no ser
correspondido.
Iñaki insistía e insistía en que alguna de las dos niñas le dejara la bicicleta. Al
final, Carla cedió. Se bajó de un salto del sillín y se la pasó por el manillar, advirtiéndole
que tuviera cuidado. Él se subió con un movimiento rápido y retó a Ainhoa a una carrera
hasta las vías. Los dos desaparecieron veloces. En clase todos sabían que se gustaban.
Envidié a Iñaki, su resolución, su carácter, su suerte. Carla caminó un buen rato
a mi lado, yo en silencio, ella silbando la canción Walk Like an Egyptian de The Bangles y tarareando ese «oeo» del estribillo que siempre que he escuchado,
aun tantos años después, me ha traído a la memoria su recuerdo. Yo la observaba con
el rabillo del ojo. Quise decir algo, habría matado por decir algo, pero no supe qué.
Nunca he sabido romper el hielo. Los demás discutían a voces sobre fútbol. Como ese
verano había Mundial, la liga había terminado ya. El Athletic quedó tercero, pero
con una cierta sensación de fracaso general debido al cisma entre Sarabia, la estrella
del equipo, y Clemente, el entrenador, que fue cesado a mitad de temporada. Precisamente
esa escisión era el tema de discusión entre mis amigos. Yo tenía mi opinión, que era
la misma que la de aitite, a quien escuchaba como a un profeta en lo que a fútbol
se refiere, pero me mantuve en silencio porque ansiaba conversar de lo que fuera con
Carla, a quien el fútbol se la traía al pairo.
En el momento en que nos echamos a un lado del camino y empezamos a descender por
el terraplén que daba al claro donde podíamos estar junto a las vías sin temor a ser
vistos por los adultos, esa cuestecita que tanto me asustaba bajar, David Robledo
sacó del bolsillo una moneda de cinco pesetas de las de Franco, y dijo que, si la
ponías sobre el raíl, cuando pasaba el tren la aplanaba tanto por el peso que desaparecía
toda marca. El otro David, García, respondió que no flipara tanto, que eso era imposible,
y comenzó un debate en el que cada uno aportaba argumentos que se pretendían más o
menos científicos.
—¿Tú qué crees, Unai? —me preguntó Carla.
Me gustó que pronunciara mi nombre. En clase todos me conocían por el apellido, Cacenave,
porque había otro chico que se llamaba como yo. Ella también me solía llamar así,
de hecho. Por eso ahora me gustó tanto oír mi nombre en sus labios.
—No lo sé —reconocí, sin mirarla a los ojos—. Pero creo que sí, que se borrará todo,
que el tren aplastará la moneda.
Carla asintió y afirmó en alto que nosotros, ella y yo, estábamos con Robledo. Me
encantó que se refiriera a nosotros dos como uno solo.
—Como descarrile el tren, entonces sí que vais a flipar —intervino Zarrabeitia.
Y después dijo que en el pueblo de su padre hubo un accidente terrible porque los
niños tenían esa costumbre, la de poner monedas en las vías, y que una vez la locomotora
se salió del carril y murieron como cincuenta personas por culpa de dos chavales de
diez años a los que condenaron a muerte en un juicio y los fusilaron delante de sus
padres y hermanos. David García soltó una carcajada exagerada.
—¿Te contó eso tu padre? ¿Y tú te lo creíste?
—¡Es verdad! —protestó Zarrabeitia.
—Sí, claro. ¿Estás seguro de que no los ahorcaron? O, mejor, ¿seguro que no los pasaron
por la guillotina? Espera, no... ¡los quemaron en la hoguera!
Todos reímos, para indignación de Zarrabeitia, que dijo que éramos unos gilipollas
y que si pasaba algo él se lavaba las manos.
—¡Eh! ¡Tortolitos! —gritó de pronto Carla, zanjando el tema.
Habíamos llegado por fin al claro junto a las vías, donde Iñaki y Ainhoa Alonso nos
esperaban conversando, aún subidos en las bicicletas, inclinados el uno hacia el otro
con un pie en el suelo a modo de pata de cabra. Al vernos reaccionaron alejándose
entre sí. Cuando estuvimos a su altura les pedimos su opinión sobre el asunto de la
moneda. Los dos votaron que no se estropearía, que saldría indemne del paso del tren.
Entonces yo me dije que, si tenían razón ellos, se casarían, pero que si la moneda
salía aplastada, entonces seríamos Carla y yo quienes estaríamos toda la vida juntos.
Robledo hizo en alto recuento de votos. Había un empate. Iñaki, Ainhoa y García decían
que la moneda saldría igual. Carla, Robledo y yo apostábamos que terminaría aplanada
por el peso del tren. Zarrabeitia se mantuvo al margen, afirmando muy serio que no
quería saber nada del asunto y que si sucedía algo todos debíamos reconocer que él
no tenía ninguna responsabilidad.
—No te preocupes, que así lo diremos cuando estén a punto de fusilarnos —dijo Robledo
entre risas, mientras ponía la moneda sobre el más cercano de los raíles—. Allá vamos...
Ahora solo toca esperar.
Nos sentamos en el suelo, a unos metros de distancia, rodeados de papeles y cristales
rotos y botellas de plástico, guardando un silencio expectante. La tarde era soleada.
Zumbaban las moscas. El piar de los pájaros en los árboles matizaba el ruido lejano
de golpes metálicos que nos llegaba desde las fábricas, al otro lado de los raíles,
que observábamos pendientes de la llegada de algún tren. Yo miraba hacia una dirección
y la otra, porque no sabía por dónde aparecería la locomotora. Fue entonces cuando
me di cuenta de que no tenía ni idea de hacia dónde se dirigían aquellas vías, qué
quedaba más allá del horizonte en el que desaparecían, más allá del barrio en el que
siempre había vivido. Recordé el cuento aquel que a veces me leía ama cuando era más
pequeño sobre una rana que creía que el mundo entero se limitaba a la charca que habitaba.
Me dije que yo era esa rana. Observé a mis amigos: los dos David, Zarrabeitia, Iñaki,
Ainhoa y Carla, que conversaban animados. Mirando sus rostros fui por primera vez
consciente de que no iban a estar siempre ahí y los eché de menos antes de que me
faltaran. Me sentí como un antiguo explorador que estando junto a su familia observa
el mar la noche antes de una travesía de la que no sabe si regresará.
Un estruendo terrible me hizo botar del susto. Era la bocina del tren, que llegaba
a nuestra altura.
—¡Joder! —grité.
—¡Cacenave! ¡Que estás en la luna! —exclamó Robledo y todos rompieron a reír.
El tren desfilaba de pronto frente a nosotros, imprevisible, rugiendo como un animal
feroz que emerge de su escondite, convertido en una gruesa línea gris, difuminadas
sus formas por la velocidad, estiradas como las estrellas cuando el Halcón Milenario
salta al hiperespacio. Zum, zum, zum, los vagones pasaban vertiginosos. Mis amigos
gritaban entre el ruido ensordecedor. Daban botes, celebraban. Yo me uní a la escandalera
chillando también, con todas mis fuerzas, saltando junto a ellos, dejando escapar
la tensión del susto. Aquello duró unos pocos segundos. Después, volvió la calma,
más intensa en contraste con el ruido anterior. Viendo el tren alejarse traqueteando
por la vía, me pregunté hacia dónde se dirigiría, dónde estaría la ciudad y dónde
la costa, cuáles serían el norte y el sur. No, no conocía nada de lo que había más
allá de aquel lugar, en el que siempre había vivido. Habitaba una parte concreta del
universo. Tenía mi sitio en toda la inmensidad de la creación y del tiempo. Mi lugar
en el mundo. El barrio. Un lugar que pronto iba a dejar atrás para ir, ¿adónde? Me
percaté de que ni siquiera me habíais dicho el nombre del pueblo al que nos mudábamos,
que lo desconocía todo de mi nuevo destino: cuál sería mi colegio, cómo mi habitación,
quiénes mis nuevos amigos, si es que los llegaba a tener. Sentí vértigo.
—Mira, Unai, teníamos razón —dijo Carla en ese momento, alcanzándome la moneda, elongada
por el paso del tren, estirada como un trozo de plastilina, en la que del rostro del
dictador apenas quedaba la papada.
Al dármela, nuestras manos se rozaron. Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo.
Ella me sonrió desde detrás de sus ojos azules. Hice lo propio. Recordé que me había
dicho que si la moneda quedaba aplanada estaríamos toda la vida juntos. Toda la vida.
Por unos segundos pensé que sería posible.