1
Los androides perdidos
Al romper el alba, habían abandonado los tres vehículos.
Alice sentía que no había parado de huir desde que había salido de su zona por primera
vez. Primero había escapado de los guardias grises de la capital, después, de su destino
a manos de Charles, también de su antigua ciudad envuelta en llamas y, justo cuando
había creído que había encontrado un nuevo hogar, volvía a verse obligada a marcharse.
Solo que esa vez el enemigo era la Unión.
Y es que, después de meterse en los ordenadores de la ciudad, dejar escapar a los
androides retenidos, tomar a uno de sus soldados como rehén y robar tres coches...
¿qué otra alternativa tenían aparte de escapar?
Sin los vehículos, la única opción era andar. La nieve crujía bajo sus desgastadas
botas negras a cada paso que daba. Rhett y Trisha iban a su lado, en completo silencio.
Kenneth se encontraba justo detrás de ellos, todavía esposado. Tras él avanzaba el
reducido grupo de androides y la pequeña Blaise. Y, por último, Kai y Maya, que cerraban
el pelotón.
Alice echaba ojeadas sobre el hombro en busca de coches blancos o de uniformes con
estampado militar, pero sabía que los de la Unión no iban a encontrarlos tan pronto.
Nada más bajar de los coches, Kai había tenido la idea de hacer que los tres vehículos
retomaran su camino en direcciones distintas. Si los de la ciudad seguían sus localizadores,
cosa que era bastante probable, ellos ganarían mucho tiempo.
Aun así, en algún momento se darían cuenta del truco. Entonces, que encontraran su
rastro de pisadas en la nieve era inevitable. Su única esperanza era haber encontrado
ya a Charles.
Nunca había tenido tanto frío. La mitad de sus piernas quedaba hundida en la nieve
a cada paso que daba, empapando sus pantalones. El aire helado le arañaba las mejillas
y los labios, y hacía que sus ojos se llenaran de lágrimas. Trató de ignorarlo y seguir
andando. Podía aguantarlo.
El problema resultó ser que no todos gozaban de tanta resistencia.
Rhett, al ver el estado del grupo de androides, empezó a negar con la cabeza.
—Deberíamos encontrar un sitio en el que descansar —dijo en voz baja—. Ellos ya no pueden más y está a punto de anochecer.
—Sí. —Trisha estuvo de acuerdo. Temblaba de pies a cabeza—. Y también hay que encender un
fuego.
Quien más conocimiento tenía sobre el tema era Rhett, así que dejaron que fuera él
quien encontrara un lugar apropiado y medianamente protegido. Dio con una pequeña
cueva a los pies de una colina. Era diminuta y, aunque tendrían que pasar la noche
pegados unos a otros, era mejor que dormir a la intemperie.
Con la ayuda de Alice, Maya y unos pocos androides encontraron material suficiente
para hacer una hoguera. En cuanto la primera llama empezó a formarse, todos se acercaron
con desesperación, tratando de entrar en calor. Alice se apartó del grupo y se acercó
a Rhett, que revisaba las pocas mochilas que tenían.
—¿Habrá comida suficiente? —preguntó sin rodeos.
—No. —Como de costumbre, fue completamente sincero—. Pero podemos cazar o recolectar alimentos
del bosque. Hemos salido de peores situaciones que esta.
Alice no estaba tan segura, pero optó por no contradecirlo.
—¿Qué buscas? —preguntó en su lugar.
—Algo para abrigarnos, pero creo que ya lo hemos sacado todo. Ah..., y esta ridiculez
creo que es tuya. —Sacó el gorrito rosa y la chaqueta naranja chillón.
Alice esbozó una gran sonrisa y se quitó el abrigo negro para cambiarse de ropa. Seguían
encantándole los colores chillones.
—Gracias por guardármelo —le dijo—. Es todo un detalle, cariño.
A Rhett se le enrojecieron las orejas. En lugar de responder, se limitó a ponerle
mala cara.
El grupo que los rodeaba era... curioso. Se las habían apañado para cubrir el suelo
con algunas ramas y formar una barrera sobre la nieve, pero aun así habría unos cuantos
que no podrían protegerse del todo. Esos tenían preferencia para acercarse al fuego
y calentarse un poco. Sacaron una lata de comida y la fueron pasando hasta que todos
comieron un poco. A pesar de la buena intención, no fue suficiente para saciar el
hambre de ninguno.
Para cuando Alice, que había sido la última en comer, dejó la lata en el suelo, se
dio cuenta de que nadie estaba intentando dormir. Sus compañeros parecían tensos,
pero los androides estaban aterrorizados. No dejaban de echarse miradas temerosas
entre sí, como si no entendieran muy bien cuál era su función en ese lugar, o como
si no supieran en qué momento iban a empezar a hacerles daño.
—Creo que no hemos tenido la oportunidad de presentarnos. Me llamo Alice —empezó, señalándose a sí misma. No se le ocurría otra forma de calmarlos.
Lo único que recibió a cambio fue silencio y miradas desconfiadas. Kenneth soltó un
resoplido de burla, por lo que se ganó un codazo de Blaise, y Kai se apresuró a intervenir.
—Quizá no nos entiendan.
—Yo soy un androide y os entiendo perfectamente —aclaró Alice.
Aquello sí pareció captar la atención general. Todos los prisioneros liberados la
miraron a la vez, sorprendidos, como si el hecho de que uno de ellos estuviera vestido
con ropa normal y llevara armas fuese inimaginable.
Lo cierto era que no les faltaba razón; un año y medio atrás, Alice apenas sabía lo
que era la violencia. Su vida se basaba en orden y normas hasta que llegó a Ciudad
Central, donde aprendió todo lo que sabía en esos momentos. No obstante, tenía que
admitir que seguía siendo difícil ver a un androide como algo más que un sirviente,
incluso para ella.
—¿Eres... una androide? —preguntó una de las chicas del grupo.
Era muy delgada, tenía una larga mata de pelo castaño suelto y la piel muy pálida,
como si no hubiera visto el sol desde hacía mucho tiempo. Alice se había fijado en
ella. Se había pasado el viaje entero temblando de pies a cabeza.
—Sí.
—¿Y cómo...? —empezó otro.
—Miente —murmuró una androide de pelo rubio—. Si fuera una de los nuestros, la habrían encerrado.
Se escucharon murmullos de aprobación entre sus compañeros, como si confirmaran que
no la creían. Alice intercambió una breve mirada con Rhett, pero enseguida descartó
pedirle ayuda. Su solución, muy probablemente, sería exigir que se callaran. Lo que
necesitaban era que se relajaran.
—Llevo mucho tiempo fingiendo ser humana —aclaró Alice—. Por eso no me encerraron con vosotros.
—¿Un androide capaz de mentir? —preguntó otro de los chicos, soltando un bufido de incredulidad.
—Bueno, es más complicado...
Pero todos se pusieron a hablar a la vez y la interrumpieron. Alice se pasó una mano
por la cara, frustrada, y volvió a levantar la mirada cuando Trisha soltó un «¡Ey!»
muy ruidoso.
—Os hemos salvado el culo —espetó—. Lo mínimo que podríais hacer es dar las gracias.
—¿Y quién os ha dicho que quisiéramos que nos salvaran? —preguntó uno de los chicos enfadado.
—¡Quizá solo nos hayáis metido en más problemas!
—Moriremos todos de frío...
Los demás estuvieron de acuerdo, cosa que solo incrementó el enfado de Trisha. Kai,
Blaise y Maya observaban en silencio, mientras que Kenneth sonreía ampliamente y Rhett
trataba de mantenerse al margen para no empeorar las cosas.
—¡No vais a morir! —exclamó Alice, tratando de calmar la situación de nuevo—. Somos androides, la temperatura
no nos puede matar.
—Pero se nos pueden debilitar los sistemas —espetó una chica irritada—. Y ¿qué haremos entonces? Nos volveremos más lentos y nos
encontrarán.
—Deberíais habernos dejado allí.
—¡Eso!
—¡Sí, exacto!
—¡Nos han condenado!
Alice se había puesto de pie sin darse cuenta. De pronto, todos hablaban a la vez.
Los observó, confusa, sin saber qué decirles. No esperaba una reacción así. De hecho,
no había esperado una reacción en absoluto. Por lo que había visto en las cámaras,
sus congéneres eran muy tranquilos. Quizá se les estuviese pasando el efecto de las
pastillas azules.
Miró a Rhett, que enarcó una ceja. Con eso le dio a entender que la vía diplomática
no iba a servir de nada. Alice se ajustó el gorrito rosa y, cuando vio que uno de
los chicos la señalaba con aire furioso, perdió la poca paciencia que le quedaba.
—¿Creéis que os hemos arruinado la vida? —preguntó directamente—. ¡Os hemos dado otra oportunidad!
—¡No la hemos pedido!
—¡Muy bien! ¿Os queréis marchar? Pues adelante. Nadie os detendrá. Nadie os juzgará.
De hecho, os dejaremos una mochila y algo de ropa y comida para que no os pase nada
por el camino. Pero los demás no tenemos por qué pasarnos todo el camino escuchando
quejas de alguien que no quiere venir con nosotros. Así que, ¡venga! ¡Quien quiera
irse se puede marchar ahora mismo!
Hubo un instante de silencio en el que los androides parecieron perder la fuerza de
voluntad que habían ido acumulando durante la discusión. Retrocedieron un poquito
e intercambiaron miradas dubitativas, como si ya no estuvieran tan seguros de sus
propios deseos. Quejarse era muy cómodo, pero actuar no tanto.
—Quien quiera quedarse —siguió Alice, aprovechando el silencio— que sepa que lo vamos a tratar como a uno
más. Estamos intentando llegar a casa de unos amigos que podrían ayudarnos. No os
garantizo que será seguro, igual que nadie puede garantizaros que regresar a la Unión
vaya a serlo. Pero lo que sí os aseguro es que allí no os espera nada bueno, mientras
que en el lugar al que nos dirigimos nosotros os tratarán como a iguales.
De nuevo, nadie dijo nada. Alice los repasó con la mirada, tensa, preguntándose si
se habría pasado. No quería asustarlos, pero tampoco mentirles, y parecía que necesitaban
que alguien les diera una dosis de realidad.
Justo cuando pensaba que nadie iba a decir nada, la primera chica que había hablado,
la pequeñita y delgada, se adelantó un poco y la miró con los ojos algo tristes.
—Sabemos que allí no nos espera nada bueno—le explicó con voz suave—, pero la última
vez que nos dijeron que nos estaban salvando terminamos encerrados en esas celdas.
Por eso estamos asustados.
Eso la dejó un poco descolocada. No estaban enfadados, sino asustados.
—¿Quién os dijo eso?
—El Sargento —murmuró una mujer de pelo castaño y piel morena—. Conseguimos escapar de la capital
con la ayuda de un guardia y...
—¿Cómo se llamaba? —la detuvo Alice.
—No nos lo dijo —respondió uno de los hombres.
—Tenía la piel y el pelo oscuros —describió la primera chica—. Llevaba una de esas armas grandes para disparar muy lejos
y era un poco antipático, pero nos ayudó.
Anuar. Tenía que ser él.
Entonces... ¿Alice no era el primer androide al que ayudaba?
—Después de escapar, no sabíamos qué hacer —continuó la mujer de piel morena—. Nos dio una dirección, pero cuando llegamos a la
ciudad que nos había dicho vimos que acababa de ser destruida. No nos quedó más remedio
que buscar refugio. Y entonces apareció el Sargento.
—Nos dijo que estaba formando un proyecto de futuro —añadió el hombre—. Que quería crear una ciudad como las de antes, y que estaba dispuesto
a aceptar androides en ella.
—En cuanto llegamos allí, nos encerró en las celdas —finalizó la mujer—. Es la primera vez que salimos de ese edificio desde hace dos meses.
Kai, al otro lado del fuego, los miraba con aspecto horrorizado. Llevaba mucho tiempo
apoyando al Sargento. No debía de ser sencillo darse cuenta de que todo lo que había
visto y oído había sido un engaño.
Alice no supo qué decirles. Se había quedado en blanco. Por suerte, Rhett tomó la
palabra.
—Si el problema era vuestra condición de androides, podría haberos matado. Sin embargo,
os mantuvo con vida. ¿Por qué?
Pareció ser la pregunta clave, porque todos reaccionaron al instante. Algunos se tensaron,
otros apartaron la mirada... y, curiosamente, la única que tuvo el valor de responder
fue la chica pequeñita y delgada.
—Porque experimentaban con nosotros.
El recuerdo fugaz de una conversación con Charles hizo que Alice tragara saliva. Había
mencionado algo de una ciudad que no le gustaba porque en ella experimentaban con
androides. No le había hecho caso, pensó que era una invención para asustarla, pero
también recordaba que Kai había recalcado que el Sargento y el líder de las caravanas
no se llevaban bien. ¿Sería por eso?
—¿Experimentos? —repitió Maya pasmada.
Kai parecía estar a punto de vomitar. Blaise le dio una palmadita en el brazo a modo
de consuelo. Kenneth, mientras tanto, bostezaba como si la conversación le diera absolutamente
igual.
—Sí —respondió la mujer de piel morena—. A algunos nos usaban para comprobar la resistencia
a ciertos tipos de daño, a medicamentos... En función de nuestros resultados, lo testaban
en sus propios soldados. Y luego estaban los otros experimentos.
—¿Como cuáles? —Rhett era el único que ni siquiera había parpadeado durante la explicación.
A veces, a Alice le sorprendía la entereza con la que aguantaba ciertas cosas. O bien
conseguía que le dieran igual, o sabía disimular como un profesional. Estaba casi
segura de que era la segunda.
—A 27 le... le... —El hombre que había empezado la explicación cerró los ojos un momento—. Intentaron
sustituirle las manos por cuchillas, pero no funcionó. No volvimos a saber nada de
él.
—A 31 intentaron dejarla embarazada —añadió la mujer—. Tampoco funcionó.
—Los androides no somos fértiles —intervino Alice.
Casi al instante, la mujer de piel morena esbozó una pequeña sonrisa amarga y apartó
el enorme abrigo con el que se había cubierto hasta ese momento. Ocultaba una barriga
lo suficientemente grande como para que no cupieran dudas de qué significaba. Alice
contuvo la respiración mientras la mujer volvía a cubrirse.
—Murieron otras tres antes de que empezaran a intentarlo conmigo. Parece que soy el
único sujeto viable que han encontrado.
Los demás empezaron a murmurar lo que habían hecho con ellos. En algunos casos habían
tratado de poner a prueba su resistencia al dolor, mientras que otros habían tenido
que someter su capacidad cerebral a examen. El ambiente, al principio tenso, se volvió
gélido. Alice solo podía escuchar en silencio.
—No sé qué me hicieron —murmuró la chica delgadita—, actuaron cuando estaba inconsciente, pero..., desde entonces,
he sido incapaz de pasar mucho tiempo sin un respirador artificial. Me lo daban solo
cuando hacía los ejercicios que me pedían que llevara a cabo. Era mi recompensa. E,
incluso entonces, solo me permitían utilizarlo durante cinco minutos.
—¿Y qué pasa si pasas mucho tiempo sin la máquina? —preguntó Blaise con su fuerte acento francés.
La chica no respondió, pero no hizo falta que lo dijera en voz alta. Sus pulmones
dejarían de funcionar. Por suerte, Alice le encontró una solución enseguida. Pronto
se encontrarían con Charles, irían a su antigua zona y allí encontrarían un respirador
artificial. Seguro que había alguno.
—Y ¿dónde están los demás? —preguntó—. En las cámaras vi a más androides.
No le gustaron las caras que pusieron. Especialmente porque 42, su amiga, la que había
estado con ella al principio de su aventura, se encontraba entre ellos.
—No nos veíamos entre nosotros —explicó un hombre—. Lo único que sabemos es lo que conseguíamos escuchar a los guardias.
Al parecer, se llevaron a todos los de la última generación poco antes de que nos
rescatarais.
Rhett, al ver que el ánimo de Alice decaía, le tiró de la manga hasta volver a sentarla
a su lado. Ella se dejó hacer de forma casi automática.
—Ya es muy tarde —intervino él—. Deberíais descansar, no estáis acostumbrados a moveros y mañana vais
a tener que andar durante casi todo el día. Nosotros nos ocuparemos de las guardias.
Lentamente, todo el mundo fue encontrando su hueco junto al fuego. Algunos apartados,
otros un poco más juntos, un puñado encogidos... Alice los observó sin ser capaz de
moverse, todavía con la imagen de 42 en su retina. Para cuando quiso darse cuenta,
todo el mundo se había acomodado y ella seguía mirando fijamente las llamas.
—Alice —escuchó la voz de Rhett junto a ella—, descansa un poco. Yo me encargo del primer
turno.
Fue como si activara un botón para reanimarla, porque empezó a negar automáticamente
con la cabeza.
—No, yo... Yo hago la primera guardia.
Rhett no pareció muy convencido.
—¿Estás segura?
—Aunque lo intentara, no podría dormirme. Déjamela a mí, por favor.
De nuevo, él no pareció muy disuadido, pero entendió que no iba a ser capaz de hacerle
cambiar de opinión. Asintió con la cabeza y se echó hacia atrás para tumbarse en el
hueco que les habían dejado. A Alice no se le pasó por alto el detalle de que tenía
los labios azulados y no paraba de temblar, por mucho que intentara disimularlo. Sin
decir una palabra, se quitó el abrigo naranja y se lo tendió.
—¿Qué haces? —Rhett lo rechazó alarmado—. ¿Es que quieres congelarte?
—Soy una androide. El frío no puede matarme. A ti sí.
Rhett se quejó dos veces más, intentando devolvérselo, pero al final Alice se las
apañó para que se lo pusiera por encima.
—Estoy empezando a pensar que esto de ser humano no tiene muchas ventajas —refunfuñó mientras se acomodaba.
Alice esbozó una pequeña sonrisa.
—Si quieres que te conviertan, solo tenemos que hacerle una pequeña visita a mi padre.
—Sí, qué ilusión.
—¿Sarcasmo?
—Sí.
—Menos mal, ya voy pillándolo.
Rhett suspiró, ya tapado con el abrigo, y la miró con cierta preocupación.
—¿Estás segura de que no lo necesitas?
—Totalmente.
—Como me despierte y estés congelada, voy a cabrearme mucho.
—Bueno, como estaré congelada, no me enteraré.
Alice esbozó una pequeña sonrisa y vio cómo Rhett se daba la vuelta para momentos
después quedarse dormido. Al observar su alrededor, vio que los demás habían hecho
lo mismo. Kai y Blaise estaban bajo el abrigo de este último, roncando al unísono,
mientras que los demás se las arreglaban como podían. Alice echó una ojeada a Trisha,
que se había tumbado de lado para darle la espalda a los demás. El peso de la tela
evidenciaba el hueco de la parte del brazo que había perdido.
Con un suspiro, volvió a girarse hacia delante y contempló el fuego. Quería pensar
que estaba haciendo lo correcto. Quería creer que aquella no era una misión suicida.
Que llegarían a un lugar donde todos pudieran sentirse seguros.
Y todo pasaba por encontrar a Charles.
2
La ciudad que estalló en llamas
Pese a que los sueños habían llegado a su fin y, por consiguiente, Alice disfrutaba
de noches tranquilas, la presencia de Alicia seguía latente dentro de ella. En ocasiones,
era tan evidente que se sentía como si la tuviera andando a su lado, comentando lo
que hacían y observándola con curiosidad. No estaba muy segura de si se trataba de
un error en su programa o si, simplemente, estaba perdiendo la cordura, pero no se
atrevía a hablarlo con nadie.
—«¿Te da miedo que te tomen por loca?», preguntó Alicia. Acababa de esbozar media
sonrisa. «Quizá lo estés. De hecho, tal vez lo estemos las dos».
Alice quiso mandarla callar, pero no se atrevió, ya que la androide embarazada seguía
andando junto a ella.
Mantenía una mano sobre su tripa hinchada y, de vez en cuando, resoplaba y necesitaba
un descanso. Alice se había retrasado, precisamente, para no dejarla sola.
En ese momento, por ejemplo, le hizo falta detenerse y sentarse sobre una roca para
respirar hondo. Alice se mantuvo a su lado sin decir nada. Los demás se habían adelantado
bastante, pero seguir sus huellas no era nada complicado. Además, aún tenía el revólver
con dos balas.
—Lo que hiciste por nosotros fue una muestra de valor.
Aquello hizo que volviera a centrarse en su acompañante. Alice le sonrió, agradecida
y algo incómoda a la vez. Seguía sin acostumbrarse a los cumplidos.
—No lo hice sola.
—Lo sé, pero ya nos han contado que fue idea tuya. Solo quería agradecértelo.
No respondió. Estaba muy pendiente de la forma como intentaba recuperar el aliento.
Parecía cansada.
—¿Quieres tumbarte? —sugirió preocupada.
Normalmente, contaba con la ayuda de la chica delgadita. Por sus problemas pulmonares,
también necesitaba hacer muchas paradas, pero justo ese día había decidido seguir
el ritmo del grupo.
—No, no... —La mujer lo descartó con un gesto de la mano—. No podemos detenernos mucho tiempo.
—Tampoco seremos capaces de seguir si no te encuentras bien.
—Me recuperaré enseguida. Dame unos segundos.
Alice decidió no insistir. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y observó
a su alrededor con curiosidad. Pese a que no le resultara demasiado cómoda la temperatura,
tenía que admitir que un bosque nevado era una de las estampas más bonitas que había
visto en su vida. Los tonos verdes oscuros y los marrones se mezclaban con las manchas
blancas, salpicadas entre las ramas y las hojas. Las pocas zonas heladas arrancaban
destellos de luz que ella siempre seguía con la mirada. Y lo que más le gustaba, por
encima de todo lo demás, era el hecho de que no se hubieran encontrado con nadie.
Ni huellas, ni signos de vida. Solo estaban ellos. Era un alivio.
—Te llamas Alice, ¿no es así? —murmuró la mujer, todavía sentada en la roca.
—Sí.
—Y ¿cuál es tu número?
Hablar tan abiertamente del tema era extraño, pero tener que repetir su identificación
era casi como envenenarse la lengua. Hizo un esfuerzo para que no se notara lo mucho
que la disgustaba y respondió con un escueto:
—43.
La mujer asintió.
—Bonito número. Última generación, por lo que veo. Y de las favoritas. Los terceros
suelen ser los mejores prototipos.
—Eso decía mi creador.
—Lo piensan todos —aportó la mujer con una sonrisa—. Pero, al menos, el tuyo lo decía.
A Alice se le contagió la sonrisa, pero no añadió nada. De hecho, prefirió tratar
de descubrir más datos sobre ella.
—¿Qué número eras tú?
—El 34.
—Nada de favoritismos.
—Nunca pretendí tenerlos, te lo aseguro. Ser una androide doméstica ya era más que
suficiente.
Esos eran los encargados de todas las tareas domésticas de la zona, desde la limpieza
hasta, en algunas ocasiones, la cocina y el cuidado de los humanos. Eran también los
más numerosos. Los seguían los androides médicos, los ayudantes científicos y, en
último lugar, los de información.
—¿Doméstica? —repitió pensativa—. Como una antigua amiga mía.
—¿Amiga? —El término no pareció encajarle demasiado.
—Una androide. Hace mucho que no sé de ella. —Por algún motivo, Alice no quiso nombrar a 42—. Y ¿cuál es tu nombre? ¿Cómo se refieren
a ti?
—Bueno, muchos todavía me llaman 34, pero yo prefiero Eve.
—Eve —repitió—. ¿Ese no es...?
—El nombre del primer androide que crearon, sí. El de la historia que siempre nos
contaban en las reuniones. —Sonrió un poco—. No tenía mucha imaginación cuando escapamos y me vi forzada a adoptar
una identidad humana.
Alice recordaba la historia del primer androide. Había sido mucho antes de la guerra
y de que los padres crearan una sociedad en la que poder unir sus ideas y crear prototipos
más perfeccionados. Eve había sido un mero robot hecho a base de cables y componentes
mecánicos al que se controlaba mediante un ordenador gigantesco.
Durante unas pocas semanas, trabajó como ayudante de laboratorio, pero pronto tuvieron
que desconectarlo por problemas de funcionamiento. Aun así, sirvió como base para
todos los androides posteriores. Alice siempre se preguntó por qué la estatua del
vestíbulo de su zona representaba a un científico en lugar de a Eve.
—No es un mal nombre —admitió.
—Los demás eligieron Nick, Fer, Diana... Supongo que ya los irás conociendo. Tampoco
tenemos mucho más que hacer. —Señaló a la chica delgadita—. Esa es Teguise.
—Bonito nombre. Nunca lo había oído.
—Era de información. Lo leyó en un antiguo libro guanche. —Hizo una pequeña pausa—. Todos tenemos un nombre, e incluso llegamos a inventarnos
un pasado por si algún día teníamos que fingir ser humanos. Pero ya ves que no ha
servido de nada.
Alice esbozó una sonrisa un poco amarga. Ella también se había planteado inventarse
una historia humana para protegerse y había decidido usar la de Alicia. Con suerte,
nunca necesitaría hacerlo.
Eve consiguió recuperarse al poco tiempo y, mientras reemprendían la marcha para alcanzar
a los demás, Alice no pudo evitar señalar su barriga.
—No quiero ser indiscreta, pero ¿cómo...? Es decir...
—Lo sé. Se supone que somos infértiles. No entiendo cómo lo hicieron, pero conmigo
funcionó.
—¿Y el bebé será...? Eeeh...
—¿Humano?
Alice asintió, dubitativa. Eve se limitó a exhalar un suspiro.
—No lo sé —admitió en voz baja—. Pero espero que sí. Si nace androide, se quedará con la misma
apariencia toda su vida, pero su mente seguirá evolucionando. ¿Te imaginas cómo sería
tener cuarenta años y estar atrapado en el cuerpo de un bebé? No le deseo algo así.
Espero que sea humano. ¿Te imaginas? No creo que haya muchos bebés hoy en día.
—Nunca he visto uno.
Al menos en persona, porque sí que había visto a Jake en los recuerdos de Alicia.
—Y será mi hijo —afirmó Eve en voz baja. Colocó una mano sobre su barriga como si quisiera confirmarlo—.
Tantos meses creyendo que me lo quitarían nada más nacer, que ni siquiera se me permitiría
verle el rostro..., y ahora por fin siento que podré ser su madre.
Alice no supo qué decirle. Si tantas androides habían muerto antes en los anteriores
intentos, no estaba muy segura de que el proyecto fuera a funcionar. Pero no se atrevió
a comentarle sus preocupaciones. No quería arruinarle la ilusión.
—Será el bebé más querido de este mundo —le aseguró.
Eve le sonrió con agradecimiento.
—Será humano —murmuró, y parecía estar convenciéndose a sí misma—. Lo será. Lo sé.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Lo percibo. Cuando estaba en la Unión y no dejaban de repetirme que solo era un juguete,
que no era más que un listado de componentes..., nunca me lo creí. Y ¿sabes por qué?
Porque este bebé me daba esperanza. Si los androides somos incapaces de sentir, eso
quiere decir que él me transmite sus emociones para que no me rinda. Es humano. Lo
sé. Ya lo verás.
Alice, de nuevo, optó por callar.
***
Sabían que iba a ser un viaje duro, pero no tenían ni idea de hasta qué punto.
Las temperaturas bajas terminaron pasando factura a todo el grupo, cuya velocidad
se ralentizaba cada vez más. En consecuencia, pasaban tanto tiempo en la nieve que
apenas recordaban lo que era el calor. El frío no dejaba de torturarlos, los envolvía
y hacía que se les nublara la mente y les resultara difícil pensar con claridad. Incluso
la propia Alice se quedó varias veces sin resuello. En esas ocasiones, tenía que apoyar
las manos en las rodillas y tratar de recuperar la respiración.
No había casas, ni tampoco ciudades abandonadas. Solo bosque y más bosque. Los animales
estaban escondidos, se estaban quedando sin comida y tener el estómago vacío solo
empeoraba la situación. Más de una vez Alice se preguntó cuántos llegarían al final
del trayecto. La respuesta llegó mucho antes de lo que hubiera deseado.
Al tercer día, tras varias horas andando, Alice escuchó que Blaise soltaba un pequeño
chillido. Todos se dieron la vuelta y vieron que la chica delgadita, Teguise, se había
caído al suelo. Alice se acercó corriendo y se arrodilló a su lado. Su pecho subía
y bajaba rápidamente, pero con debilidad, y un extraño silbido escapaba de su nariz
cada vez que intentaba inspirar.
—¿Qué le pasa? —preguntó la niña aterrada.
Alice no supo qué decirle. Por suerte, Trisha apareció en ese momento para apartarla.
—Pero ¿qué le sucede? —insistía mientras se alejaban—. ¿No podemos ayudarla?
—No va a sobrevivir al viaje —sentenció uno de los androides mirando a Alice.
Ella dudó. Sabía lo que le estaba insinuando, pero era incapaz de asumirlo. Empezó
a negar con la cabeza. No podía permitir que les pasara nada malo. Solo tenía que
aguantar unos días más.
—Es una androide —dijo finalmente. Su voz sonaba segura, pero en el fondo no se sentía así—. Si su núcleo
sigue intacto, puede sobrevivir.
—Pero ¿en qué condiciones? —preguntó Eve con un tono de voz casi piadoso—. Vivir así es una agonía. Cada día sufre
más. Y somos incapaces de ayudarla.
—En la zona de los androides habrá respiradores de sobra —intervino Kai, que jugueteaba de forma nerviosa con sus manos—. Solo tiene que aguantar
un poco más y...
—¿De verdad crees que a estas alturas un respirador podría salvarla?
De nuevo, Alice sabía a qué se refería. Especialmente cuando los presentes miraron
el revólver que llevaba en su cinturón. Pero fue incapaz de sacarlo. No podía matarla
a sangre fría. Ni siquiera para ahorrarle sufrimiento.
Una mano conocida se posó sobre su hombro. Rhett se había agachado a su lado.
—Deja que lo haga yo —le pidió en voz baja.
Alice se sintió más aliviada de lo que querría admitir. Sabía que era lo mejor, pero
se veía incapaz de apretar el gatillo contra otro androide. Se apartó de Teguise,
que seguía intentando respirar con los ojos cerrados, y Rhett se llevó la mano al
cinturón.
Mientras él, con una rodilla en el suelo, colocaba la punta del cuchillo sobre la
zona donde se encontraba su núcleo, Alice contemplaba la cara de la pequeña androide.
No poder hacer nada por ella era devastador, y que tan solo fuera una chiquilla lo
empeoraba. Estiró la mano sin darse cuenta para tomar la suya y, para su sorpresa,
notó que la chica se la apretaba con fuerza, como si la instara a seguir adelante.
Así que Alice asintió una vez a Rhett, que, al instante, golpeó la punta del cuchillo
con el puño y lo hundió en su abdomen. Fue un golpe contundente, seco y muy rápido.
En cuanto partió el núcleo, la piel de Teguise se volvió pálida y su mano, todavía
entre las de Alice, se convirtió en un peso inerte.
Pese a las quejas por el retraso que supondría, decidieron cavarle una pequeña tumba
junto al camino. Tras cubrirla con tierra y nieve, Trisha clavó un tablón de madera
encima para indicar que ahí reposaba alguien. Maya grabó su número, 21, en la superficie
con el cuchillo, y entonces retomaron la marcha.
Sin embargo, mientras los demás avanzaban, Alice retrocedió sobre sus pasos, volvió
a la tumba y con su propio cuchillo inscribió el nombre de Teguise justo encima del
número.
Fue solo la primera. Durante los siguientes días, cuatro androides más terminaron
cayendo. Todos habían tenido que soportar experimentos que les impedían vivir sin
ayuda, así que sus muertes, aunque tristes, no fueron ninguna sorpresa. Repitieron
el proceso con todos y, para entonces, Alice directamente inscribía su nombre humano.
—¿Crees que esto ha sido un error? —le preguntó una noche a Kai.
Era el único que seguía despierto y, aunque no era la mejor persona del mundo para
hablar de temas serios, Alice no tenía a nadie más.
Para su sorpresa, Kai resultó ser una gran opción.
—¿Por qué dices eso?
—Porque están... muriendo —admitió en voz baja, abrazándose las rodillas—. Si se hubieran quedado en la Unión...
—En tal caso, ahora mismo estarían experimentando con sus sistemas. O los habrían
descartado y se habrían deshecho de ellos. Aquí tienen una oportunidad, Alice. No
todo el mundo puede decir eso. —Al ver su expresión sorprendida, Kai sonrió—. ¿Te esperabas una respuesta peor?
—Pues... la verdad es que sí. Sin ánimo de ofender.
Kai estuvo a punto de responder, pero Blaise dio un manotazo en sueños y le provocó
tal brinco que casi hizo que se agarrara a la rama de un árbol. El susto que se llevó
le quitó toda la autoridad que había ganado hasta ese momento.
Siguieron andando, la comida continuó menguando y el frío, aumentando. Alice se planteó
intentar encontrar una ciudad muerta, pero pronto lo descartó. Ni siquiera los más
fuertes del grupo serían capaces de recorrer tanto camino y volver sin terminar exhaustos.
Por no hablar del peligro que suponían los salvajes. Además, necesitaban quedarse
todos juntos. Los androides —y algunos de los humanos— no sabían defenderse solos.
Casi había dejado que la desesperación se apoderara de ella cuando al sexto día por
fin vio la sombra de unos muros que se cernían sobre ellos. Se detuvo por instinto
y todo el mundo se dio cuenta enseguida de lo que estaban viendo.
—Ciudad Central —murmuró Trisha, deteniéndose a su lado—. O lo que queda de ella, supongo.
Rhett se detuvo a su otro lado y observó la ciudad con gesto serio. Tenía la mandíbula
apretada. De todos ellos, era quien había vivido más tiempo en aquel lugar. Alice
sabía que, aunque hubiera pasado malos momentos allí, siempre sería lo más parecido
que había tenido a un hogar. No debía de ser fácil ver sus ruinas cubiertas de nieve.
Estuvo a punto de tomarle la mano para tratar de brindarle consuelo, pero Rhett se
adelantó y empezó a recorrer el camino hacia la entrada.
—Podemos dormir aquí, todavía no hay salvajes —observó.
Alice, que lo seguía de cerca, lo miró con el ceño fruncido.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque limpian las ciudades antes de usarlas.
Ella dudó, intentando recordar las otras ciudades destruidas que había pisado, y se
dio cuenta de que tenía razón. Había visto coches apartados y árboles cortados. Incluso
las casas estaban vacías. En cambio, Ciudad Central seguía exactamente igual que la
última vez que la habían visto: llena de edificios en ruinas.
Recorrieron el camino en silencio, cada uno con una mano en su arma. En cuanto llegaron
a la gran barrera de la entrada, comprobaron que, efectivamente, nadie la había tocado.
La cadena rota seguía alrededor de las manijas y el candado en el suelo, hecho trizas.
—¿Hay algún edificio entero? —preguntó Maya, que iba tras ellos.
—La zona de lo alto de la colina parece haber sido la menos afectada —murmuró Rhett, revisándola con la mirada.
—Es decir, el hospital, la sala de actos y el comedor —explicó Alice.
Trisha torció el gesto.
—El objetivo no eran los edificios principales, sino las casas.
Como nadie parecía dispuesto a moverse, Alice hizo ademán de entrar, pero se detuvo
a medio camino. No podía. Entrar ahí le traía unos recuerdos que en esos momentos
no necesitaba. Le recordaba demasiado bien lo que alguna vez había tenido y probablemente
nunca recuperaría.
—Vamos, Alice. —Escuchó la voz de Blaise, que la tomó de la mano sin dudarlo—. Solo es una ciudad.
Si quieres, puedo ayudarte.
La pobre no entendía qué significaba ese lugar para todos ellos, pero Alice prefirió
no decírselo. En cambio, dejó que la niña tirara de ella para cruzar el perímetro
de los muros y, a su vez, guiara a todo el grupo.
Nada en aquella ciudad era como lo recordaba. En su memoria, había color, mucho ruido
y gente paseando por doquier. Ahora era un lugar triste, cubierto de cenizas y nieve,
de tonalidades apagadas, silencioso y completamente desierto. Tragó saliva al ver
que algunos de los focos del campo de entrenamiento se habían derrumbado sobre las
gradas, destrozándolas por completo, y habían aplastado también la sala de tiro. ¿Cuántas
veces había estado allí con Rhett? ¿Cuántas tardes había pasado en ese lugar sin saber
que serían las últimas?
Pasaron también por delante del edificio de los alumnos, completamente derrumbado,
y vieron el de los guardianes. Ese último se sostenía a duras penas sobre sus cimientos,
soportando el peso de un árbol que había caído sobre él. Casi parecía que el único
sitio que se conservaba era la casa abandonada, la que Alice había usado aquella noche
para ver el cometa con Jake, Trisha, Dean y Saud.
De todos ellos, ya solo le quedaba Trisha.
Mientras ascendían la pendiente que llevaba a la zona alta de la ciudad, Alice se
dio cuenta de que, de alguna forma, seguía sintiéndose bien en ese lugar. Su aspecto
había cambiado, pero nunca dejaría de ser el sitio donde se había sentido en casa
por primera vez en su vida. Y eso no podrían arrebatárselo con un poco de fuego.
Al final, el lugar más seguro resultó ser la sala de actos. La zona de la entrada
estaba en ruinas por culpa de un agujero gigantesco en el techo, y las ventanas estaban
casi enteramente rotas, pero el pequeño escenario con la mesa y las sillas de los
guardianes seguía conservándose bien. Alice sorteó con Blaise los cristales rotos
y la gran lámpara caída, esquivó los restos de las sillas del público y finalmente
subió el pequeño escalón para llegar al escenario.
—Parece un buen sitio para pasar la noche —comentó Kai.
—Es mejor que la nieve, eso seguro. —Maya dejó la mochila en el suelo y suspiró—. ¿Hacemos una hoguera?
Un rato más tarde, habían encendido una hoguera a la que todos se pegaban como podían.
Alice se mantuvo un poco al margen, dolorida por la larga caminata.
—¿No te sientes como en casa? —preguntó Trisha a Rhett a unos metros de distancia.
Él esbozó una sonrisa amarga, pasando una mano por el respaldo de la que había sido
su silla.
—Nunca creí que vería este lugar peor de lo que estaba —intentó bromear.
—Y yo nunca pensé que vería este lugar sin Max, pero es lo que hay —respondió Trisha.
El recuerdo de todos los días que había pasado encerrada con el guardián supremo hizo
que Alice se tensara; necesitaba sacárselo de la cabeza.
—Deberíamos ir a ver si encontramos algo de comer —propuso.
Rhett asintió con la cabeza.
—Podemos ir al comedor.
—Sí. Pero iré yo sola.
Kai, Kenneth, Maya, Trisha y él eran los únicos humanos. No quería arriesgarse a que
se alejaran del fuego. Eran los únicos que corrían peligro de verdad.
—¿Tú sola? —repitió Kai con voz chillona.
—Podría acompañarte —comentó Kenneth levantando sus esposas—. Pero necesitaría un voto de confianza.
—Tú te sientas y te callas —le soltó Trisha.
—¡Quiero ir! —exclamó Blaise entonces.
—Es una ciudad abandonada y está nevando. —Alice los miró—. No habrá nadie, no os preocupéis.
—Voy contigo —insistió Rhett.
—No. Tú asegúrate de que nadie se muere de hipotermia. Ellos te necesitan más que
yo.
Y, para sorpresa de todos, Rhett accedió sin protestar.
—¿Puedo ir yo? —insistió Blaise, casi suplicando con los dedos entrelazados delante de ella—. ¡Por
favor! A mí no me necesitan. ¡Y puedo ayudarte!
Alice estuvo a punto de negarse, pero al final no pudo evitar esbozar media sonrisa
divertida y hacerle un gesto para que se acercara. La niña soltó un chillido de alegría.
Las dos cruzaron la sala de actos y la zona nevada que la separaba del gran comedor,
donde encontraron su primer obstáculo; la puerta estaba atascada. Alice intentó empujarla
con el hombro, pero fue inútil. Soltó un suspiro de hastío mientras Blaise la observaba,
dubitativa.
—¿Quieres que vaya a llamar a Rhett y...?
—No —la cortó al instante—. Podemos hacerlo nosotras solas. Dame un momento.
Dio un paso atrás, recordó lo que había visto que hacía Rhett en las casas abandonadas
y dio una patada con el talón de la bota justo al lado de la manija. La puerta soltó
un crujido casi doloroso y, al segundo golpe, cedió y se abrió.
—¡Qué pasada! —gritó Blaise—. Tienes que enseñarme a hacer eso.
—Mejor otro día.
Entraron en la cafetería las dos juntas, mirando alrededor. Había agujeros en el techo
y las ventanas estaban en su mayor parte rotas, por lo que había montoncitos de nieve
en ciertos puntos de la sala. La barra estaba destrozada y había bandejas tiradas
por el suelo, unas encima de otras. Lo único que parecía en buenas condiciones era
la cocina.
—¿Deberíamos buscar comida? —preguntó Blaise.
Alice estuvo a punto de responder, pero al final sacudió la cabeza y avanzó hasta
que sintió que, simplemente, no podía más. Se acercó a la barra, las rodillas cedieron
bajo su peso y se deslizó hasta quedarse sentada en el suelo prácticamente congelado.
Mientras se pasaba una mano por la cara, sintió que Blaise se había acercado y la
miraba sin saber qué hacer.
—¿Estás bien? —preguntó en francés.
Alice quiso decirle que no, que no estaba bien en absoluto. Que llevaba varios días
preguntándose si esos androides habrían sobrevivido si no los hubiese sacado de la
ciudad, si Rhett y Trisha estarían mejor en la Unión, si había puesto a todos en peligro
por intentar perseguir algo que ni siquiera sabía si sería capaz de encontrar...
Pero no podía decirle eso a una niña. No podía confesarle que necesitaba separarse
un poco del grupo para respirar, para dejar de sentirse como si le estuvieran oprimiendo
el pecho con una garra de hielo.
—Sí —murmuró también en su idioma—. Necesito descansar un poco, eso es todo.
Alice apoyó los codos en las rodillas, de pronto se sentía agotada, y Blaise apenas
tardó unos segundos en darle una palmadita en el hombro.
—Si estás mal, pronto te pondrás mejor —le dijo alegremente—. Vamos a encontrar a ese amigo tuyo y él nos ayudará, ¿verdad?
Ya no lo sabía. ¿Lo lograrían?
—Es cierto —aseguró de todas formas—, pero eso no quiere decir que no tenga miedo, Blaise.
—¿Miedo? ¿Tú?
Lo había preguntado como si fuera lo más disparatado del mundo, cosa que hizo que
Alice sonriera un poco.
—Pues claro que tengo miedo. Como todo el mundo.
—No, tú no. Siempre te muestras muy valiente.
Casi sonaba como si acabara de traicionarla. Alice parpadeó, sorprendida, al comprender
que toda la confianza que parecía poseer Blaise estaba cimentada en la que percibía
de Alice. Si ella dejaba de mostrarse valiente, Blaise se tambaleaba sobre su plataforma
de falsa seguridad. Y eso le daba pavor.
Tras unos segundos de silencio, Alice estiró las piernas y se dio una palmadita en
los muslos. Blaise se sentó encima de ella y la miró con desconfianza.
—¿Hay algo que no me hayas dicho? —preguntó Alice con la voz más suave que pudo emitir.
La niña negó con la cabeza, pero lo hizo tan bruscamente que fue más que obvio que
estaba mintiendo.
—Vale. —Decidió fingir creérselo—. Dices que yo siempre parezco valiente, ¿no?
—Sí...
—Bueno, pues no me siento así. En absoluto.
Blaise siguió mirándola con desconfianza.
—¿Ah, no?
—Claro que no. ¿Sabes cuántas veces he sentido tanto miedo que creía que iba a quedarme
sin respiración? Cuando pensé que había perdido a Rhett, cuando me desperté sin saber
dónde estaban mis amigos, cuando perdí a mi padre...
Eso último hizo que tuviera que carraspear para poder seguir hablando.
—¿Perdiste a tu padre? —preguntó Blaise, que la miraba con los ojos muy abiertos.
Alice asintió.
—Fue cuanto todavía no sabía nada de... absolutamente nada. Cuando creía que la vida
se desarrollaba entre cuatro paredes y una persona, y que todo lo que se sabe en el
mundo se puede guardar en un libro.
—¿Y no es así?
—No, Blaise. Hay cosas que, simplemente, no se pueden describir. Que solo entiendes
cuando no te queda más remedio que vivirlas. Una de ellas es el miedo. —Hizo una pequeña pausa para observarla—. ¿Crees que estar asustada es malo? En absoluto.
Solo se puede ser verdaderamente valiente cuando se tiene miedo.
Alice dudó un momento antes de meter la mano en su bolsillo, bajo la atenta mirada
de Blaise, y sacar la pequeña cadena de oro que había guardado desde que habían salido
de la cabaña en las montañas. La apretó en su puño y le colocó la otra mano a Blaise
en el hombro.
—Sé que tú sabes lo que es tener miedo —añadió en voz baja—. Lo sentiste cuando perdiste a tu madre, y lo entiendo porque
pasé por lo mismo. Lo que no quieres contarme es que crees que volverá a buscarte,
que sigue viva y que lo que vimos solo fue una pesadilla. No quieres ser valiente
porque eso equivale a asumir que no volverá, pero... No va a volver, Blaise. Y tú
no eres cobarde, no necesitas inventar excusas para evitar enfrentarte a una realidad
que no te gusta. Sé que es duro, sé que es una verdadera tortura y que lo único que
deseas ahora mismo es poder seguir ocultándote bajo el escudo de la falsa valentía,
pero no puedes permitírtelo. Necesito que seas tú misma.
No esperó una respuesta, pero sí que notó que la niña la miraba fijamente. Alice tragó
saliva y por fin abrió la mano, desvelando su pequeño tesoro. A Blaise se le heló
el aliento en la garganta en el instante en que observó cómo ella empezaba a ponérselo.
—El día que encontramos a tu madre, vi que estaba apretando esto con mucha fuerza.
No sé qué es, pero si lo sostenía en sus últimos momentos, seguro que era importante
para ella. Y creo que le habría gustado que lo tuvieras tú.
Blaise observaba la pulsera con los labios entreabiertos y los ojos llenos de lágrimas.
Pese a todos los cambios de humor que padecía la niña, Alice no recordaba haberla
visto nunca tan vulnerable y expuesta. Solo miraba fijamente la pulsera sin saber
qué hacer.
—No tienes que decirle adiós para siempre —añadió Alice—. Ahora llevas una parte de ella contigo, ¿lo ves?
Blaise no dijo nada.
***
Alice llevaba un rato revisando estantes en la cocina, pero Blaise no dejaba de mirarse
la pulsera. ¿Habría sido muy brusca? ¿Era demasiado pequeña para asumir una realidad
como aquella?
Todas las dudas se disiparon cuando la niña, sorbiendo por la nariz, se acercó y le
dio un pequeño abrazo que no le dio tiempo a corresponder. Tras eso, respiró hondo,
se calmó y empezó a fingir que no había pasado nada. Alice tuvo la deferencia de seguirle
el juego.
Pasados unos instantes y tras repasar los armarios por segunda vez, llegaron a la
conclusión de que no había nada de provecho.
—Solo he encontrado esto —indicó la niña, levantando un cuchillo torcido—. Podríamos amenazar al grandullón
esposado con él.
Alice sonrió, pero decidió dejar el cuchillo en un armario alto que ella no alcanzara,
solo por si acaso.
Cuando regresaron a la sala de actos, descubrieron al grupo alrededor de la hoguera
y repartiéndose su última lata de comida. Nadie pudo disimular la decepción cuando
Blaise y Alice volvieron con las manos vacías. A partir de ese momento, tendrían que
sobrevivir con lo que encontraran por el camino. Por lo menos, tenían agua de sobra.
Blaise fue la primera en quedarse dormida. Estaba recostada con la cabeza apoyada
en el regazo de Rhett, que la miraba sin saber qué hacer. Los demás no tardaron en
conciliar el sueño, especialmente los androides, y al final Rhett se ofreció a hacer
el primer turno de guardia. Nadie protestó.
Sin embargo, justo cuando Alice iba a tumbarse, notó que este la sujetaba del brazo
para retenerla.
—Espera —sonrió con ilusión, algo bastante inusual en él—. Mientras estabas en la cocina, he
encontrado algo interesante.
Captar su curiosidad era fácil, pero con ese enunciado la tenía en ascuas.
—¿En serio? ¿El qué?
A modo de respuesta, él rebuscó en su bolsillo y sacó una pequeña fotografía con bordes
blancos y marcas de pliegues en forma de cruz por haber estado doblada. Alice se inclinó
para verla mejor y, por fin, reconoció la entrada de la cafetería, las lucecitas y
la pareja que le devolvía la mirada. Una chica algo tímida con los ojos muy abiertos
y un chico con media sonrisa despreocupada que le rodeaba los hombros con el brazo.
La fotografía de Navidad.
—¿Cómo...?
—Como no fuimos a buscarla, se debió de quedar por aquí.
Alice estiró la mano para cogerla, pero Rhett se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Parecía divertido.
—Es mía, ladrona —recalcó.
—¡Oye!
—El que la encuentra se la queda, ¿no?
Y, tras eso, le guiñó un ojo y empezó su guardia.
3
El cuchillo torcido
Abandonar Ciudad Central resultó más fácil que entrar en ella. Nadie quería permanecer
mucho tiempo ahí. Para unos, era otra ciudad muerta. Para otros, una sombra de sus
recuerdos.
Estuvieron andando todo el día y, por primera vez desde hacía semanas, pudieron ver
el sol asomándose entre las nubes. Quizá fuera una señal de que estaban yendo por
buen camino. Alice disfrutó del poco calor que emitía. Incluso le pareció que el humor
del grupo mejoraba ligeramente.
Pero cuando estaba a punto de empezar a anochecer, tuvo que escuchar la molesta voz
de Kenneth:
—Oye, tú.
Alice fingió que no lo oía.
—Sé que me estás escuchando.
De nuevo, fingió no enterarse de nada.
—¿Vas a seguir ignorándome? Puedo pasarme así todo el día.
Maya acompañaba a Eve, así que Alice se había puesto a la cabeza del grupo con el
pesado de Kenneth. Quizá fuera mejor escucharlo para que dejara de hablar y ella pudiera
volver a disfrutar del silencio cuanto antes.
—¿Se puede saber qué quieres? —preguntó sin darse la vuelta.
—Me duelen las muñecas... ¿Has visto cómo las tengo? No me habéis quitado las esposas
en toda la semana. Tu novio antes lo hacía cada pocos días para que pudiera estirar
los brazos, pero ya no.
—Seguro que tiene un buen motivo.
—¿Puedes mirarme un momento, por lo menos?
Alice suspiró y redujo un poco el ritmo para situarse a su lado. El rubio le enseñó
las muñecas. Era cierto que las tenía rojas, pero las esposas no estaban tan apretadas
como para hacerle herida.
—Eso no es nada —desdeñó Alice.
Kenneth pareció indignado.
—¿Que no es nada? ¡Las tengo en carne viva!
—Vaya, Kenneth... Nunca habría imaginado que fueras de esas personas.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes, esos exagerados que...
Ni siquiera dejó que terminara.
—¡No estoy exagerando! —exclamó ofendido—. ¡Míralas! ¡Tengo una herida!
Alice les echó un vistazo solo para confirmar que no había nada y..., efectivamente,
solo rojez.
—Nada —murmuró—. ¿Lo ves? No es...
Kenneth movió las manos a toda velocidad. Alice intentó apartarse, pero no logró hacerlo
a tiempo.
De pronto, sintió la cadena de las esposas alrededor de su cuello y el pecho de Kenneth
contra su espalda. En cuanto él empezó a tirar hacia atrás, ella dejó de respirar.
Escuchó gritos que parecieron muy lejanos, pero hasta que Kenneth no aflojó el agarre
no pudo identificar la voz furiosa de Rhett. Alice parpadeó, intentando respirar de
nuevo, y vio que este apuntaba a su atacante con una pistola. Blaise también había
acudido en su defensa: había rescatado el cuchillo torcido de Ciudad Central y amenazaba
a Kenneth con él.
—Dame las llaves —exigió él—. Y quizá tenga clemencia.
—Suéltala —exigió Trisha.
—No estás en posición de darme órdenes, amor mío.
Esas dos últimas palabras parecieron enfurecerla, pero Maya la detuvo antes de que
pudiera abalanzarse sobre él. Alice, mientras tanto, buscó los ojos de Rhett con la
mirada. No parecía muy alterado, lo que la tranquilizó bastante. Los dos sabían que
Kenneth podía ser muchas cosas, pero no un asesino. Alice supuso que, bajo las circunstancias
adecuadas, todos podían cambiar, pero... no lo veía capaz de estrangularla.
Cuando Rhett asintió con la cabeza, ella echó el codo hacia atrás para clavárselo
en el esternón.
Kenneth se encogió y Alice, al instante, se tiró al suelo para escabullirse del agarre
de las esposas, pero no fue tan sencillo, porque Kenneth perdió el equilibrio y, justo
antes de caerse por la pendiente de atrás, la agarró del brazo y la arrastró con él.
Por suerte, la pendiente no era muy empinada y su longitud no alcanzaba los cinco
metros. Alice aterrizó en el suelo en apenas unos segundos con un fuerte golpe. No
se había roto nada, pero unos buenos moretones la acompañarían al día siguiente. Al
igual que a Kenneth, que estaba tumbado a su lado.
—¡Alice! —escuchó gritar a Kai en lo alto de la pendiente.
—¡Estamos bien! —gritó ella.
Kenneth estaba intentando incorporarse, pero con las esposas le resultaba complicado.
Ella aprovechó para mirar a su alrededor. Estaban junto a un lago que no había visto
en su vida, rodeados de árboles y pendientes rocosas. El paisaje sí que le resultó
familiar: era el que solía ver por la ventana de su antigua zona, pero no sabía ubicarse
demasiado bien.
Cuando Kenneth volvió a caerse al suelo, Alice reaccionó y se apoyó sobre las manos
para colocarse en una posición defensiva. No llegó a incorporarse.
En ese momento, escuchó que alguien le quitaba el seguro a su pistola justo detrás
de ella.
Se quedó muy quieta, temerosa de moverse, y vio que Kenneth hacía exactamente igual,
aunque él veía a los atacantes. Parecía aterrado.
—Qué sorpresa —murmuró una voz que le sonó extrañamente familiar—. No pensé que volvería a verte,
robotito.
Alice giró la cabeza, sorprendida. Una chica alta y de piel oscura la miraba con media
sonrisa. La mitad de su cabeza estaba rapada, mientras que la otra tenía las puntas
teñidas de rosa. La última vez que la había visto había sido cuando la había retado
en el campamento de caravanas y Alice ganó los mitones que ella había apostado.
—¡Yin! —dijo sorprendida—. ¿Qué haces aquí?
—Eso debería preguntarte yo. —Enarcó una ceja hacia Kenneth—. ¿Quién es ese y por qué va esposado?
—Es nuestro prisionero.
La idea pareció gustarle. Mientras a ella se le iluminaba la mirada, Kenneth se puso
lívido.
—Interesante —sonrió Yin. Tras eso, ofreció una mano a Alice para ayudarla a levantarse—. Charles
se alegrará de ver que sigues con vida. Hace mucho que no sabemos nada de ti.
—¿Dónde está Charles?
—En el campamento. —Uno de los hombres señaló un caminito entre los árboles—. A menos de cinco minutos
a pie.
Alice apenas pudo contener su entusiasmo. ¡Lo habían logrado! ¡Habían encontrado a
Charles! Esbozó una gran sonrisa e hizo ademán de lanzarse sobre Yin para abrazarla,
pero ella levantó una mano al instante a modo de barrera.
—Ni se te ocurra —le advirtió—. ¿Este es tu único acompañante o tenemos que buscar a más gente?
Unos minutos más tarde, el grupo entero se acercaba a las caravanas dispuestas en
círculo alrededor de la hoguera. El olor a comida, el sonido de voces y risas... Alice
sintió que llenaban su cuerpo y hacían que recuperara toda la energía que había ido
perdiendo durante aquellas semanas. Con una ojeada por encima del hombro, comprobó
que todo el mundo parecía sentirse igual. Incluso a Rhett, que normalmente no se fiaba
de los sitios que nunca había visitado, se lo veía mucho más animado.
—Charles es un encanto —le aseguró Alice—. Te va a caer genial.
—Ya lo conozco... Más o menos.
—Pero trataste con él como vendedor, ahora lo conocerás como persona.
Era una forma de hablar, porque Charles no era humano. Un año antes, Alice había descubierto
que era el androide fugado, 49, al ver que le faltaba una mano. Ninguno de los miembros
de su grupo lo sabía, así que Alice había decidido guardarle el secreto. Especialmente
porque le había salvado la vida.
Por fin llegaron al círculo de caravanas. Yin, quien lideraba el grupo, les abrió
paso muy fácilmente con su cara de malas pulgas. Los integrantes de las caravanas
los observaban con curiosidad, pero no les prestaban demasiada atención, solo echaban
rápidas ojeadas antes de volver a sus asuntos. Se mostraban despreocupados incluso
en eso.
La caravana de Charles era la que estaba salpicada de todos los colores posibles.
Alice la divisó enseguida, pero Yin fue directa a los troncos que rodeaban la hoguera.
Su líder estaba sentado en uno de ellos, riendo a carcajadas y sujetando una botella
prácticamente vacía de lo que Alice supuso que no sería agua. Una de las mujeres que
lo rodeaba estaba contando algo de forma muy dramática, provocando muchas reacciones
divertidas, pero se detuvo en cuanto vio a Yin ahí plantada.
Su silencio provocó que todos se giraran hacia ellos.
—¿Qué? —Charles se dio la vuelta torpemente, casi cayéndose del tronco. Tardó unos segundos
en enfocar a Alice—. Ah, eres tú.
La verdad era que esperaba un poquito más de alegría.
—Soy yo —afirmó—. Me alegro de verte, Charles.
—Ah.
—No te hagas el duro. —Yin esbozó media sonrisa malvada—. Tú también te alegras de verla.
Charles se limitó a ignorarla mientras trataba de girarse del todo en el tronco. Para
cuando lo consiguió, el campamento entero había vuelto a sus quehaceres. La mujer
de la hoguera incluso había reanudado su historia.
—¿Qué te trae por aquí, querida? —preguntó él mientras dejaba la botella en el suelo—. Y ¿a qué viene tanta compañía?
—Necesito tu ayuda.
—Mi ayuda —repitió—. Vaya, vaya. Y ¿para qué, si puede saberse? ¿Quieren venderte otra vez?
—No exactamente. ¿Podemos hablarlo en privado?
Estuvo a punto de responder, pero se detuvo de golpe al ver al grupo de androides
que la acompañaban. Durante unos segundos, se limitó a observarlos con expresión de
horror.
—¿Esa de ahí está embarazada?
—Es una larga historia.
Había demasiadas cosas que explicar y Charles empezó a sospechar.
—¿De quién estáis huyendo? —preguntó en un tono mucho menos amigable.
—¿Estás seguro de que quieres hablar de esto en público?
—Segurísimo. Aquí somos una familia.
Aquello hizo que la gente, que aparentemente no les prestaba atención, exclamara lo
de acuerdo que estaba con él. Tras unos segundos de vítores, Charles volvió a centrarse
en Alice.
—¿Y bien? ¿Quién os persigue?
—Un grupo muy simpático —respondió Rhett en voz baja— a cuyo sargento no parecían gustarle mucho las caravanas.
El buen humor de Charles —si es que existía— se evaporó en el instante en el que se puso de pie. Parecía hasta
sobrio.
—¿La Unión? —Negó con la cabeza furiosamente—. No. De eso nada. Tenéis que marcharos.
Incluso Yin pareció sorprendida. Le lanzó una mirada de advertencia, como si no estuviera
de acuerdo, pero Charles no cambió de opinión.
—¿Marcharnos? —repitió Alice sin poder creérselo—. ¡Hemos venido aquí en busca de ayuda!
—Pues muy mal hecho.
—¡Charles!
—Lo siento, querida, pero no quiero problemas con esos locos, porque quien los tiene
siempre termina muerto.
Así que era por miedo, ¿no? Alice apretó los labios.
—Yo he tenido problemas con ellos y sigo viva.
—Pero tus amigos no están en muy buenas condiciones, ¿verdad?
—¡Por eso tienes que ayudarnos! —Alice se interpuso en su camino cuando hizo ademán de dirigirse a su caravana—. No
sobreviviremos otra noche a la intemperie. Lo sabes.
—Por suerte, ese no es mi problema. Si me disculpas...
Mientras Charles empezaba a alejarse, Alice se sintió como si acabaran de hundirla
en el suelo. Había depositado todas sus esperanzas en él. De hecho, se había enfocado
tanto en ello que ni siquiera había considerado la posibilidad de que no estuviera
dispuesto a ayudarla. ¿Qué harían? No tenían más alternativas. Quizá volver a su antigua
zona a pasar unos días y reponer fuerzas, pero... ¿y entonces? ¿Seguirían perdidos?
¿Nunca encontrarían a los demás?
Por suerte, Yin intervino en ese momento:
—Venga ya, líder. ¿Vas a echarlos por cobardía?
—No es eso —replicó Charles sin darse la vuelta—. Es sentido común.
—Si actuaras por sentido común, nos ayudarías a deshacernos de esos lunáticos —espetó Trisha.
—Estoy de acuerdo con ella, jefe. Nunca nos han gustado y apenas hacemos tratos con
ellos. Tampoco sería una gran pérdida que nos rechazasen como socios.
Charles dejó de caminar, les dio la espalda un momento más y al final rehízo sus pasos
para plantarse delante del grupo. Parecía irritado.
—No es por motivos comerciales, sino por precaución. Todos estos son androides, ¿verdad?
—Aquella última frase se la dirigió a Alice, a quien no le quedó más remedio que asentir
con la cabeza—. ¿Lo ves? Con lo caros que son, ¿te crees que van a tomarse a la ligera
que se hayan escapado cinco, Yin?
—En realidad, eran más —aclaró Kai—. Se han ido..., eh..., quedando por el camino.
—Genial. Entonces, han perdido cinco y un puñado de cadáveres. ¡Todavía peor!
Blaise le pellizcó el brazo a Kai, que aprendió la lección y permaneció calladito.
—Sigo pensando que deberían quedarse —insistió Yin.
—Pues yo no. Los habrán seguido.
—Si nos han seguido —interrumpió Rhett mientras se situaba junto a Alice—, ya saben que estamos aquí. Por
mucho que nos eches, ya te consideran un traidor. Lamento ser yo quien te lo diga,
Charles, pero estás jodido hagas lo que hagas.
Aquello pareció hacerlo reflexionar, pues en el fondo a Rhett no le faltaba razón.
Todas las pruebas apuntaban a Charles. Aunque intentara deshacerse de ellos, sería
difícil recuperar la confianza del Sargento.
Y él lo sabía, claro. Por eso, dedicó media sonrisa a Rhett.
—¡Pero si es Caracortada! —anunció—. Me sorprende que sigas por aquí. La última vez que vi a mi querida Alice
pensé que te metería una bala entre ceja y ceja.
Eso hizo que Rhett se tensara un poco, de modo que Charles transformó su media sonrisa
en una completa.
—No cambies de tema —lo amonestó Alice—. Has escuchado lo que ha dicho Rhett, y ya conoces la opinión de
Yin. Solo te pedimos que lo pienses mejor. No tenemos nada que ofrecerte, pero si
volvemos a casa, siempre serás bienvenido.
—No es una gran oferta, volaron vuestra ciudad hace unos meses.
—Lo sé. Me refiero a si encontramos a Max.
Charles frunció un poco el ceño.
—¿No sabes dónde está?
—No. —Ella contuvo la respiración—. ¿Tú sí?
—Pues claro. Pensaba que el plan era reuniros con él. —Hizo una pausa—. Están en la antigua zona de androides.
Eso significaba que iban en la dirección correcta.
Alice sonrió a su grupito, que parecía algo más animado. Pronto llegarían con los
demás y se terminarían las caminatas y el hambre.
—Si nos ayudaras, le caerías mejor a Max —añadió Rhett, mejorando la oferta—. Conociéndolo, sabrás lo beneficioso que puede
ser eso.
Charles lo observó con cierta diversión antes de girarse hacia Yin. Ella no parecía
haber cambiado de opinión. Al poco, se volvió hacia ellos de nuevo.
—Está bien —aceptó, soltando un resoplido—. Quedaos si queréis, pero nada de exigencias. Aquí
mandamos nosotros. Y, en caso de que aparezcan vuestros amigos de la Unión, no pienso
arriesgar una sola vida por vosotros. ¿Está claro?
—Cristalino —aseguró Trisha.
Él se mantuvo en silencio durante unos instantes, como si se preguntara hasta qué
punto había tomado una buena decisión, y entonces le hizo un gesto a su compañera.
—Encárgate de que se les proporcione comida y ropa de abrigo. Yo tengo que hablar
con estos en mi caravana.
—¿Qué hago con el prisionero?
—¿Prisionero? —Charles se asomó para ver a Kenneth y esbozó una gran sonrisa—. Ah, pues lo que queráis.
Echadle imaginación.
Rhett, Trisha, Blaise y Kai acompañaron a Alice hasta la caravana. Su interior era
tal como lo recordaba: una gran cama, unos pocos muebles y un extraño olor a alcohol
flotando en el aire. Charles apartó las botellas vacías que había sobre la mesa y
quitó unas mantas arrugadas del sofá para que todos pudieran sentarse.
—¡Sentíos como si estuvierais en vuestra casa!
A pesar de que era de las caravanas más grandes del campamento, no había espacio para
seis personas. Trisha, Kai y Blaise se apretaron en el sofá, mientras que Alice y
Rhett se sentaron al otro lado de la mesa. Charles no tuvo tantos problemas; apartó
a Alice con la cadera y se acomodó a su lado con una amplia sonrisa.
—¿Dónde está el niño de pelo rizado y voz chillona? —fue lo primero que preguntó. Miró a Blaise—. ¿Lo habéis sustituido por este diablillo?
—Diablillo lo serás tú —masculló la niña en su idioma.
Él se limitó a enarcar una ceja.
—Para ser tan pequeña —le respondió en un perfecto francés—, tienes muy mala leche.
Mientras Blaise enrojecía, Alice se dio cuenta de que nunca le había preguntado a
Charles cuál era su especialidad, cosa que descubrió en ese momento. Era, como ella,
un androide de información. Se preguntó cuál habría sido su área de estudio.
—Cómo son los niños de hoy en día, ¿eh? —añadió él con media sonrisa—. Cada vez salen más rebeldes.
—No estamos aquí para hablar de eso —le recordó Rhett.
—Ah, claro... ¿No me vais a presentar a vuestros compañeros?
—Ella es Trisha. Ya la habías visto —empezó Alice—. Esta es Blaise, una amiga. Y él es Kai. Trabajaba para la Unión.
Eso último pareció entusiasmarlo.
—¿Un traidor? ¡Me encanta!
—No soy un traidor —replicó él avergonzado.
—Y este es Rhett —añadió Alice—. Mi..., eh..., otro amigo.
El aludido le dedicó una mirada ofendida, pero, por suerte, había temas más importantes
sobre la mesa que una discusión de apelativos.
—Tenemos que encontrar a Max y sabemos que la zona de androides no está muy lejos.
Charles se acomodó mejor.
—Bueno, tampoco es que quede cerca, precisamente. En especial si vais andando.
—Pero ya no tenemos que ir a pie —intervino Trisha—. Ahora disponemos de estas maravillosas caravanas.
—Tranquila, rubita, que siguen siendo mías. No te emociones.
—En realidad, solo necesitamos una —comentó Kai—. Con la gasolina suficiente, llegaríamos a la ciudad en menos de un día.
—Y luego ¿cómo me la devolveríais?
—Sería nuestra. —Blaise entrecerró los ojos.
—Pues no lo veo un trato muy justo.
Alice, que se había mantenido en silencio durante unos instantes, se giró hacia él.
—¿Y tú por qué estás aquí? La ciudad más cercana es la Unión, y dudo que te estés
dirigiendo a esa zona.
Aquella pareció ser la pregunta adecuada, porque Charles tardó un poco más de lo normal
en responder.
—Tengo asuntos que tratar —dijo simplemente.
—¿En la zona de androides?
—Sí.
—Entonces ¡vamos en la misma dirección! ¿Por qué no lo has dicho desde el principio?
—Para poder sacarnos más a cambio. —Rhett puso los ojos en blanco—. Ya se me había olvidado lo agotadores que sois.
—Lo mismo digo, Caracortada.
—¿Podemos retomar el tema? —preguntó Alice.
—Perdona, querida.
Rhett se tensó de nuevo.
—¿Puedes dejar de llamarla así? No es tu querida.
—Si te pones celoso, puedo llamarte querido a ti también.
—¡Dinos de una vez por todas si nos vas a llevar o no! —se impacientó Trisha.
Charles suspiró e hizo una pausa que Alice estaba segura de que era solo para ganar
un poco más de atención.
—Lo haré —sentenció al fin—. Mañana por la mañana volveréis a verlos.
Alice no podía creerse que hubieran tenido tanta suerte. Literalmente no era capaz
de creérselo. Tenía que haber gato encerrado.
Rhett debió de pensar lo mismo, porque preguntó:
—¿Cómo sabemos que no vas a entregarnos a la Unión en cuanto nos despistemos?
—Qué poca confianza ciega —murmuró Charles.
—Tiene razón —observó Kai—. Vosotros comerciáis con androides.
—Comerciábamos. En pasado.
—¿Ya no? —preguntó Alice confusa.
—Entre la Unión, con sus sistemas de rastreo, y la capital, con su desconfianza, encontrar
androides es difícil, pero venderlos resulta prácticamente imposible. Ahora mismo,
sobrevivimos gracias a las ciudades. Así que podéis estar tranquilos, porque gano
muchísimo más quedándome con Max una temporada que intentando volver al camino principal
para venderos. —Hizo una pausa, considerándolo—. Y tampoco tenéis muchas alternativas, ¿no? —añadió—. O confiáis en mí, o volvéis a la nieve. Nadie os obliga a quedaros.
Eso era cierto. Alice intercambió una mirada dubitativa con Rhett mientras Charles
seguía hablando.
—Aclarado todo esto..., ¿no os parece que ya va siendo hora de irse a dormir? Tengo
una cita pendiente con una botella y me gustaría disfrutarla a solas.
4
El lugar de las murallas blancas
Mientras la caravana seguía avanzando entre los árboles, Alice notó que Rhett se acercaba
a ella.
—Debo admitir que pensé que Charles nos traicionaría —murmuró.
—Una parte de mí también lo creía.
Habían salido del campamento de madrugada y, aunque todavía no era mediodía, ya estaban
en las inmediaciones de la antigua zona de los androides. Alice apenas reconocía nada
—cuando vivía allí apenas había visto más que lo que atisbaba por las ventanas—, pero
sus nervios iban en aumento con cada minuto que transcurría.
En la caravana de Charles, la primera, viajaban Trisha, Blaise, Kai, Rhett y ella.
Durante la mayor parte del trayecto, la niña se había dedicado a comer todo lo que
había podido, Trisha a echarse una siesta y Kai a sentarse al lado de Charles para
ver cómo funcionaba el vehículo. Su dueño parecía peligrosamente a punto de lanzarlo
por la ventanilla.
Alice levantó la cabeza hacia Rhett. Estaba más tenso de lo habitual.
—¿Crees que los encontraremos a todos? —preguntó ella solo para romper el silencio.
—No lo sé, Alice. Quizá sea mejor no adelantarse a los acontecimientos.
—Claro, claro... —Hizo una pausa de apenas diez segundos—. Pero ¿crees que estarán todos bien?
Rhett, para su sorpresa, se echó a reír.
—Somos nosotros los que hemos escapado de dos ciudades, no ellos.
—Bueno, visto así...
—¡Una casa grande! —gritó Blaise de repente.
Ambos se giraron hacia la ventanilla y Alice, en cuanto vio los altos muros blancos,
sintió que su estómago daba un vuelco. Y no en el buen sentido.
Mientras Charles cruzaba la muralla y los jardines delanteros, se dio cuenta de que
la antigua zona de los androides seguía tal como la recordaba. Los altos muros blancos,
las paredes de cristal, el suelo de grava, los árboles del jardín —altos para que no se pudiera ver el exterior—, la pequeña glorieta que había justo
delante de la entrada, el camino hacia el aparcamiento...
Aquello le recordó a 42. De nuevo, se lamentó por no haber sido lo suficientemente
rápida como para llevársela con ella y ponerla a salvo.
Kai, que se había acercado para asomarse, resultó ser una buena distracción para no
pensar en ella.
—Es inmenso —murmuró fascinado—. Nunca había visto un edificio tan alto, ni siquiera en la Unión.
—Desde dentro, parece todavía más grande —aseguró Alice en voz baja.
—¿Y para qué necesitabais tanto espacio? —preguntó Kenneth, arrugando la nariz—. Solo sois máquinas.
—Menos mal que siempre estás tú para aportar tu magia —murmuró Trisha.
Cuando Charles empezó a frenar, Alice tuvo que tragar saliva con fuerza. La última
vez que había atravesado aquellos muros había sido escapando de una escena que seguía
torturándola: su padre recibiendo un disparo en la frente. Seguía viendo su cuerpo
caer al suelo y, pese a todo lo que había pasado desde entonces, era capaz de recordar
a la perfección lo que había sentido. Cerró los ojos con fuerza, tratando de calmarse,
y entonces notó una mano enguantada rozando la suya.
—Estoy contigo —le dijo Rhett en voz baja.
Aquello funcionó. Pese a que él no le gustaba mostrarse cariñoso durante mucho rato
y retiró la mano enseguida, Alice se sintió mucho mejor. La seguridad de que no volvería
a estar sola era más agradable de lo que jamás hubiera imaginado.
Y entonces Charles echó el freno de mano y se asomó para mirar a través del parabrisas.
Parecía encantado.
—¡Última parada, señores pasajeros!
La mitad del grupo no lo entendió. La otra mitad empezó a bajar de la caravana. Alice
fue la última, y al hacerlo vio que los demás androides también habían salido de sus
vehículos y miraban a su alrededor. Parecía apetecerles estar en cualquier lugar menos
en aquel, mientras que los humanos se mostraban encantados.
Todos menos Trisha, claro.
—¿Por qué es todo tan blanco? —protestó en voz baja—. Qué aburrimiento.
Maya soltó una risotada y se ganó la mirada de reproche de varios androides. Volvían
a estar en zona de sus padres; quisieran o no, eso despertaba su lado más androide.
Charles se adelantó a todos ellos y se acercó a la puerta principal como si no fuera
a correr ningún peligro. Solo se detuvo cuando varios guardias armados y vestidos
con ropa vieja cruzaron la puerta principal y los contemplaron con desconfianza. Alice
estuvo a punto de retroceder, asustada, pero por la forma en la que Rhett se relajó,
supo que los había reconocido. Eran de Ciudad Central.
—Hola, chicos —saludó Charles alegremente—. ¿Podríais dejarme hablar con vuestro jefe? Será solo
un momentito.
—Max está ocupado —repuso uno de ellos.
Alice empezó a revisar las ventanas frenéticamente, pero no vio ni un solo movimiento
tras ellas.
—Creo que le interesará mucho ver esto —aseguró Charles.
—Y yo creo que...
—¿Qué sucede?
Esa voz femenina... Alice notó que Rhett dejaba de respirar. Tina se estaba abriendo
paso entre los guardias para ver qué sucedía. Su corta melena rubia estaba atada en
una coleta y llevaba puesta, como de costumbre, una bata blanca de hospital. A Alice
le dio la sensación de que su rostro parecía mucho más envejecido que la última vez
que la había visto. Y no por la edad, sino por el obvio agotamiento.
Al no obtener respuesta, se disponía a volver a preguntar, pero entonces, entre todos
los recién llegados, reconoció primero a Trisha, después a Alice y finalmente a Rhett.
Se quedó mirándolos medio absorta en su propia cabeza hasta que soltó la libreta que
sostenía y se llevó una mano al corazón.
—¡Chicos! —chilló. Su voz se había vuelto muchísimo más aguda—. ¡Estáis... estáis bien! ¡Estáis
vivos!
Rhett fue el primero en reaccionar. Esbozó una gran sonrisa y fue directo a ella para
darle un gran abrazo que su amiga correspondió enseguida. Alice les dejó unos segundos
de intimidad antes de acercarse con el resto del grupo.
Para cuando llegó, Tina hablaba frenéticamente con Rhett, muy seria, y él parecía
estar a punto de echarse a reír.
—... porque no sabíamos nada —estaba diciendo ella—. ¡Ni se te ocurra reírte!
—¿Y qué querías que hiciéramos? ¿Mandarte una carta con una lechuza? ¡Ni siquiera
sabíamos dónde estabais!
—¿Y dónde os habíais metido vosotros, si puede saberse? ¡Lleváis meses desaparecidos!
—Estábamos en la Unión —murmuró Alice, captando su atención—. No nos quedó más remedio que pasar una temporada
con ellos.
—¡Ay, Alice! —Tina pareció olvidarse por completo de las explicaciones para abalanzarse a abrazarla—.
Cielo, no sabes cuánto me alegro de que estés bien. ¡Y Trisha! ¡No te quedes ahí parada!
¡Ven aquí!
—Es que a mí todo eso de los abrazos no me gust...
Antes de que pudiera terminar, ya la estaba apretujando. Alice contuvo una sonrisa
al verla suspirar.
—¡Todos se van a poner muy contentos al veros! —exclamó, soltándolos por fin. Echó una ojeada al grupo que los acompañaba—. Y a vuestros
nuevos amigos también, supongo.
En realidad no fue así. Recorrieron los pasillos de la ciudad acompañados de los guardias,
lo que ya hacía que quienes se cruzaban con ellos les dedicaran miradas de desconfianza.
A Alice nadie le resultaba familiar. Se sentía como una extraña y le daba la sensación
de que a los demás les sucedía exactamente lo mismo.
Justo cuando llegaron al primer tramo de escalera, uno de los guardias se detuvo y
señaló el pasillo.
—Ellos tienen que esperar aquí —declaró.
Alice tardó unos instantes en darse cuenta de que hablaba de todos menos de ella y
Rhett. Bueno, y Tina, que permanecía a un lado. Aquello no le gustó nada.
—¿Por qué?
—Porque, hasta que el guardián supremo no os acepte, no pueden subir a los pasillos.
Siguió sin parecerle correcto, pero dedicó una última mirada a los demás, que no protestaron,
y empezó a subir los escalones detrás de Rhett y Tina.
Jamás habría pensado que volvería a cruzar aquellos pasillos, y mucho menos con esa
compañía. Aunque todos parecieran similares, Alice había aprendido a diferenciarlos
y supo enseguida que se estaban dirigiendo a los despachos de los padres. Le vino
a la mente un desagradable recuerdo de 47 sujetándose la muñeca mutilada y trató de
alejarlo enseguida.
Por suerte, llegaron al despacho principal en un abrir y cerrar de ojos. Era la última
puerta del primer piso. Uno de los guardias llamó con los nudillos, mirándolos con
desconfianza, y esperó impaciente.
—Está abierto —se escuchó la inconfundible voz de Max.
Alice se alegraba de volver a oírlo y, de alguna manera, eso le sorprendió. Pese a
que el guardia quería entrar el primero, ella lo adelantó y se metió de un brinco
en el despacho.
—¡Oye! —le gritó este alarmado.
Max, alertado por las voces, levantó la mirada de sus papeles y vio a Alice. Al igual
que Tina, parecía mucho más cansado que la última vez que lo había visto. Su barba
y pelo oscuros estaban salpicados de manchas plateadas y había adelgazado unos cuantos
kilos. Pese a todo, seguía imponiendo tanto como antes.
No supo interpretar demasiado bien su expresión. Le pareció ver confusión, sorpresa...,
¿quizá un poco de alegría? Desapareció demasiado rápido como para que pudiera identificarla.
Y todo porque el guardia lo distrajo al sacar el arma.
—¡Baja eso ahora mismo! —exigió Tina indignada.
—¡Ha entrado en el despacho del guardián supremo sin permiso!
—Tiene permiso —replicó Max tranquilamente—. Podéis marcharos.
Eso último lo había pronunciado mirando a los guardias, que se quedaron desconcertados,
pero abandonaron el despacho y los dejaron solos.
Max observó a Rhett durante unos instantes, pero ni siquiera en una ocasión como aquella
fueron capaces de enterrar el hacha de guerra. No tardaron en apartar la mirada a
la vez y fingir que no se habían visto.
—Creo que voy a necesitar una explicación —murmuró Max.
Esta resultó ser bastante más larga de lo esperado y, mientras Alice y Rhett relataban
todo lo sucedido durante esos meses —o lo que recordaban, al menos—, Max y Tina escuchaban atentamente. El primero, con
los dedos entrelazados y la expresión seria. La segunda, con una mueca de incredulidad.
—... y Alice quiso rescatar a los androides —culminó Rhett.
—Si no fuera por Kai, no habríamos llegado hasta aquí. Y por Charles, claro.
—Ese solo interviene cuando puede ganar algo a cambio —replicó Max tras un suspiro—. No creo que tengáis que agradecerle nada.
Alice lo consideró.
—Parece que hace una eternidad que os buscamos —confesó en voz baja—. Parte de mí creía que no lo lograríamos.
—Y, mientras tanto, estabais aquí. —Rhett se recostó en su asiento y esbozó media sonrisa burlona—. Esperar en estas condiciones
no parece muy incómodo.
No andaba muy desencaminado. El despacho de Max estaba a la altura de los lujos de
la zona: paredes altas, dos columnas blancas, librerías gigantes, ventanales panorámicos,
muebles perfectamente conservados y una mesa ovalada para las reuniones. Por no hablar
del escritorio. Alice no se había sentado en una silla tan cómoda en mucho tiempo.
—No sois los únicos que lo habéis pasado mal —le dijo Max con cierta frialdad—. Después de separarnos, asumimos que nunca volveríamos
a veros. Tuvimos que improvisar. Volví con tu padre, Rhett, y él nos ayudó a encontrar
una zona en la que vivir de forma provisional, hasta recuperar las fuerzas. Esta fue
la elegida. A los pocos días, empezaron a aparecer refugiados de otras ciudades que
no tenían ningún lugar al que ir. Los aceptamos a todos. Habría deseado que viniera
más gente de Ciudad Central, pero Deane los tenía atados en corto. Y, para cuando
pudieron escapar, sucedió lo de la explosión.
—Algunos son antiguos residentes de Ciudad Central —continuó Tina al ver que él se quedaba en silencio—. No tantos como nos gustaría,
pero... supongo que no podemos aspirar a más.
—Así que vinisteis aquí —concluyó Rhett—. No es mal sitio. En caso de emergencia, se puede proteger muy rápidamente.
—Y tiene zonas perfectas para plantar y cosechar —murmuró Max—, que es lo que más necesitamos ahora mismo.
Alice no pudo evitar mostrar sorpresa.
—Entonces ¿ya no hay clases?
—Sí, claro que las hay, aunque no especializadas. Ahora, damos a la gente la opción
de entrenar cada día o escoger un empleo. La mayoría se decanta por la segunda.
Alice no se veía a sí misma trabajando de jardinera, así que sopesó convertirse en
guardia. Parecía una buena opción.
—En fin —concluyó Max, levantándose—. Tengo que admitir que no esperaba volver a veros, y menos
de esta forma tan... abrupta, pero siempre es un alivio reencontrarse con caras conocidas.
Estoy seguro de que la ciudad os aceptará con los brazos abiertos.
—Excepto a los androides —murmuró Alice.
Max no dijo nada, aunque estaba claro que pensaba lo mismo.
—Mañana hablaremos de eso. Debéis de estar agotados. Hay habitaciones de sobra, me
encargaré de que dispongáis de una para cada uno. ¿Algo más que añadir?
Alice y Rhett intercambiaron una mirada antes de negar con la cabeza.
—Bien. —Max los miró fijamente, invitándolos de forma bastante clara a que se marcharan—.
Las bienvenidas son buenas en su justa medida, si se alargan, pierden la gracia.
Pareció que Rhett iba a echarse a reír.
—Si tienes mejores cosas que hacer, solo tienes que decirlo.
—Tengo mejores cosas que hacer.
—¡Max! —Tina dio un brinco.
—¿Qué? Me ha pedido que lo diga.
—No pasa nada. —Alice se levantó, encantada de terminar esa conversación—. La verdad es que yo estoy
agotada. No me iría mal dormir un poco. Y a Rhett igual.
—Exacto. —Max les hizo un gesto impaciente hacia la puerta—. Que descanséis bien. Hasta luego.
Mientras subían la escalera, Tina les dirigió una mirada de disculpa.
—Últimamente estamos todos muy estresados. Quizá en otras circunstancias la bienvenida
habría sido mejor, pero...
—No pasa nada, Tina —le aseguró Alice—. Lo importante es que ya estamos aquí.
Después de ir a buscar a los androides y de que Tina determinara cuáles debían pasar
una temporada en el hospital, Alice pudo ver su habitación por primera vez. No era
ni remotamente parecida a la que usaba antiguamente. En lugar de una nave con cinco
camas, se trataba de una salita pequeña y rectangular con una ventana, un escritorio
vacío, una silla, una cómoda y una cama individual. Ah, y una puerta que daba a un
diminuto cuarto de baño. No necesitaba nada más.
Dejó la bolsa con ropa que le habían dado sobre la cómoda y se acercó a la ventana.
Podía reconocer las montañas que habían visto por el camino; desde allí parecían tan
lejanas que no sabía explicarse cómo habían podido recorrer tanto terreno andando.
Y más con veinte centímetros de nieve bajo sus pies. Se apartó suspirando y no quiso
esperar ni un segundo más para darse una ducha y tumbarse en la cama.
El agua caliente hizo que suspirara de alivio. Se desenredó el pelo con los dedos,
se frotó los músculos doloridos y se envolvió con la delgada toalla que le habían
dejado. Solo tenía un espejito diminuto, pero era más que suficiente para ver la herida
cerrada de su mejilla. El cuchillo del Sargento, el arma que se la había provocado,
estaba en la mesa de su habitación. Los moratones en los brazos y las rodillas, las
otras consecuencias de su huida, habían desaparecido por el camino. Esa cicatriz era
su mejor recuerdo de la Unión.
Un golpe en la puerta la distrajo. Se sujetó mejor la toalla inconscientemente.
—Soy yo —le dijo Trisha desde el pasillo—. ¿Puedo entrar?
—Sí, claro.
Su amiga no pareció muy alarmada al verla en toalla. De hecho, se limitó a señalar
el armario con la cabeza.
—Date prisa. Jake y Kilian están abajo.
Nunca se había vestido tan rápido.
Alice bajó la escalera prácticamente corriendo. Desde allí ya se escuchaba el ruido
de voces de la cafetería. Era la hora de comer. Se cruzó con algunos de los androides
que habían venido con ella, pero no hizo más que saludarlos. Necesitaba ver a Jake.
Se abrió paso entre la gente como pudo, buscando entre las mesas, y ni siquiera pensó
en la cantidad de veces que había comido allí acompañada de otros androides. Estaba
demasiado distraída. Especialmente cuando reconoció el perfil de Rhett, que estaba
riéndose de algo mientras se llevaba una cucharada de comida a la boca. A su lado,
Kai, Maya y Blaise hacían lo mismo. Y Kilian estaba sentado justo enfrente de ellos.
Esbozaba una tímida sonrisa.
—¡Kilian! —exclamó Alice entusiasmada—. ¡Cómo me alegro de volver a verte!
El chico salvaje —que ya no lo parecía tanto— se puso de pie para darle un gran abrazo. No había cambiado
demasiado, seguía siendo un muchacho de la altura de Alice, bastante fibroso, con
el pelo y los ojos de un tono castaño claro y la piel morena. Por suerte, ya habían
conseguido que se pusiera ropa normal en vez de esas bermudas viejas y rotas.
—Por fin has bajado —sonrió Maya—. Hemos tenido que mandar a Trisha a buscarte.
—Nadie me ha mandado nada —recalcó la aludida, sentándose a su lado—. He ido porque he querido.
—¿No has traído bandeja? —preguntó Blaise extrañada.
Alice ni siquiera se había acordado de la comida. Vio que la cola era eterna, así
que estuvo a punto de rendirse sin luchar, pero entonces Rhett se levantó.
—Ya me encargo yo.
—Romeo al rescate —bromeó Trisha en voz baja.
—Ya te gustaría que te lo hicieran a ti —le dijo Maya.
—A mí sí —admitió Kai con una mueca—. He tenido que esperar casi diez minutos. En la Unión tenía
la nevera llena de comida.
—Y las celdas llenas de androides —le recordó Maya con una ceja enarcada.
Él enrojeció un poquito y decidió volver a centrarse en su bandeja.
Justo cuando Alice estaba a punto de sentarse al lado de Kilian, notó que alguien
le tocaba el hombro. Supo que era Jake incluso antes de girarse, así que lo hizo con
una gran sonrisa... que desapareció al no encontrarse con una cara, sino con un pecho.
Alice levantó la cabeza lentamente hasta toparse con una mata de pelo castaño y rizado
mucho más corta de lo que recordaba, una carita redonda y llena de pecas que se había
estirado hasta convertirse en ovalada con marcas de granitos y una amplia sonrisa
que conocía muy bien.
Tuvo que parpadear cuatro veces hasta asumir por fin de quién se trataba.
—¡Aliiiiiiceeeeee! —exclamó Jake. Su voz sonó extraña, como si estuviera a medio camino de convertirse
en adulto pero todavía no lo hubiera conseguido—. ¡Parece que ha pasado una eternidad!
Estaba tan pasmada que lo único que pudo hacer fue darle una palmadita en la espalda.
—Esa es la cara que dije que se le quedaría —escuchó decir a un muy divertido Rhett tras ella.
—¿Cómo has conseguido una bandeja tan rápido? —preguntó Kai perplejo.
—Me he abierto paso a mi manera.
En ese momento, Jake soltó a Alice y, aunque ella seguía un poco pasmada, se obligó
a sentarse entre él y Kilian. Rhett empujó la bandeja hacia ella.
—Cuando nos dijeron que estabais aquí, no podíamos creérnoslo —contaba Jake mientras removía su comida con entusiasmo—. Pero ¡yo ya sabía que volveríais!
¿A que sí, Kilian?
Él asintió con solemnidad.
—¡Ajá! Y todo el mundo me tomaba por loco..., ¡pues mira ahora! Habéis llegado con
nuevas incorporaciones y todo.
—Y viejas —murmuró Trisha—. Nos hemos traído a Kenneth, pero no sé qué habrá hecho Max con él.
—Esperemos que lo haya lanzado a un foso —murmuró Rhett.
—¡El caso es que por fin estáis aquí! —Jake retomó el tema, ya con la boca llena—. Esto es genial. Va a ser como cuando estábamos
en Ciudad Central, solo que con más tiempo libre.
—Y más gente persiguiéndonos —recalcó Trisha.
—Si nos encuentran —Blaise clavó la cuchará en su puré—, los matamos.
Jake la observó con una pequeña mueca de incredulidad.
—¿Es normal que una niña tan pequeña diga...?
—Este sitio es increíble —lo interrumpió Kai, que estaba observando su tenedor—. Los cubiertos están hechos
de plata. ¿Sabéis lo difícil que es encontrarla a día de hoy?
—Por mí, como si son de madera —murmuró Maya—. Mientras sirvan...
Aquello pareció ofenderlo sobremanera.
Alice no dijo gran cosa en todo el almuerzo. Simplemente asentía con la cabeza o soltaba
un monosílabo para salir del paso, pero era incapaz de pensar con claridad. Ver a
Jake tan crecido había hecho que fuera consciente de todo el tiempo que había transcurrido
desde la última vez que había estado con ellos.
¿Por qué no podía disfrutarlo? Había tardado mucho en conseguir reunirse con él. Tanto
ella como los demás habían sufrido para llegar hasta allí. ¿Por qué no era capaz de
unirse a la conversación y pretender, aunque fuera solo por un rato, que todo estaba
bien?
Nada más terminar el almuerzo, subió al despacho de Max. Los demás, que sí que habían
sido capaces de adaptarse enseguida, ni se plantearon acompañarla. No querían más
dolores de cabeza, y Alice no podía culparlos.
Lo encontró de pie junto a su escritorio, anotando algo en una hoja de papel. Al escuchar
la puerta, no levantó la mirada.
—Cierra la puerta —se limitó a decir.
Alice obedeció y se acercó a él. Tenía algunos nombres apuntados con números al lado.
No entendió nada, y no quiso preguntar. Lo que sí le llamó la atención fue lo elegante
que era su letra. Por algún motivo, no se lo esperaba.
—Tus amigos científicos no son de mi agrado —murmuró él, todavía escribiendo—, pero hay que admitir que tienen inventos realmente
útiles. En el sótano hay una máquina que convierte la madera en hojas de papel en
cuestión de minutos. Y las cocinas están repletas de aparatos que sirven para aprovechar
cualquier alimento que puedas imaginarte. Si las ciudades tuvieran algo así...
—Ellos nos decían que ofrecían estas cosas a las ciudades pero estas las rechazaban.
Max soltó un bufido despectivo y por fin la miró.
—Con lo desesperados que hemos estado siempre, no se nos ocurriría renunciar a algo
así. Ni siquiera viniendo de gente como esa.
Max se dirigió a la mesa ovalada sin decir nada más y Alice hizo lo propio. Solo había
diez sillas, así que adivinar a qué había estado destinada no era muy difícil.
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