No hay hechos, solo interpretaciones.
1
Witte
La fiesta está concurrida y animada, y, aun así, yo solo estoy pendiente de una presencia
significativa: la de la esposa de mi jefe, que lleva muerta muchos años. Manhattan
resplandece en la inmensa noche que envuelve el ático de esta torre. Las nubes rozan
los ventanales que van del suelo al techo: los oscurecen a ratos para luego revelar
—cientos de metros más abajo— ese despliegue estigio que son Central Park y su lago.
La torre chirría cuando las ráfagas de viento nocturno la sacuden suavemente, pero
la música y el mar de conversaciones amortiguan ese sonido lastimero.
La tensión va aumentando entre las paredes de cristal. El aire está cargado de una
electricidad peligrosa, resultado inevitable de haber confinado a varios rivales en
un espacio neutral. Refrenados por el decoro y el miedo a quedar en evidencia, los
adversarios se erizan pero esconden, aunque solo sea durante un rato y a regañadientes,
garras y colmillos.
El evento es una recepción de gala en honor de una nueva línea de productos cosméticos.
Los asistentes son lo mejorcito de la joven élite de Manhattan, el colectivo formado
por la gente más guapa y más rica. Entre ellos hay amistades legendarias y disputas
tristemente famosas. Es todo un logro por parte del señor Black haber reunido en su
casa a un grupo tan diverso... y tan dividido.
Como si fueran jugadores de ajedrez, los invitados han elegido las posiciones según
sus necesidades. El amigo más antiguo del señor Black, Ryan Landon, se sienta en el
otro extremo del espacioso salón, lejos de Gideon Cross, el socio del señor Black.
Ambos hombres perpetúan una enemistad que cada uno de ellos ha heredado de su padre.
Por triste que sea esa desavenencia entre los dos, no dejo de admirar la integridad
de la clara aversión que se profesan.
En cambio, los principales enemigos del señor Black —sus hermanastros Ramin y Darius—
tratan de desautorizarlo cada vez que se les presenta la oportunidad. Y luego está
Amy, la esposa de Darius, la única mujer de la sala que no mira al señor Black. Ni
siquiera una miradita furtiva.
Los espacios entre estos jugadores clave los llenan varios personajes de la telerrealidad,
además de influencers, modelos y músicos. En los relucientes vestidos y los amplios ventanales se reflejan
destellos de luz cada vez que los móviles capturan una cantidad aparentemente infinita
de selfis que luego se compartirán con millones de seguidores. Son muchas las empresas
que pagan cifras exorbitantes por esa clase de promoción fotográfica, pero no es el
caso de esta noche. Una invitación al ático es todo un triunfo social, como también
lo es estar cerca de Cross y su esposa, Eva, al parecer la pareja más popular del
mundo si debemos guiarnos por la cobertura mediática.
Echo un vistazo al salón y me aseguro de que los camareros están presentes, pero sin
hacerse notar demasiado, que ofrecen canapés y cócteles mientras recogen los vasos
usados de cristal de Baccarat y las bandejas de porcelana de Limoges.
Las superficies de plata de las mesas de madera de granadillo están decoradas con
extravagantes ramos de lirios negros, que aportan textura y glamur, pero no color
ni fragancia. La música, actual y efervescente, flota en la sala. El cantante está
presente, apoyado en una pared con el brazo en torno a la cintura de una mujer y los
labios pegados a su mandíbula. Tiene la mirada clavada en el señor Black, pero la
desvía hacia mí justo cuando el smartwatch que llevo en la muñeca vibra para anunciar la llegada de nuevos invitados.
Me dirijo al vestíbulo.
En cuanto veo entrar por la puerta a la mujer esbelta y morena, caminando con elegancia
sobre sus zapatos negro limusina, sé que mi jefe la va a seducir. Llega cogida del
brazo de un atractivo caballero, pero eso es irrelevante; sucumbirá a sus encantos.
Todas sucumben.
La mujer se parece a la difunta señora Black: pelo negro, labios carmesí. Una belleza,
sí, pero en el fondo solo una pálida imitación de la mujer inmortalizada en el retrato
que atesora el señor Black. Todas lo son.
Los saludo a ambos con una inclinación de cabeza y me ofrezco a coger el chal que
lleva la mujer, pero me contengo al ver que es su atento acompañante quien la ayuda.
—Gracias —dice ella cuando su compañero me entrega el vaporoso chal.
Me ha hablado a mí, pero el señor Black ya ha cautivado su atención y lo está mirando
a él. Pese a haberse retirado deliberadamente a un rincón de la sala, es tan alto
que resulta imposible ignorar su presencia. Su energía es un fuego desatado que solo
consigue controlar gracias a una asombrosa fuerza de voluntad. Es un hombre que hace
gala de una austera economía de movimientos y, sin embargo, transmite una sensación
de frenesí. Me doy cuenta del esfuerzo que hace la recién llegada para apartar la
mirada de él y concentrarse en el ambiente festivo.
Rosana, la hermana del señor Black, asume la posición de mando junto a los ventanales.
Es alta, una belleza morena que esta noche luce un vestido de pedrería azul turquesa.
La reluciente melena de color caoba le cae sobre los hombros, en un sorprendente contraste
con el pelo rubio platino de la menuda y voluptuosa Eva Cross, que está a su lado
con un elegante vestido de seda en tono rubor. Eva y Rosana son las embajadoras de
esta nueva aventura empresarial; pese a ser muy distintas entre sí, las dos son habituales
de la prensa del corazón y las redes sociales.
Miro al señor Black, vigilando su reacción ante la recién llegada. Veo lo que ya esperaba:
una mirada de concentración. Aprieta la mandíbula mientras la observa atentamente.
Las señales son sutiles, pero capto su tremenda decepción y la consiguiente oleada
de reproches.
Durante un momento ha deseado que fuera ella. Lily. Una mujer cuya exquisita belleza
está inmortalizada en una única imagen que cuelga en sus aposentos privados, pero
cuyo profundo significado acecha en toda la casa y persigue a su propietario. Que
siga buscándola en cada mujer resulta desgarrador.
Lily ya no estaba en la vida del señor Black cuando él contrató mis servicios, así
que solo la conocí de forma póstuma. Aun así, el puesto que ocupo en esta casa me
permite enterarme de muchas cosas. Que era increíblemente encantadora es algo que
todo el mundo sabe; son muchos los que dicen que sigue siendo la mujer más hermosa
que han conocido en su vida. Aunque su nombre evoca la delicadeza y fragilidad de
los lirios, quienes la conocían la definen como independiente, lista y audaz. Se la
recuerda como una mujer generosa y alentadora, divertida y profundamente interesada
por los demás, una cualidad que, a mi entender, es mucho más positiva que el simple
hecho de ser interesante.
Durante algún tiempo solo tuve esas escasas impresiones y opiniones, hasta una noche
atormentada en que el señor Black, enloquecido y ebrio, ya no pudo contener el rabioso
dolor que lo devoraba por dentro. Solo entonces comprendí el extraordinario poder
que ella sigue ejerciendo sobre él: lo percibo cuando contemplo el inmenso retrato
de Lily que preside la pared de enfrente de su cama.
En esa habitación, la imagen de Lily es el único toque de color, pero eso no es lo
que hace que la fotografía resulte tan sorprendente: es la mirada decidida y febril
de sus ojos.
Fuera quien fuese Lily, su amor por Kane Black los consumió a ambos. Y, todavía hoy,
esa obsesión sigue siendo el elemento más peligroso en la vida del señor Black.
Observo como la nueva invitada se abre paso entre los presentes y se aleja de su acompañante
para acercarse al señor Black. Resplandece como el fuego con su vestido de color carmesí,
pero en realidad ella es la polilla y él la llama.
Una conocida revista declaró no hace mucho que el señor Black es uno de los hombres
más sexis del planeta. Aún no ha cumplido los treinta y tres años y ya es lo bastante
rico como para tener a su servicio a alguien como yo, un mayordomo de séptima generación
y ascendencia británica, con la formación necesaria para manejar cualquier situación,
desde la más mundana hasta la crisis más grave. El señor Black es distante e inescrutable
y, sin embargo, las mujeres se sienten atraídas por él y hacen caso omiso a su instinto
de supervivencia. Por mucho que ellas se esfuercen, sigue siendo inalcanzable. Es
un viudo que nunca ha dejado de estar total y absolutamente casado.
Su acompañante más habitual, la rubia esbelta que revolotea a su alrededor, resplandece
engalanada con perlas y marfil. Es su madre, aunque nadie podría sospechar la relación
que los une de no ser porque es de dominio público. La edad no es lo único que Aliyah
esconde bien. La única pista de su verdadera naturaleza es la manicura, esas uñas
largas, con moderna forma de almendra, que recuerdan a unas garras.
Cuando me alejo del armario de los abrigos, suena el estallido de una botella de champán
al descorcharla. Se oye el alegre tintineo de las copas de cristal y el murmullo de
las conversaciones. Sobre las baldosas de obsidiana del suelo, cuyo inmaculado reflejo
parece tan líquido que inevitablemente recuerda un mar nocturno en calma, taconean
los carísimos zapatos firmados por los más famosos diseñadores. La residencia del
señor Black es maximalismo en estado puro: madera oscura, piedra natural, piel y cuero
de la mejor calidad..., todo en los tonos más oscuros, para crear un espacio tan elegante
y masculino como su dueño.
Mi hija afirma que el señor Black ha sido bendecido con un atractivo asombroso y maldecido
con algo que, según ella, es aún más seductor: una fogosidad perturbadora e inquietante.
El hecho de que una vez amara de forma apasionada y siga hundido en ese dolor tan
íntimo ejerce una poderosa fascinación en los demás. Ese aire inalcanzable que desprende
es, dice ella, irresistible.
No es un truco. Dejando a un lado sus muchas aventuras sexuales, el señor Black está
comprometido en el sentido más profundo del término. El recuerdo de Lily lo vacía
por dentro. No es más que la sombra de un hombre y, sin embargo, yo he llegado a quererlo
como un padre quiere a un hijo.
Una mujer ríe en voz demasiado alta. Es evidente que ha bebido más de la cuenta. Y
no es la única que se ha excedido. A alguien se le cae torpemente una copa de entre
las manos y se hace añicos contra el suelo con el inconfundible sonido discordante
de las esquirlas de cristal.
2
Witte
—¿La ha acompañado a la salida, Witte?
Al día siguiente, temprano, el señor Black entra en la cocina vestido con un traje
de ejecutivo Savile Row y una corbata perfectamente anudada; ninguna de esas prendas
formaba parte de su vestuario antes de contratarme a mí. Yo lo introduje en las sutilezas
de la ropa masculina hecha a medida y él se convirtió en un alumno aventajado.
Por fuera apenas reconozco ya al tosco joven que me contrató hace seis años, poco
después de enviudar. Estaba tan atenazado por el dolor que mi primera tarea consistió
en ocuparme de todo el que se le acercara para hacerle consultas o darle el pésame.
Con el tiempo, transformó ese dolor en una férrea ambición. Eso —y su asombrosa inteligencia—
resucitaron la compañía farmacéutica que su padre había llevado a la ruina tras un
desfalco.
Y, contra todo pronóstico, triunfó. A lo grande.
Me vuelvo y dejo su desayuno en la isla con encimera de mármol negro, perfectamente
centrado entre los cubiertos de plata que ya he preparado. Huevos, beicon, fruta fresca...,
su desayuno básico.
—Sí, la señora Ferrari se ha marchado mientras usted estaba en la ducha.
Arquea una ceja oscura.
—¿Ferrari? ¿En serio?
No me sorprende que ni siquiera le preguntara su nombre, solo me entristece. La identidad
de esas mujeres no significa nada; solo le recuerdan a Lily.
Nunca lo he visto demostrar verdadero afecto por ninguna mujer, a excepción de su
hermana, Rosana. Es cortés con sus amantes, siempre. Atento durante la caza. Pero
las aventuras están restringidas a una sola noche. Nunca ha enviado flores a ninguna
amante, nunca se ha permitido coquetear con llamadas telefónicas ni tampoco ha invitado
o acompañado a ninguna chica a cenar. No tengo la menor idea de cómo trata a las mujeres
con las que establece una relación íntima. Es un vacío en lo que sé de él que tal
vez no consiga llenar nunca.
Coge la taza de café que le he dejado delante: es obvio que ya está repasando mentalmente
la agenda del día, que ya ha desterrado para siempre de sus pensamientos a la última
amante. Apenas duerme y trabaja mucho. Las profundas arrugas que luce a ambos lados
de la boca no son habituales en un hombre tan joven. Sí, lo he visto sonreír y a veces
incluso lo he oído reír, pero esa alegría nunca se refleja en su mirada. Sufre la
vida; no la vive.
Lo he animado en varias ocasiones a tomarse un tiempo para disfrutar de sus logros.
Me responde siempre que disfrutará de la vida cuando esté muerto. Volver a encontrarse
con Lily es su única aspiración verdadera. Todo lo demás es, simplemente, matar el
tiempo.
—Anoche hizo usted un gran trabajo con la fiesta, Witte —dice con aire ausente—.
Siempre hace un gran trabajo, pero, de todos modos, no pasa nada si le digo que estoy
muy contento con usted, ¿verdad?
—No. Gracias.
Lo dejo desayunando y leyendo la prensa, y me alejo por un largo pasillo cuyas paredes
están revestidas de espejos a la parte privada de esta residencia que no comparte
con nadie. La encantadora señora Ferrari ha pasado la noche en un dormitorio que está
en el otro extremo del ático: una suite de un blanco austero, aséptico, diseñada a
conciencia para que no se parezca en nada al resto de la casa. Es un espacio que a
Lily no le gustaría, como si esa fuera la mejor forma de impedir que su espectro sepa
lo que allí ocurre y lo presencie.
Poco después de contratarme, el señor Black compró el ático cuando la torre todavía
estaba en construcción. Supervisó hasta el mínimo detalle el diseño del interior aún
vacío: desde la distribución de paredes y puertas hasta la elección de los materiales.
Y, sin embargo, no puedo decir que este espacio refleje su estilo personal. Eligió
cada pieza de mobiliario y cada detalle sin perder de vista los gustos de su adorada
Lily. No quería empezar de cero ni librarse de su recuerdo; lo único que quería era
una residencia en la ciudad y se aseguró de que su difunta esposa no quedara excluida.
Todos los rincones de esta casa, y prácticamente todo lo que contiene, recuerdan a
Lily. Y, por eso, tengo la sensación de conocerla.
Elegante. Dramática. Sensual. Oscura, siempre oscura.
Me detengo en el umbral del dormitorio del señor Black y percibo aún en el aire la
humedad de la ducha que acaba de darse. Las suites, una para él y otra para ella,
ocupan un lado entero de la residencia e incluyen amplios vestidores, cuartos de baño
a juego con encimera de mármol, y una salita compartida.
Desde los pies de la ancha cama, la suite femenina ofrece vistas de Billionaires'
Row y el Hudson; a la derecha se ve el Lower Manhattan. Las puestas de sol llenan
de fuego la estancia de suntuoso diseño, lujosamente amueblada, y le dan un aire cálido
a la decoración oceánica que yo refresco con exuberantes ramos de flores cada pocos
días, tal y como dispone mi jefe. La habitación de Lily está siempre preparada, esperando
a una mujer que se marchó antes de hacerla suya. El monograma LRB está grabado o bordado
en casi cada objeto, como si la intención fuera asegurarle a Lily que este espacio
le pertenece solo a ella. Sus prendas llenan armarios y cajones. En su baño privado
tiene todo lo necesario.
Por lógica, el eco vacío de la ausencia debería empañar la belleza de esta suite.
Y, sin embargo, aquí se respira una energía extraña, una versión anterior de la vida
misma.
Lily sigue aquí, invisible pero presente.
En comparación, la suite principal parece austera. El señor Black duerme sobre una
fina plataforma elegida especialmente para reducir cualquier posible distracción que
lo aleje de la gigantesca imagen que preside la pared, justo enfrente del lugar en
el que él descansa la cabeza todas las noches. Los tiradores de los cajones están
decorados con flores de lis, también bordadas en sus sábanas. Nueva York se extiende
como un regalo a sus pies, al otro lado de los ventanales, pero él ha colocado la
cama de espaldas a las vistas y de frente a la imagen de Lily. Es un detalle representativo
de la forma en que vive su vida: indiferente al mundo, obsesionado por una mujer que
se marchó hace mucho.
El señor Black termina el día con ella. Su retrato es lo último que ve y lo primero
que encuentra al despertarse. A diferencia de la habitación de Lily, la de él es como
un mausoleo: un espacio frío, poblado por un inquietante silencio, carente de calidez.
De espaldas a las vistas del nordeste de Central Park, la mujer cuya perfección inmortal
capta toda la atención atrae mi mirada. Es una imagen íntima, sencilla. Una Lily a
tamaño real tendida en una cama deshecha; tiene el pecho cubierto por una sábana blanca
y los brazos esbeltos enredados en la larga melena negra. Los labios parecen hinchados
después de tantos besos, las mejillas ruborizadas, los ojos entrecerrados por el deseo
posesivo. En contraste con el blanco ceniza de la pared, parece una sirena que me
llama con su canto de belleza, obsesión y destrucción.
Me he sorprendido a mí mismo observándola más de una vez, cautivado por su rostro
perfecto y su poderosa sensualidad. Algunas mujeres atrapan a los hombres en sus telarañas
por el simple hecho de existir.
Era tan joven —poco más de veinte años— y, sin embargo, causó una profunda impresión
en todo el que llegó a conocerla. Y dejó a su esposo sumido en un tormento, destrozado
por las dudas, la culpa, las desgarradoras preguntas..., cuyas respuestas se llevó
ella a su tumba de agua.
3
Witte
Mientras me sumerjo en el tráfico con el Range Rover, el señor Black transmite breves
órdenes con su móvil. No son ni las ocho de la mañana, pero ya está absorto en la
gestión de los muchos aspectos de su creciente imperio.
Manhattan nos envuelve: es un hervidero de coches y personas que corren en todas direcciones.
En algunos sitios veo montañas de bolsas de basura apiladas en las aceras, esperando
a que alguien se las lleve. Al principio, cuando llegué a Nueva York, me parecía una
imagen chocante, pero ahora no es más que otro detalle del cuadro.
He aprendido a apreciar esta ciudad, tan distinta a los verdes valles de mi hogar.
No hay nada que no se pueda encontrar aquí. La energía, la diversidad y la complejidad
de sus habitantes no tienen parangón.
Desvío la mirada del tráfico a los transeúntes. Delante de nosotros, un camión de
reparto bloquea una calle de sentido único. En la acera de la izquierda, un hombre
barbudo lleva a un grupo de alegres perritos a dar su paseo matutino, sujetando con
destreza media docena de correas. En la acera de enfrente, una mamá con ropa de correr
empuja un carrito de bebé camino del parque. El sol brilla, pero los altísimos edificios
y las hojas de los árboles frondosos impiden el paso de la luz.
El atasco se alarga.
El señor Black sigue ocupándose de los asuntos de trabajo con una tranquilidad que
desprende seguridad en sí mismo. Su voz suena calmada y decidida. Los coches empiezan
a avanzar despacio y poco a poco van aumentando la velocidad. Nos dirigimos al centro.
Durante unos minutos tenemos la suerte de coger varios semáforos seguidos en verde,
pero entonces, justo antes de llegar a nuestro destino, la suerte nos abandona y un
semáforo en rojo me obliga a frenar.
Un río de transeúntes cruza la calle por delante de nosotros; la mayoría de ellos
caminan con la cabeza gacha o llevan auriculares que, supongo, les proporcionan un
respiro de la cacofonía de esta concurrida ciudad. Consulto la hora y me aseguro de
que vamos bien de tiempo.
De repente, un sonido desgarrador me hiela las venas. Es un lamento medio estrangulado
que apenas parece humano. Giro rápidamente la cabeza, alarmado, y echo un vistazo
al asiento trasero.
El señor Black sigue sentado, en silencio, con los ojos oscuros como el carbón y el
rostro exangüe. Lo veo deslizar la mirada por el paso de peatones como si siguiera
a alguien. Me vuelvo para mirar en esa dirección y busco.
Una joven morena y escultural se aleja a toda prisa de nosotros. Lleva una melena
corta y lisa, cuyas puntas le rozan la mandíbula esculpida. No es la exuberante melena
de Lily, no lo es en absoluto. Pero, cuando la joven gira para seguir caminando por
la acera, tengo la sensación de que el suyo es el rostro incomparable de Lily.
La puerta de atrás se abre bruscamente. El conductor del taxi que tenemos justo detrás
asoma la cabeza por la ventanilla abierta y empieza a lanzarnos exabruptos.
—¡Lily!
Que mi jefe haya llegado al punto de gritar el nombre de su esposa me sobresalta como
si fuera el disparo de una pistola. La sorpresa me deja sin aliento.
La mujer vuelve la mirada en nuestra dirección. Da un traspié. Se queda inmóvil.
El parecido es asombroso. Inquietante. Imposible de asimilar.
El señor Black baja de un salto justo cuando el semáforo se pone en verde. Su reacción
es instintiva, la mía está dominada por la confusión. Lo único que sé es que mi jefe
está fuera de sí y que yo estoy atrapado al volante de un Range Rover, rodeado por
esta locura que es el tráfico de Nueva York en hora punta.
El rostro de la joven, ya de por sí blanco como la porcelana, palidece aún más. Leo
los movimientos de sus voluptuosos labios rojos: «Kane».
La perpleja expresión de reconocimiento es íntima e inconfundible.
Lo mismo que el miedo.
El señor Black observa el tráfico un segundo y luego echa a correr entre los coches
en marcha, en una explosión de fortaleza física. El coro de bocinazos se vuelve ensordecedor.
La joven se sobresalta claramente por el ruido. Empieza a correr y se abre paso entre
la multitud de la acera; su vestido verde esmeralda es como un faro entre el gentío.
Mi jefe, un hombre que obtiene lo que quiere sin perseguirlo, corre tras ella. Un
coche negro que va demasiado rápido llega antes que él.
Durante un instante, Lily es un trazo verde en el despiadado gris de esta jungla urbana;
al siguiente, es un charco brillante en una sucia calle de Nueva York.
4
Amy
Le sonrió al camarero curvando despacio los labios.
—Tomaré otro manhattan.
—Ay, señor —se lamenta Suzanne en un tono de lo más teatral mientras se frota las
sienes. Sus rizos negros, tupidos y relucientes bailan al son del movimiento—. No
sé cómo lo haces. Si yo bebiera alcohol a estas horas, tendría que echarme una siesta.
Le lanzo una nostálgica mirada a su tenedor de cóctel y me imagino clavándoselo en
un ojo. En lugar de eso, me limito a atacarla con una frase.
—¿Qué tal va tu libro?
Hace una mueca y yo disimulo una sonrisa. No tardará en empezar a parlotear de creatividad
orgánica y de reponer el equilibrio, mientras yo me imagino su atractivo rostro con
un enorme agujero donde antes estaba el ojo y un vacío oscuro donde debería estar
el cerebro.
—Soy una gran admiradora tuya —la adula Erika Ferrari.
¿Es una puta broma? Con lo que tuve que currármelo para contactar con Erika e invitarla
a comer antes de que Kane se la llevara anoche de la fiesta para tirársela. Darme
cuenta de que Erika solo ha aceptado mi invitación para acercarse a Suzanne me saca
de quicio. ¡La muy zorra me ha utilizado!
Como si quisiera dejar aún más clara su postura, Erika se inclina hacia delante mientras
le hace la pelota a Suzanne.
Y, de golpe, la inquietud de Suzanne desaparece, sustituida por una sonrisa radiante.
Tiene unos labios muy bonitos: carnosos, oscuros por la parte exterior y de un tono
rosado en la parte interior, como si llevara un perfilador natural.
—¡Ay, gracias! Me alegra que te guste mi trabajo.
Paseo la mirada entre las mesas abarrotadas en busca de la barra con la esperanza
de ver al camarero preparando mi copa. Otro trago más y estaré contemplando el fondo
de un vaso vacío. Y no soporto ni un minuto más este numerito de admiración mutua
entre Erika y Suzanne sin beber alcohol. Menos mal que tengo un don para borrar de
mi memoria las idioteces. Con un poco de suerte, a la hora de cenar esta comida ya
habrá caído en el olvido.
«¿Sabes lo que necesitas, Amy? —me dijo una vez mi suegra con su habitual pero falsa
amabilidad—. Cultura. Búscate amigos que te eleven intelectualmente. Escritores, artistas,
músicos... Personas que te enseñen algo.»
Como si yo fuera tonta. Sí, ya, fui a un colegio público y estudié dos años en la
escuela preparatoria antes de licenciarme en Marketing en la universidad. Puede que
no supiera que el vaso de agua va a la derecha o que los tenedores se ponen a la izquierda,
pero eso no me convierte en una inútil.
Aliyah cree que no soy lo bastante buena para su querido Darius. Si supiera que me
he tirado a sus tres hijos...
Bueno, pues Suzanne —que en realidad se llama solo Susan— es mi pizca de sofisticación
literaria. Escribe infumables novelas románticas sobre millonarios que se follan todo
lo que se mueve y mujeres que consiguen reformarlos. Es la peineta perfecta para callarle
la boca a la zorra de mi suegra.
Por culpa de Aliyah —y de Kane— tengo que perder dos horas de mi vida con dos mujeres
a las que no aguanto. Erika y Suzanne están comentando en este momento las hazañas
sexuales de personas ficticias con la clase de entusiasmo que yo reservo a la realidad.
Es evidente que la señorita Ferrari está recordando los polvos que ha echado con Kane
e imaginando que es una escena sacada de un libro. Intenta que no se note que está
pendiente del teléfono, porque sin duda habrá dejado su número antes de que Witte
la acompañara a la puerta con ese aplomo suyo tan británico.
Tengo grabada en la memoria la forma en que se habrá desarrollado esa escena. La llamada
cortés a la puerta. La resplandeciente bandeja de plata pulida, con un elegante juego
de café y una única rosa blanca. El albornoz de seda blanca esperando en un cuarto
de baño equipado con todo lo que una mujer puede necesitar para disfrazar el inevitable
paseo de la vergüenza. Y al volver a la habitación, después de la ducha, Erika sin
duda habrá encontrado perfectamente dobladas sobre el banco de terciopelo blanco las
prendas que Kane le arrancó del cuerpo, y los zapatos, quitados con prisas la noche
anterior, alineados a los pies de una cama ya hecha con sábanas limpias.
Witte es la eficacia en persona.
Y Kane, siempre tan predecible. En cuanto Erika apareció, supe que se la cepillaría.
Se parece mucho a su difunta esposa y a mí. Erika no lo sabe, pero es el último sujeto
en el exhaustivo estudio que llamo cariñosamente «Mujeres jodidas por Kane Black,
en sentido literal y figurado».
Hasta el momento da la sensación de que el parecido físico es lo único que Kane exige
para tirarse a una mujer en todas las posturas posibles. Es un caso perdido. Suzanne
debería escribir un libro sobre él. De hecho, podría prestarle el título de mi estudio
para su próxima novela. Puedo ser generosa cuando no estoy sentada junto a una doble
radiante, de labios carnosos y ojos soñolientos.
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