I
Siempre nos falta alguna cosa, y cuando yo descubrí a Elena a mí me faltaba casi todo. Me limitaba a existir.
Era un día de primavera arisca, de esos de finales de marzo, cuando en Barcelona sopla el viento y refresca pero hacia mediodía hay que empezar a quitarse la ropa porque el calor ha penetrado ya en los cuerpos despistados. No suelo llevar americana, soy de los que prefieren la elasticidad del punto, y además Remei, en los últimos tiempos, se entretenía tejiendo chaquetas. Tengo cuatro, de colores diferentes. No, no murió de cáncer. No fue ninguna larga enfermedad. Una tarde, justo después de empezar la que habría sido la quinta pieza, y tras anunciarlo diciéndome que aún no tenía ninguna chaqueta de color verde, me dijo me duele la mollera, así mismo, y se llevó la mano a la cabeza como un niño pequeño. Al cabo de nada estiró los pies y expiró; las agujas, con las que ya había tejido algunas hileras, se deslizaron por su falda, y yo corrí a llamar a emergencias, desorientado y confuso. Era la primera vez que veía morir a alguien, y justamente le tocó a Remei, la persona de quien me había enamorado hacía ya demasiado tiempo.
Para empezar a hablar del encuentro con Elena he escrito sobre la primavera y he recalado en Remei. No era mi intención. Ni mucho menos. Empezaré de nuevo.
A causa de mi dolor de espalda y porque le dije que dormía mal, el médico me había aconsejado que practicara yoga, así que me apunté a un grupo de iniciación en el Centro Cívico de Cotxeres, en el barrio de Sants, donde vivo. En mi primera sesión, me di cuenta de que era el único hombre entre al menos una docena de mujeres. No era lo ideal, pero, a mi edad, esa situación, que años atrás me habría resultado incómoda, ahora apenas me afectó e incluso acabé encontrándome a gusto.
Cuando una mañana Elena me preguntó si había sido padre de la Escuela Estrella, adonde ella había llevado a su hijo cuando era pequeño, yo casi no recordaba que en un tiempo lejano había sido padre. Debo aclarar que mi hijo está vivo, o eso tengo entendido, pero hace años que vive en Gran Bretaña y desde el día del entierro de Remei no lo he vuelto a ver ni tampoco me ha escrito. Elena me dijo que recordaba a una niña, llamada Sílvia, con la que su hijo Marc siempre quería jugar, pero que era uno o dos cursos más pequeña. Comprendí que me tomaba por el padre de la tal Sílvia. Según ella, un día habíamos ido al zoológico con los niños en compañía de otros padres y madres. Mientras me hablaba, yo veía un rostro lleno de luz y unos ojos bonitos que evitaban el cara a cara.
No acostumbro a mentir, pero el instinto me sopló que, si le confesaba que no era el padre de ninguna Sílvia, adiós muy buenas. Ahora comprendo que inicié así una especie de camino en falso que podría haber tenido consecuencias, pero, como ya he dicho al principio, yo estaba muy necesitado. Creo que la mentira me favoreció de algún modo, pues, tal como me veo, habría sido difícil que mi físico le pareciera interesante sin ser alguien que le resultase conocido. Hay que decir que yo ya me había fijado en Elena, pues entre todas las mujeres del grupo no era de las más mayores y su cuerpo, bien colmado y proporcionado, me resultaba atractivo. De una forma natural, parecía bastante más joven de lo que era en realidad.
A la salida la seguí a cierta distancia sin ningún propósito en concreto, quizá esperando que el azar se mostrase benévolo y me permitiese volver a hablar con ella. Tras caminar un rato junto a otra de las mujeres del grupo de yoga, Elena se despidió de ella y entró en una cafetería. Yo, alarmado ante aquella nueva oportunidad, pasé de largo y caminé un buen tramo de la calle de Sants en dirección a la plaza de España, mirando los escaparates como si necesitase alguna cosa. De pronto me recriminé, empecé a insultarme. No era más que un carcamal, y nunca tendría nada porque no me atrevía a dar ni un paso para conseguirlo. Cuando estuve del todo indignado, di media vuelta y regresé al bar. Allí estaba ella, tomando café, y al acercarme me pareció que, totalmente absorta, acababa de decir una palabra en voz alta.
Siempre me han atraído las mujeres que, en lugar de tomar café con leche, toman café solo. Elena no mostró sorpresa alguna ante mi aparición y empezó a hablar de nuevo de su Marc. Yo, por mi parte, me inventé la vida de una Sílvia que, según planeé, sería mi hija durante un rato y a la que después borraría del mapa.
Así pues, Elena me habló de su hijo. En aquel entonces se dedicaba a la enseñanza, que era a lo que se había dedicado ella, y vivía solo y se veían poco. Por lo que respecta a Antoni, lleva unos diez años en el extranjero. Desde hace tres vive en Bournemouth, una ciudad costera del sur, frente a la isla de Wight, y no parece que tenga intención de regresar.
—Sílvia vive en Alemania.
Tenía que vivir en otro país, no sé por qué lo decidí así, pero ya estaba dicho. Escogí Alemania, y concretamente Colonia, porque había estado allí. Cuando ella me respondió con una pregunta y no supe qué contestar, pude percibir el silencio, pero me pareció una sensación tolerable, incluso bonita, y me quedé un momento como encantado. No repitió la pregunta, parecía como si también ella se sintiera bien sin decir nada. Para entonces, yo ya me había hecho una idea de qué tipo de persona era Elena y estaba un poco aturdido. Lo más curioso era que en la cafetería todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo en interrumpir sus conversaciones. Tras girarme para comprobar si estaba ocurriendo algo extraordinario, le solté:
—Si tienes un hijo que vale tanto, ¿por qué estás tan triste?
Sus ojos entre verde y tostado claro se nublaron. Entonces no estaba seguro, los veía verdes y, al instante siguiente, mientras se erguía, del color que tienen algunas hojas al ser teñidas por el otoño.
Me había cambiado rápido para esperarla en la calle. Durante la sesión, Elena y yo no habíamos coincidido el uno al lado del otro. Yo me había puesto al fondo de la sala y, mientras escuchábamos las indicaciones, no le había quitado el ojo de encima ni un momento. Como siempre, la veía serena, y aquella mañana, con el sol que entraba en el aula, sus cabellos castaños brillaban. Me pareció un buen augurio.
Mientras bajaba la escalera, se me unió una de las señoras —llamo «señoras» a las que son mayores que yo—, una simpática viejecita que justo aquel día hubiera deseado lejos de mí y que me empezó a hablar de los efectos que el yoga tenía en su salud. Yo había visto a Elena bajando dos pisos por delante de mí. Normalmente, las mujeres se cambian más despacio que los hombres, y además yo tenía un vestuario para mí solo y acababa enseguida, pero esta vez ella había ido más deprisa. Mientras hablaba con la señora, se me ocurrió que tal vez no quería cruzarse conmigo. Saltándome la debida cortesía, interrumpí a aquella entusiasta del yoga y le dije:
—¡Tengo prisa! Hasta el jueves.
Tengo prisa, tengo prisa.
Cuando llegué a la calle de Sants, no había ni rastro de Elena, se había esfumado. No quería arriesgarme a encontrarme con alguien más del grupo, así que crucé la calle en dirección a casa. Al pasar por la pastelería Vives, eché un vistazo al interior y la vi: a través de la puerta transparente vi su espalda. La esperé junto a la vitrina, sintiendo cómo se me despertaba el hambre.
Me gustó que no dijera nada al encontrarnos, y también que me ofreciera una de las galletas de chocolate que acababa de comprar. Daba la impresión de que los dos caminábamos hacia la misma casa. El tiempo estaba revuelto, unos nubarrones grandes se deslizaban por un cielo de luz viva y clara, creando contrastes. Ahora mucha luz, ahora un poco menos. Pese a la estridencia de los coches que circulaban en direcciones opuestas, tuve la sensación de que el ambiente me daba aire, como si yo todavía mereciese cosas buenas y no fuera todo una absoluta miseria.
—Desde el otro día...
Ella continuaba callada, comía con calma como una niña confiada.
—... me he quedado con ganas de hablar más contigo...
Sentí la necesidad de corregirme.
—... de estar contigo.
—¡Ni que yo fuera Sophia Loren!
Lo dijo muy alto y un hombre que caminaba cerca se giró. Nos echamos a reír y nos detuvimos, el hombre se alejó. Cuando ella adoptó de nuevo su expresión seria, vi que tenía un poco de chocolate en el labio superior, en la parte izquierda, y con un dedo se lo quité, demorando el contacto. Me miró fijamente, y pensé que igual me daba una bofetada.
—¿De qué quieres hablar? ¿De practicar yoga?
En aquel momento, el tiempo me había vuelto a parecer sombrío, y la palabra practicar tuvo en mi interior el efecto de un bocinazo.
—Estaremos mejor en un lugar tranquilo.
La agarré de una mano y caminamos deprisa hacia mi piso, no debimos de tardar ni cinco minutos. Temí que me diera un empujón o que se quejara, que me dijera qué mosca te ha picado. Pensé que tal vez preguntaría algo. Pero, como una adolescente que se estuviera escapando de clase con un compañero, permaneció a mi lado y subió la escalera al mismo ritmo que yo, sin decir una palabra.
Fue tan fuerte el impacto de aquel encuentro en mi casa que durante las dos semanas siguientes nos vimos después de clase de yoga sin que yo me atreviese a proponerle volver a ella.
A partir de entonces, Elena debía de avisar antes de clase, pues no volvió a utilizar el teléfono delante de mí. Aquel primer jueves, había llamado a un tal Ramir para decirle que comiese solo, como si ya lo tuviera todo preparado, que ella iría a comer con Pilar, lo habían decidido al salir de yoga. Me pareció que decía aquel nombre como si fuese patrimonio común de ella y de quien escuchaba. Yo no pregunté nada, aún no la había llevado a la habitación. El pensamiento se me escapaba celebrando que hubiese cambiado hacía poco el colchón de mi cama mientras le ofrecía una bebida y ella, tras aceptarla, abría la ventana. Cuando regresé de la cocina se había sentado en el sofá. Me habló con una sonrisa en los labios de sus niños y de sus niñas, aquellos pequeñajos que habían llenado gran parte de sus horas cuando trabajaba. Hacía menos de un año que se había retirado. Su aula era como un mundo en miniatura, y cada curso, al cambiar los niños, cambiaba también el paisaje. Ellos pasaban a otro grupo, y ella continuaba con los de cinco años.
Los primeros días de clase, los pequeños alumnos del año anterior todavía la buscaban por los pasillos y se le acercaban, y ella los observaba en el patio o preguntaba por ellos al profesor que les hubiera tocado. Sin embargo, al cabo de poco ya se centraba en su grupo, en los niños y niñas que tendría a su cargo durante ese tiempo, desde septiembre hasta finales de junio. Me dijo que los echaba mucho de menos. Porque eran imaginativos y bellos, eran una esperanza abierta al futuro. Y añadió:
—La mayoría miran cautivados a su alrededor, pero, de vez en cuando, hay alguna o alguno que enfoca la mirada hacia dentro, y a esas criaturas quería sacarles una sonrisa, darles la confianza para avanzar, aunque me costase todo el curso.
Yo he trabajado de técnico de ascensores, y no me salía hablarle de las satisfacciones que me proporcionaban los cables, los engranajes y esas cosas. Era una ocupación que me permitía ir de aquí para allá, lo que me iba bien porque soy inquieto. Los vecinos esperaban ansiosos mi llegada. Casi siempre era muy bien recibido, y no digamos ya cuando me iba y podían volver a usar el ascensor e ir arriba y abajo.
Mientras pensaba en esto, Elena se había quedado muy quieta, y cuando reparé en ella tenía los ojos llorosos. Tras secarle las lágrimas con una mano, la abracé y permanecimos así, en el sofá, mirándonos de cerca y sin decir nada. Después, enjugué los restos de humedad salada de las yemas de los dedos en sus labios, repasando el contorno, hasta que se los besé.
Todo había ocurrido como si fuéramos experimentados actores que sabían qué hacer a cada instante. Cuando se fue, no quiso que la acompañara. Entre la nube de sensaciones extraordinarias que me llenaban hasta desbordarme, me venía a la mente que aquel mediodía, al llegar a la estancia, Elena había avanzado hacia la ventana, como si le faltase el aire. Una vez, esquiando en Núria, yo había presenciado un alud, una masa de nieve que caía sin freno. Aquel gesto suyo desencadenó una avalancha de pensamientos. Se sucedían uno detrás de otro, como si formaran parte del mismo montón, una materia blanca en danza que pasaría a convertirse para mí en una cadena de acciones que habían quedado frenadas años atrás. ¡Un solo gesto de ella me había dicho tanto! Toda aquella cascada blanca y fría sobre mí... Pero también me había traído el ambiente de fuera, con las bocinas y las bicicletas, con el rumor de la gente yendo arriba y abajo mezclados con el aire de la ciudad.
Desde aquel día pasaba la mayor parte de las horas solo en mi piso, limpiándolo y ordenándolo. Tiré ropa y objetos que odiaba y que, por no tener valor para tocarlos, habían seguido a mi lado desde hacía años. Vacié un cajón que estaba lleno de antigua ropa de cama y metí dentro todas las fotos que tenía enmarcadas. Lo que mi desazón no había conseguido tras toda una vida reclamándomelo lo logré en unos pocos días. El resto del tiempo lo dediqué a informarme de pequeñas cosas que había ido sabiendo sobre Elena. Nunca se ponía a hablar de sí misma durante mucho rato, a la manera de una confidencia, más bien iba deslizando algún comentario en función de las circunstancias.
—En Casau lo llaman...
Había vivido los primeros años en un pueblecito al lado de Viella, había estudiado Magisterio y había trabajado en tres escuelas con los más pequeños. Los niños hasta los seis años la cautivaban. Se casó con un barcelonés que hacía la mili allí y se establecieron en la capital. De hecho, no me dijo que estuviera casada, pero ya se sobreentendía. En Barcelona también había encontrado trabajo, pero necesitaba especializarse si quería trabajar con niños de la edad que a ella le interesaba. Al nacer Marc había dejado la escuela, el niño era prematuro y se consagró a él en cuerpo y alma. Eso era todo lo que yo había descubierto tras dos jueves y dos semanas enteras durante las cuales, en un momento u otro, nos habíamos visto todos los días, incluso los sábados y los domingos. Ni una palabra de su pareja, seguramente aquel Ramir de la llamada telefónica. Desde el primer día, ella sabía que yo era viudo.
Fui a la biblioteca, pero no para buscar novelas negras como era mi costumbre, sino para leer sobre pedagogía. En el rostro de la bibliotecaria, que me tenía catalogado dentro de un tipo concreto de lector, descubrí interés por saber el motivo de aquel cambio.
Elena y yo no nos preguntábamos nada. Nos mirábamos, nos abrazábamos, nos besábamos. Yo exploraba su placer y ella me lo devolvía multiplicado. No necesitaba nada más, y creo que ella tampoco. Me encantaba aquella manera que teníamos de comportarnos, pues con anterioridad, cuando había intentado conocer a otras mujeres, siempre había tenido que soportar un interrogatorio inacabable y, después, unas larguísimas confidencias. Y muchos preámbulos. Parecía que había que tener todos los antecedentes antes de. Con ella había coincidido, estábamos bien juntos y procurábamos pasar el uno con el otro el máximo tiempo posible. No negaré que yo pensaba que saber demasiadas cosas puede complicarte mucho la vida y, por tanto, había crecido en mí el deseo opuesto: el de ignorar.
La primera contradicción en mi voluntad de no saber era que me hacía preguntas. Yo apenas tenía obligaciones. ¿Y ella? Al poco de vernos, se había arreglado el cabello de una manera que le resaltaba el contorno de la cara; tenía una barbilla pequeña y muy redonda. Se ponía vestidos que la favorecían y yo era consciente de que quería gustarme, pero enseguida comprendí que para ella aún era más importante gustarse a sí misma.
Tuve la impresión de que las clases de yoga de aquel trimestre se acababan de forma abrupta. Cuando la profesora nos dijo que quedaba una sola sesión tragué saliva. Yo no había fallado ni un solo día, pero, como podrá entenderse, por mucho que el yoga me fuese bien, su práctica se había convertido para mí en una cosa secundaria. Me di cuenta de que Elena y yo siempre habíamos quedado en la esquina de la calle de Sants con Olzinelles, que no sabía dónde vivía, que ni siquiera tenía su teléfono. De pronto me vi a mí mismo como un pardillo.
Me quedaba poco tiempo para conseguir una dirección, una cita, un teléfono, lo que fuera. Me pasó por la cabeza que, la próxima vez que viniera a mi piso, en lugar de quedarme remoloneando en la cama tras degustar la dulzura de su cuerpo, la acompañaría a casa. Pero eso implicaría actuar de una manera diferente de la habitual, y era posible que ella lo rechazara. Ya estaba decidido: justo después de que atravesara el umbral de la puerta con un adiós ligero, como solía hacer, yo me vestiría en pocos segundos y la seguiría.
Pero el día de la última clase, un martes resplandeciente, Elena no vino. El aula estaba bañada por una luz primaveral y se respiraba el habitual bienestar, con el plus de lo conseguido durante el trimestre. Todo el rato confié en que acabaría viniendo. La imaginaba entrando, mirándome por un segundo y poniéndose donde hubiera espacio. Incluso me dio por pensar qué haría cuando estuviéramos a punto de realizar los saludos al sol. La profesora daba importancia a estas posturas, y las acostumbraba a proponer hacia el final de la sesión. El último ejercicio, si se puede llamar así, era la relajación. Ella no había aparecido. Yo me había convertido en un saco de nervios y la profesora se me acercó.
—¿Te puedo ayudar?
Cualquiera podía ayudarme. Estaba desesperado.
—No, no, estoy pendiente de un asunto y me noto tenso.
La joven me sonrió. Me pareció que lo hacía de una manera cómplice. ¿Se había dado cuenta de algo? Una ilusión surgió en mi interior. Sin razón alguna, me convencí de que Elena estaría esperándome en la calle y conseguí fingir que me relajaba.
Desde la acera observé cómo, en pocos instantes, pasaban transeúntes de todas las edades. Atravesé la calle de Sants y me dirigí a la pastelería Vives y al bar del primer día, caminando acera arriba y acera abajo. Al fin, regresé a casa como si un viento frío me hubiese aturdido. Elena estaba esperándome en la portería. La abracé muy fuerte y le dije que la amaba.
Entonces llegó una carta de mi hijo. Hasta que me puse las gafas para leerla no estuve seguro. Sí, era de Antoni. Él y su compañera habían tenido una niña y me invitaba a visitarlos y a conocer a la mujer y a mi nieta. Le habían puesto Margaret. No dormí en toda la noche. Durante años había intentado saber más de él, de su trabajo, de sus amigos, de sus novias. Le había escrito cartas y le había llamado. Las respuestas siempre eran demasiado cortas. Yo esperaba que me invitase a visitarlo. Él sabía que me gustaba viajar, quería ver dónde trabajaba, qué vida llevaba. Nunca me había animado a que le hiciera una visita. Cuando murió Remei, él vino a Barcelona. Y yo me encontré con un desconocido. Quizá él también. Comprendí que mi hijo ya era un hombre y que no teníamos demasiado en común. Era necesario cerrar también aquella puerta. Eso era lo que había sentido.
Y entonces, cuando parecía que de mi tronco de leña seca lleno de verrugas había brotado una rama tierna, reaparecía él, el hombre que me había convertido en abuelo. No, no iría. Aquella era su vida, y, mira, el nuevo título no me apetecía demasiado.
Al día siguiente, a la hora en que solíamos ir a yoga, me encontré con Elena delante de la pastelería Vives. Le dije que la había engañado. Ella alzó unos ojos que interrogaban, pero no dijo nada. Llevaba un vestido gris claro con escote redondo que resaltaba su estrecha cintura y sus generosos pechos. Le confesé que no tenía ninguna hija que se llamase Sílvia, que le había contado una mentira porque deseaba hablar con ella. Yo tenía un hijo, tan solo un hijo, como ella, se llamaba Antoni y acababa de ser padre. Se echó a reír.
Estábamos bajando por la calle de Sants. Tenía la sensación de que los coches eran un río y nosotros, hojas que se deslizaban por su superficie. Enredado en nuestros pasos y en las voces de los otros, nuestro silencio de petit comité resultaba relajante, si bien me temía una sentencia desfavorable. Lo más curioso es que justo entonces recordé un acontecimiento que había mantenido apartado de mi mente durante años. Cuando todavía éramos una pareja confiada —formábamos lo que se suele llamar una familia feliz—, el segundo embarazo de Remei quedó truncado en el séptimo mes. Antoni tenía ocho añitos. La criatura que perdimos era una niña, y mi mujer se aferró a los vestiditos de colores que ya tenía a punto para ella. Había dejado de comer, de hablar. Una mañana, a la hora de acompañar a Antoni al colegio, yo cogí los vestidos que ella no paraba de abrazar, de limpiar y de planchar, y los tiré a una papelera. Él se quedó mirándome y me preguntó:
—¿Qué haces, papá?
Yo le apreté la mano más fuerte que de costumbre y caminamos uno junto al otro sin decir ni una palabra más. Cuando estábamos cerca de la escuela, Antoni me dio un tirón para librarse de mí y arrancó a correr sin decirme adiós. Recuerdo quedarme allí plantado durante unos instantes. Sí, lo había fastidiado todo aún más, mucho más. Caí en la cuenta demasiado tarde. Supongo que un psiquiatra podría haber recuperado a Remei, pero ella no fue a ver a ninguno. Yo, que la había amado con locura, llegué a odiar la vida con ella. Con el niño actuaba mecánicamente. Alimentación, higiene, colegio, juegos. Creció sin risas. Antoni vivía con una sombra y un robot.
El caso es que ahora me daba cuenta de que había habido una niña en camino, como se dice a veces, y que, por tanto, yo habría podido tener una hija, a la que podríamos haber llamado Sílvia, y entonces no habría mentido a Elena. El presente me había llevado a aquel episodio del pasado que había quedado escondido en mi desmemoria, no así sus consecuencias. Mi voluntad de olvidar debía de ser en mí como una montaña de basalto, dura y oscura.
—¿Qué más da haber tenido un hijo o una hija?
La voz de Elena fue como un despertador a primera hora de la mañana. La había cogido de una mano y habíamos continuado avanzando, yo no podía hablar por el nudo que se me había formado en la garganta. Era muy consciente de que recordar era sufrir, por eso había buscado mil maneras para no hacerlo. Borrar el pasado había sido mi única determinación. Esquivar las películas, la música, los libros que pudieran transportarme a aquella época. ¿Me había vuelto un cínico? Justo en el momento en que el presente me ofrecía todavía un obsequio, recibía en la cara, como un latigazo, un viento que había estado congelado durante años.
La pregunta de Elena ya llevaba incorporada la respuesta. Estuve a punto de arrodillarme delante de ella y contárselo todo. Pero enseguida me pareció absurdo y contraproducente, inútil..., o quizá lo que ocurría, simplemente, era que la inercia de hacía demasiado tiempo me impedía el gesto. Le dije:
—Mi hijo acaba de ser padre y vive en el sur de Inglaterra. ¿Quieres acompañarme?
Por muy extraño que me pareciese, Elena había dicho, muy seria, que no sabía si podría ir pero que le apetecía viajar. Yo esperaba un no rotundo como respuesta. Había razones de sobra para no acudir conmigo al bautizo de mi nieta, a la casa de mi hijo; cada una de ellas era consistente, pero yo aún no conocía bien a aquella mujer. Elena parecía ser libre y haber borrado de su vida las explicaciones. Empezaba a intrigarme cómo lo había conseguido. ¿Tenía un secreto?
Como si hubiese invocado la respuesta, aquel día me encontré con una excompañera de yoga, a la que había visto a menudo hablando con Elena. Se llamaba Pilar, y enseguida la relacioné con el nombre que había dado como excusa el primer día que vino a casa. Para mi sorpresa, me preguntó por ella.
—No te extrañes, intuí que había algo entre vosotros porque en tres ocasiones os vi salir juntos de clase. No podía ser casualidad. Además, una de las veces había en vuestros rostros una expresión muy especial. Yo hace años que conozco a Elena, incluso durante un tiempo trabajamos en la misma escuela.
—Entonces... ¿tienes un rato? Me gustaría saber más de ella, no habla casi nunca de la familia, de su pasado. Solo sé que era profesora de párvulos y que tiene un hijo que se llama Marc.
—Y tiene un marido, también.
No era un reproche, pero sí una suspicacia.
—Me lo imaginaba. ¿Tomamos algo, Pilar?
—Te llamas Armand, ¿verdad?
—Sí.
Entramos en un bar de la calle Riego. La mayoría de los que íbamos al centro cívico éramos del barrio, y supuse que Pilar vivía cerca de allí. Era una mujer delgada, alta, con el pelo negro muy corto. Tenía una figura juvenil, un poco masculina, siempre llevaba pantalones y blusas camiseras. En yoga, había observado que era una de las alumnas más flexibles. Pidió un té verde. Yo, un café.
—¿Qué quieres saber?
Me puse a reír, pues estuve a punto de responderle con una única palabra: «Todo».
—¿Vive con el marido?
—¡Sí, claro!
—Pero ¿se entienden bien?
—Eso... Yo...
—Bueno, lo que quieras decirme.
—Él es una persona muy interesante. De apariencia..., yo diría que es un hombre guapo. Es poeta, y muy bueno, pero últimamente tiene problemas para publicar.
—Ya, ya entiendo. Pero están juntos.
—Sí. Me temo que Elena no debe de haber pensado nunca en separarse.
—No, claro. Pero ¿él a qué se dedica? ¿O se dedicaba?
—Se gana la vida como crítico de poesía y de arte, traduce del francés. Es una persona culta, y antes escribía y publicaba en bastantes revistas y periódicos.