Desde aquí, en línea recta hacia el sudoeste, podría llegar a mi casa avanzando bajo
tierra.
Eso le dije al tipo, asomados a su balcón, señalando por encima de los tejados en
dirección al río. Se lo dije como argumento comercial, claro, pero al decirlo me imaginé
que de verdad salía de aquel edificio por el sótano y cruzaba media ciudad bajo tierra:
no de lugar seguro en lugar seguro, que ya sabes que no son tantos todavía, sino deslizándome
por otros sótanos, garajes, túneles, alcantarillas, cuevas enladrilladas, pozos, arroyos
entubados, restos arqueológicos por descubrir y estaciones de metro; en perfecta línea
recta, atravesando sin esfuerzo muros, cimientos, cableado, tierra compactada y raíces
gruesas como quien bucea a ciegas, braceando a ratos y dejándome llevar por una corriente
subterránea y caliente, conteniendo la respiración hasta llegar a casa agotado. Agotado
y feliz, porque aquel era un pensamiento bonito, tal vez el recuerdo de un sueño.
Desde aquí, en línea recta hacia el sudoeste, podría llegar a mi casa avanzando bajo
tierra.
No sabía que ya hubiera tantos, me contestó el tipo, y en su voz levemente impresionada
noté que le faltaba un último empujoncito, así que aproveché la intimidad del momento,
los dos en el estrecho balcón, hombro con hombro, viendo la ciudad a la primera luz
del día.
No lo sabe porque no es un dato público, le dije, y le conté lo de siempre: que la
discreción es condición necesaria para que un lugar seguro sea de verdad seguro; que
esto no es como poner en la fachada la pegatina disuasoria de una central de alarmas,
sino todo lo contrario: nadie debe saberlo. Na-di-e, repetí con severidad; esa es
la primera recomendación quehacemos—me sale natural ese plural de gran compañía— a nuestros clientes: discreción, reserva
absoluta.
Será por eso que no conozco a nadie que tenga uno en su casa, dijo, pero no había
sorna sino convicción.
Lo mismo pensarán de usted, le susurré, a riesgo de pasarme en la puesta en escena:
lo mismo pensarán de usted, porque tampoco se lo va a contar a nadie, ¿verdad?, insistí
para asegurarme de que corriese a pregonarlo nada más despedirme.
Funcionó. Veinte minutos antes no quería ni oír hablar del tema, ni me dejaba entrar
en su piso, arrepentido de haberse interesado por la oferta; pero tras la escena del
balcón bajamos juntos al trastero.
Abrió la cancela, completamos el último tramo de escalera, y avanzamos por un pasillo
con suelo de cemento, puertas a ambos lados, tuberías suspendidas y cucarachas moribundas.
Fue llamando sonriente a las puertas de contrachapado, toc-toc, toc-toc, y dijo que
había pensado preguntarme si alguno de sus vecinos tenía ya uno instalado, pero que
saltaba a la vista que no, que allí no había más que trasteros. ¿Y qué te esperabas,
capullo, un portón acorazado y un neón que diga: atención, atención, aquí hay un lugar
seguro? No se lo dije así, claro. Le expliqué pacientemente que si contrataba uno
para su familia —importante mencionar a la familia repetidas veces—, se lo revestiríamos
exteriormente con una puerta barata como aquellas. Cuando sus vecinos bajasen al trastero
para deshacerse de la bici estática, no notarían nada.
Liberó un candadito, empujó la puerta hinchada por la humedad y prendió una bombilla
escasa. Cuatro de largo, metro y medio de ancho. Eché un vistazo a los bultos polvorientos.
Señalé la bicicleta estática arrumbada, bromeamos. Me agaché a mirar los estantes
bajos. Otro imbécil que leyó un artículo sobre cómo montar tu propia bodega y ahora
espera que el paso de los años haga milagros con sus vinos de supermercado. Acaricié
una botella, leí en voz alta la etiqueta y expresé admiración. Saqué el metro para
mostrarme activo, anoté medidas, observé con intensidad profesional las tuberías que
cruzaban el trastero sobre nuestras cabezas, di un par de taconazos en el suelo.
Perfecto, le dije. Perfecto, dos adultos y dos niños, sin problema. Y todavía le quedará
espacio para mantener su excelente bodega.
Para brindar por el fin del mundo, dijo el cachondo, disimulando lo poquito que le
faltaba para firmar.
Le mostré una infografía del modelo básico, señalándole cada elemento sobre el espacio
mugriento del trastero: litera de tres alturas, despensa, generador eléctrico, purificador
de aire. De reojo confirmé su expresión satisfecha. Lo estaba viendo, ahora sí. Tiré
de repertorio para terminar de convencerlo: le aseguré que le iba a contar algo en
confianza, me asomé al pasillo antes de hablar. Bajé la voz: en este edificio ya hay
uno. Y le lancé el hueso: si es capaz de acertar en qué trastero está, le hago un
diez por ciento de descuento.
El tipo sonrió y movió la colita, salió al pasillo y fue golpeando con los nudillos
cada puerta, pegando la oreja a la tabla, qué subnormal. Por supuesto no encontró
nada, pero le hice el descuento.
El día empezó bien, ya ves.
El día empezó bien y siguió mejor: dos de dos. La segunda visita, a tres calles de
allí, fue aún más fácil: un matrimonio anciano, más viejos que tú, asustadizos y desarmados
frente a técnicas comerciales, y que al principio tomé por viuda solitaria, pues me
abrió ella y me invitó a entrar a un salón atestado de fotografías familiares, la
tele encendida en el programa matinal de sucesos, y un nivel de limpieza y orden propios
de la viudez. Demasiado fácil, me dije, y no te lo creerás pero sentí un pellizco
de incomodidad. Mi esquelética conciencia, que a veces araña un poquito la puerta
para demostrar que sigue ahí. Entonces oí la voz del marido por el pasillo, y de verdad
que me alegré de que no fuese todo tan rápido e irresistible como convencer a una
anciana que vive sola y ve demasiada tele.
Falsa alarma. Nada más asomar el viejo por el salón le vi la mansedumbre en los ojos,
ya he aprendido a reconocerlos a primera vista. ¿Qué vamos a comer?, preguntó, con
ese tonillo infantil que reforzaba mi primera impresión, confirmada cuando al verme
soltó: ¿este quién es, eh, este quién es? Así que la cosa se ponía aún más favorable:
anciana sola, que ve demasiada tele, y con un niño de ochenta o noventa años a su
cargo. Si no estuvieran las cosas tan mal, de verdad que me habría largado, no sin
antes instruirla con algunos consejos para no morder anzuelos comerciales, y por supuesto
la recomendación de no dejar entrar nunca en casa a ningún vendedor.
Decidí que si aquella mujer quería comprar no sería mérito mío, así que no me esforcé
en presentarlenuestrosproductos, ni siquiera saqué el dosier de noticias recientes. No podrán llamarme asustaviejas.
Pero la mujer era pura demanda, y yo su oferta exacta, lo que ella necesitaba, o creía
necesitar. Así que me limité a seguirla por el pasillo, o más bien a seguirlos: ella
andando y él pegado a su espalda, entorpeciéndola, mientras repetía qué vamos a comer,
eh, qué vamos a comer.
Vivían en un bajo, y la mujer, tras conseguir dejar al marido frente al televisor
con una serie infantil, me condujo a un pequeño patio de luz al que tenía acceso desde
su cocina. Miró hacia arriba con desconfianza, a las siete u ocho plantas de tendederos,
y, solo cuando estuvo segura de que nadie nos veía, retiró unos cubos y dejó a la
vista una trampilla en el suelo, que me pidió que levantara, ella no podía agacharse.
Me entraron ganas de preguntarle para qué quería un lugar seguro en el que, llegado
el momento, no podría meterse, incapaz de levantar aquella pesada trampilla o bajar
los estrechos escalones, forcejeando nerviosa con su alterado niño viejo e inútil
que chillaría y daría manotazos y se negaría a entrar. Me asomé desde arriba, no necesitaba
bajar, todo el interior a la vista: un minúsculo cuadrado de cemento de apenas metro
y medio de lado, podrido de humedad y donde yo no podría ponerme de pie, ni tampoco
su marido, que era de mi estatura. Pero ya sabes cómo están las cosas para dejar pasar
un contrato fácil, así que le dije que sí, que el módulo más pequeño encajaría bien.
Total, dijo ella, para tener ese agujero ahí muerto de risa, mejor darle una utilidad.
Seguramente nunca ocurrirá, pero imaginé a los dos ancianos ahí encerrados, acuclillados
en un banquito, incapaces de volver al exterior mientras se les agotan los suministros,
ella calmándolo con su abrazo corto mientras él pregunta qué vamos a comer, eh, qué
vamos a comer.
La mujer se fue al dormitorio a buscar el dinero para el primer pago, que insistió
en hacerme en metálico, y me dejó a solas en el salón con su niño viejo. Me fijé en
que le asomaba un tatuaje por el cuello de la camisa, uno de esos tribales horteras
de hace años, impropio de su atuendo planchado y repeinado, e impropio de aquel salón
museo, pero, ay, todos tuvimos una juventud. Bonito tatuaje, le dije, y él me preguntó
otra vez que quién era yo, eh, quién era yo. ¿No sabes quién soy?, le susurré. ¿No
te acuerdas de mí?, tensé un poco más la cuerda, oía a la vieja trastear en el dormitorio.
Me acerqué hasta acorralarlo contra el aparador, tumbó una foto con el codo, a punto
de gritar o llorar o pegarme. Le miré a los ojos y vi temblar el miedo en su pupila,
pero me pasó lo de siempre: dudé si lo que veía era el probable miedo de hombre perdido
e indefenso, o el más improbable miedo a ser descubierto. Ya te lo conté, aunque no
te acuerdes: en cada viejo demente sospecho el fingimiento, la voluntad tramposa de
quitarse de en medio, dejar de ser y entregarse a una vida mueble, sin más propósito
que ser alimentado y peinado y tomado de la mano y perdonado y hablado con dulzura.
Te juro que no hay día en que no te mire a los ojos y lo piense.
El tercero de la mañana ya se torció, y fue por tu culpa. Sí, por tu culpa, aunque
a esa hora estuvieras todavía durmiendo. La visita había empezado bien, el tipo vivía
en un adosado y las primeras señales apuntaban a una venta fácil: pegatina de central
de alarmas en la fachada, barrotes en el piso superior y una cámara de videovigilancia
falsa, una mala imitación, sobre la puerta principal. Esto va a ser rápido, me dije
al tocar el timbre. La casa era más bien pequeña pero con una habitación en el sótano
que usaban de gimnasio y antiguo cuarto de juegos de los niños ya crecidos. El hombre,
de mi edad, insistía en culpar de aquellaocurrenciaa su esposa, que no estaba presente para confirmar o desmentir la acusación. Su esposa
era muy miedosa, su esposa siempre se encaprichaba de tonterías, su esposa era muy
influenciable por las modas y los telediarios, su esposa era un poco envidiosa de
unos primos que vivían en una urbanización y ya tenían uno, su esposa era muy cabezota
y cuando se le metía una idea no había quien se la sacara, su esposa era muy pesimista
respecto al devenir del mundo, su esposa veía demasiadas películas, su esposa nunca
bajaba a esa habitación porque le daba asco y miedo desde que tuvieron una infestación
de cucarachas de esas africanas, así que a ella no le importaba perder ese espacio,
que en cualquier caso no lo perderían, simplemente le añadirían otro uso, él pensaba
seguir utilizándolo de gimnasio, ya que su esposa no hacía deporte y además se burlaba
de él por insistir en mantenerse en forma. Acabé por dudar no ya de que la decisión
fuese en verdad de la esposa, sino de su propia existencia: pensé en un hombre abandonado
que se empeña en negar la realidad, y hasta se me pasó por la cabeza la idea de que
la mujer estuviese emparedada en aquel sótano.
Le dejé una carpeta con toda la información y quedó en llamarme cuando concretara
con su esposa qué modelo y equipamiento instalarían, porque por supuesto él no iba
a decidir sin ella, pues a todo lo anterior había que añadir que su esposa era muy
intransigente y había impuesto su gusto hasta en la última cortina de la casa. Qué
ganas de salir de allí y perder de vista a aquel mal actor de comedia matrimonial.
Pero entonces el tipo abrió la carpeta y se fijó en mi tarjeta, enganchada a la solapa
con un clip. ¿Segismundo García?, preguntó señalándola, omitiendo el segundo apellido,
lo que ya me puso en guardia. Respondí afirmativamente pero, en cuanto vi que el tipo
pasaba a un tuteo hostil: ¿eres familia de Segismundo García, el de...?, no le di
tiempo a terminar la pregunta: no, yo soy el único Segismundo en la familia. El tipo
me miró a los ojos, tamborileando en la carpeta, en la tarjeta con mi nombre. Bajé
la cabeza para evitar que se me fuese la mirada a su boca, no quería mirarle los dientes
para no delatarme.
Me despidió con frialdad, le dije que esperaría su llamada y me cerró con un portazo
que no dejaba lugar a mucha duda. Te diré lo que hizo nada más perderme de vista:
buscó en Google, tecleó tu nombre, mi nombre, encontró sin mucho navegar esa foto
tuya de hace diez años, inaugurando una clínica, en la que estamos mamá y yo a tu
lado, y aunque el paso de los años podría hacerle dudar al identificarme, bastó la
búsqueda, la sola duda removiendo el recuerdo, para hincharle una vena de mala hostia
que horas después volcaría contra su mujer por laocurrencia. En el mejor de los casos no me llamará más, su esposa y él coincidirán en que de
ninguna manera van a contratar nada con un familiar de aquel hijo de la gran puta,
y buscarán otra empresa aunque les salga más caro.
Tengo que cambiar las tarjetas. Reducirme a S., o usar el Ortega de mamá y dejar el
tuyo en una G., o ni eso, borrado. Segismundo García: ya nos vale, viejo. España se
ha tragado muchos millones de Garcías, sin importarle que tuviesen nombres raros como
Segismundo con los que sus padres habían pensado singularizarlos. Segismundo García,
qué ridículos somos. Debería cambiar las tarjetas. O cambiarme el nombre, no sé qué
me da más pereza.
Que el día no iba a ser todo lo bueno que a primera hora prometía me lo confirmó la
llamada del banco, nada más salir del adosado, todavía molesto por lo sucedido y acordándome
y cagándome en ti. Me llamó Roberto, ya te hablé de él.
Buenos días, Segismundo, tengo una noticia buena y otra mala, me dijo el gracioso.
La mala era malísima: me denegaban la financiación. Y labuenaera una tirita que seguramente había improvisado mientras marcaba mi número: me podía
ofrecer un préstamo personal, las condiciones eran inmejorables, no me pedirían aval,
solo tenía que firmar un seguro de impago que no era muy cuantioso y domiciliar mis...
¿Por qué me denegáis la financiación?, le interrumpí.
Lo he intentado todo, me dijo, no sabes cómo he peleado tu petición, pero los de arriba
no lo ven.
¿Qué es lo que no ven?
No lo sé, yo solo soy el mensajero. Supongo que han estudiado tu plan de negocio y
tienen dudas con las previsiones de...
¿Es por mi padre?
Silencio al otro lado de la línea.
¿Es por mi padre?
De verdad que lo pensé. Que otra vez nos mezclaban, otra vez éramos Segismundo García
y Segismundo García. Que toda la herencia que me ibas a dejar era una lista negra
bancaria y un nombre maldito, aparte de la predisposición genética a la demencia senil.
Incluso pensé que tal vez me habían visto, por la cámara de seguridad de la sucursal,
sacando dinero con tu tarjeta, de madrugada cada primero de mes, para que no te vuelvan
a embargar la parte supuestamente inembargable de tu pensión.
¿Es por mi padre?
No, no es por tu padre, dijo con un suspiro, y siguió hablando en voz baja, lo imaginé
cubriendo el auricular con la mano: es cierto que tampoco ayuda mucho a tu... perfil
financiero. Pero no creo que sea ese el motivo. Simplemente es que se trata de un
negocio novedoso, lo cual es muy bueno pero también implica más riesgo, y ya sabes
eso de que no hay nada más miedoso que un millón de euros. Eso deberías hacer, refugios
para el dinero, rio el cretino.
En ese momento me entró una llamada en espera y vi que era Yuliana. Debo agradecerle
a la dulce muchacha que con su llamada me frenase un segundo, ya que evité así gritarle
al del banco. Respiré hondo antes de retomar:
Mira, Roberto, veámonos esta mañana. Desde que os presenté la documentación han pasado
muchas cosas, cosas muy buenas.
Cosas muy buenas, repitió, y oí de fondo el tecleo en su ordenador.
Sí, no he parado de moverme, tengo prácticamente cerrado el acuerdo con un proveedor
norteamericano, y lo mejor: tengo ya un centenar de clientes firmados.
Un centenar.
¡Un centenar en solo tres semanas! Firmados y con el primer pago abonado. Eso lo cambia
todo, ya no es un proyecto sino una realidad, una empresa que nada más arrancar ya
tiene cien clientes, podría hacer el primer pedido mañana mismo, pero el proveedor
me exige una garantía de pago antes de empezar a servirme, necesito esa línea de crédito
y la necesito ya, tengo cien clientes esperando a que empiece el montaje, y tampoco
puedo contratar instaladores mientras no me desbloqueéis. Puedo adjuntaros todos esos
contratos en el expediente, para que los tengáis en cuenta. ¡Cien clientes! Es un
negocio con mucho potencial, recibo llamadas y correos todos los días, voy a empezar
a buscar comerciales en otras ciudades, y eso que apenas nos hemos publicitado...
Me encantaría ayudarte, Segismundo, pero yo no soy el que firma.
Pues déjame hablar con tu jefe.
No creo que...
Esto no se resuelve por teléfono. Me paso por la oficina en una hora y lo hablamos
con calma.
Tengo una mañana complicada.
Diez minutos. Dame solo eso.
Iba a decir diez putos minutos, pero cada vez llevo mejor el autocontrol.
En una hora estoy ahí, Roberto, gracias.
Le colgué para no darle tiempo a objetar nada más, y devolví la llamada a Yuliana
para ocupar la línea.
Estabas muy nervioso, eso me dijo la dulce Yuliana como saludo: su papá está muy nervioso,
lleva desde las cuatro de la madrugada; me desperté al oír sus puñetazos contra la
puerta. Le ofrecí agua y un poco de bizcocho, y le metí una pastilla. Estuvo más de
veinte minutos dándole golpes a la puerta y gritando que tenía que salir: tengo que
salir, tengo que salir. Me empujó y me ha mordido en la mano.
¿Y por qué no lo dejaste salir?, le pregunté a la alterada Yuliana, que parece no
recordar las instrucciones.
Era de noche todavía, dijo la buena de Yuliana, y me contó que consiguió llevarte
al salón y sentarte en tu sillón. Te puso la tele, programas de venta nocturna que
junto a la pastilla acabaron por vencerte. Pero ahora te habías despertado y ya estabas
en la puerta forcejeando con la cerradura, se quejó Yuliana con voz agotada.
Déjale salir, le ordené. Déjale salir y ya sabes: acompáñale, pero que vaya a donde
él quiera. Cuidado en los semáforos y demás, pero déjale ir. Y mantenme informado.
Si le abro ahora la puerta va a salir como un toro al que levantan la valla del corral.
Puede caerse por la escalera.
Déjale salir, insistí.
Y eso hizo Yuliana, me lo contó más tarde: liberó la cerradura, abrió la puerta y
saliste atropelladamente, bajaste la escalera a saltos, con ella sujetándote del brazo,
y al pisar la calle no dudaste hacia dónde ir: tomaste la acera hacia la derecha,
cruzaste la calle, alcanzaste la esquina y giraste hacia la avenida, a paso ligero,
chocándote con los transeúntes, Yuliana en tu estela y con dificultades para retenerte
en cada cruce.
Mientras tanto yo veía en mi móvil tu recorrido, el punto intermitente moviéndose
por el mapa, y pensé que hoy sí, que hoy era por fin el día.
Un centenar de clientes. ¿Cuántos negocios conoces tú que, sin publicidad, sin todavía
una oficina propia, sin más personal que dos comerciales novatos, consigan cien clientes
en tres semanas? ¿Cuánto tardaste tú en tener tus primeros cien putos clientes?
Y todavía me daba tiempo de añadir algunos más de camino al banco, porque en efecto
tenía varias visitas concertadas sin desviarme demasiado.
El primero no era en principio fácil, pero acabó abriendo nuevas posibilidades que
ni se me habían ocurrido, ya sabes el papel que juegan el azar y la intuición en toda
empresa. Era un matrimonio joven con un niño pequeño, en un edificio de nueva construcción
y calidades más bien pobres, que tenía los trasteros en la azotea, mal emplazamiento
para un lugar seguro. Pero también tenía garaje, y allí me llevó el marido. Me contó
que habían comprado dos plazas de aparcamiento, pensaban alquilar una de ellas pero
se les había ocurrido darle un mejor destino. Me enseñaron un hueco entre columnas,
en medio de la planta, ni siquiera tenía una pared, abierto por los cuatro costados
y rodeado de coches.
¿Cómo lo ve?, me preguntó el hombre. Yo hice el paripé habitual, recorrí el espacio,
conté pasos, golpeé con la mano abierta una columna, observé con atención el techo
cruzado de cables y tuberías.
Puede ser, le dije. Ahí no podía hablar de la discreción como condición necesaria,
iba a ser muy evidente para el resto de los vecinos, por mucho que lo disimulásemos
rodeando las paredes del módulo con un segundo muro de ladrillos desnudos que parecieran
cerrar un improvisado trastero.
Al mirar alrededor me pareció que aquel garaje era desproporcionado para el tamaño
del edificio. El tipo me confirmó que la mayoría de los vecinos tenían dos, algunos
incluso tres plazas. La promotora planeó un segundo bloque que no llegó a levantar,
así que le sobró medio garaje y ofertó las plazas sobrantes a buen precio. ¿Y qué
harían el resto de las familias, jóvenes familias con hijos pequeños, cuando viesen
lo que uno de sus vecinos había instalado en su plaza sobrante? ¿Iban ellos a mantenerlas
vacías, ocupadas por bicicletas y trastos de camping, o alquiladas a precio ridículo
en un barrio donde todos los edificios ya tienen garaje, pudiendo contar con su propio
lugar seguro? Pudiendo además disfrutar de un lugar seguro a buen precio, muy buen
precio, pues si hacían una compra comunitaria yo les ofrecería una rebaja importante.
¿Por qué no lo planteaba él mismo en la próxima reunión de vecinos? ¿No sabía que
ya hay promociones nuevas de vivienda, obviamente más caras que la suya, que además
de garaje, piscina o videovigilancia incluyen lugares seguros para todos sus habitantes?
¿No se daba cuenta de cómo ese equipamiento extra revalorizaría sus viviendas? ¿Y
cuántos vivían en el bloque? ¿Medio centenar? ¿Medio centenar de familias jóvenes
con hijos? ¿Era posible que sumase medio centenar de nuevos clientes en un solo movimiento?
¿Cuándo tenían la próxima reunión de vecinos? ¿Podían convocar una extraordinaria,
ya que el tema era lo suficientemente importante? ¿Les parecería bien que yo estuviera
presente en la misma para exponer mi oferta y resolver sus dudas? ¿Podía yo presentarme
en el banco esta misma mañana con cien contratos firmados y otro medio centenar apalabrado?
¿No era todo aquello una estupenda señal? ¿No se enderezaba de nuevo el día?
Y aún me dio tiempo de otra visita antes de llegar al banco. A primera vista parecía
favorable: una pareja de treinta y muchos o ya cuarenta años, embarazada ella, lo
que daba puntos extra, y además presentaban un perfil claramente nostálgico: tenían
el minúsculo apartamento empapelado con pósteres de películas de hace treinta años
o más, adornaban los estantes del salón con viejas cámaras de fotos y una anacrónica
máquina de escribir. Hasta un tocadiscos vi en el saloncito. Conozco bien a ese tipo
de gente: ávida por recuperar no sé qué pasado mítico, vivir como sus padres o abuelos,
trabajos para toda la vida, hipotecas de pocos años y vacaciones pagadas. Un lugar
seguro en el sótano es un buen sustituto cuando sabes que todo aquello ya no volverá.
Nostálgicos pero no botijeros, que yo antes los confundía hasta que entendí que son
lo contrario: no verás un botijero que exhiba nostalgia indumentaria, decorativa o
cultural; aborrecen de ella por reaccionaria. Pero esta parejita feliz era nostálgica,
no botijera; la suya era una añoranza más estética que política, consumidores compulsivos
de cualquier producto que alivie un malestar que no saben ni nombrar.
Para mi sorpresa, el convencido era él, mientras que la embarazada, a la que erróneamente
supuse más proclive a comprar cualquier elemento de seguridad para su venidero hijo,
lo mismo protectores de goma para las esquinas de los muebles que un lugar seguro
en el sótano, se mostró muy reticente. Al parecer tenían pendiente una conversación
entre ellos, y decidieron tenerla en mi presencia. Ninguna sorpresa, Mónica y yo hacíamos
lo mismo, y recuerdo tus broncas con mamá delante de cualquier camarero.
Le estaba diciendo a mi mujer que aunque transformemos el trastero podremos seguir
utilizándolo para guardar cosas, comentó el tipo buscando mi complicidad para evitar
otra derrota conyugal.
Por supuesto, dije. El equipamiento básico no ocupa apenas espacio, podrán seguir
aprovechándolo, con la única diferencia de que ahora tendrán un trastero blindado
de donde nadie podrá robarles la bici estática.
Esta vez no hizo gracia la broma de la bici estática. La embarazada parecía irritada,
debían de estar en plena discusión cuando llegué. Seguramente su marido había pedido
información y aceptado mi visita sin decírselo a ella hasta solo minutos antes de
mi aparición.
No lo necesitamos, gruñó ella.
Eso nunca se sabe, dijimos los dos hombres a la vez. Continué yo: eso nunca se sabe,
y piense en cuántas cosas poseen que realmente no necesitan, que nunca van a usar,
pero que les dan seguridad. Me contuve de señalar toda la morralla nostálgica que
atestaba el pisito.
¿Sabes lo que pienso?, me dijo, tuteándome con desprecio, descargándome una rabia
que en realidad era para su marido y que supuse prolongación de otras discusiones
ajenas a mí. ¿Sabes lo que pienso? Que somos unos paletos, eso somos. Siempre imitando
a los americanos, también en esto: ahora les ha dado por los búnkeres, y detrás vamos
los provincianos. Y lo mismo con los ricos, que somos doblemente paletos: el tenista
este o la pija aquella cuentan que se han montado bajo el suelo de su casita un búnker
ocho veces más grande que nuestro piso, y hasta se hacen fotos enseñando los detallitos
de equipamiento, y detrás vamos nosotros a forrar las paredes del trasterito para
tener un sucedáneo que nunca será igual, que seguramente ni siquiera nos protegería.
Pero además, ¿para qué coño necesitamos un refugio? Dime, ¿para protegernos de qué?
¿Qué puede pasar?
¿Qué puede pasar? La pregunta. Qué puede pasar. La pregunta para la que yo por supuesto
tengo respuesta. La pregunta para la que llevo encima un dosier engordado con noticias
de los últimos años y meses, de la semana pasada, de hoy mismo, y datos oficiales,
predicciones a corto y medio plazo, extractos de entrevistas con expertos que anticipan
escenarios futuros, el último informe del IPCC, casos reales de familias que —en Estados
Unidos, sí— salvaron una situación comprometida gracias a tener un lugar seguro. Qué
puede pasar. La pregunta para la que tengo un argumentario de varios folios memorizado
y ensayado, un listado de preguntas frecuentes y las respuestas más apropiadas según
el perfil de cliente, un guion minucioso para atender dudas y desactivar negativas.
Qué puede pasar. La pregunta que les hago una y otra vez a mis comerciales hasta que
consiguen responderla con naturalidad y persuasión. La pregunta cuya respuesta desarrollé
en la solicitud de financiación que presenté al banco. La pregunta que ahora me hacía
una embarazada acariciándose desafiante la barriga, qué puede pasar, dime, qué puede
pasar. La pregunta que nadie, absolutamente nadie me ha hecho en tres semanas de llamadas
y visitas. Nadie, ni quienes acabaron contratando un lugar seguro, ni tampoco quienes
lo descartaron; todos consideraron innecesaria la pregunta por obvia. Pero ahora me
la hacía esa mujer mirándome a los ojos con la boca apretada, y su marido al lado
mirándome también y en su caso esperando mi respuesta rotunda que desarme a su mujer
no ya para conseguir un lugar seguro, sino al menos imponerse en otro pulso de pareja.
Pero todo lo que podía decirle me sonaba retórico, grandilocuente, frases hechas,
palabras mayúsculas que caerían desplumadas a los pies de esa mujer embarazada que
pronto traería al mundo un hijo para el que no consideraba necesario un lugar seguro,
y a la que yo nunca podría convencer ni aunque estuviesen ardiendo todos los coches
de su calle en ese momento. Qué puede pasar.
Llamé a Yuliana antes de entrar en el banco, después de comprobar en la pantalla lo
lejos que habías llegado ya. Caminabas a gran velocidad, me lo confirmó la chica al
teléfono, voz entrecortada:
Me cuesta seguirlo, nunca lo había visto así. De dónde ha sacado esa fuerza para marchar
tan deprisa y resistirse de esta manera cada vez que lo sujeto para que no lo atropellen.
Y su mirada...
¿Qué pasa con su mirada?, pregunté expectante, no sabía si ilusionarme.
Es como si no fuera él, como si estuviera poseído, solo mira al frente y camina, me
pongo delante y ni me ve.
No te separes de él.
Tengo miedo de que se me escape.
Tú eres más fuerte que él, Yuliana, no será para tanto. Sigue a su lado y ten mucho
cuidado en los cruces, dije, como si me importara que un autobús te dejase reventado
en el asfalto cual perro perdido. O sí, hoy sí me importaba; mira que si es el día
y te atropellan antes de llegar...
Comprobé en el localizador que desde que saliste del piso te habías desplazado en
una línea recta casi perfecta, apenas corregida por alguna esquina, cambio de calle
u obstáculo en el camino. Vi el trazado azul que tu punto intermitente había ido dibujando
en el mapa, casi tres kilómetros en línea recta dirección este, y volví a mi pensamiento
de primera hora: te imaginé avanzando esos kilómetros bajo tierra tú también, aunque
no braceando ni llevado por la corriente, sino en tu caso escarbando como un topo
feroz, abriendo con las manos, las uñas, los dientes, una galería urgente hasta encontrar
la madriguera abandonada, el escondite olvidado, el tesoro enterrado.
Que no se te escape, le insistí a la dulce Yuliana, la pobre Yuliana, que lleva más
de un año aguantándote y levantándote y acostándote y lavándote y vistiéndote y atándote
los cordones y alimentándote y cogiéndote la mano y abrazándote cuando lloras, y tal
vez dedicándote otras muestras de afecto que no he visto, y recibiendo a cambio tus
gruñidos, tus insultos impronunciables, tus empujones y arañazos y mordiscos, tus
embestidas cada vez que te despiertas diciendo que tienes que salir y forcejeas con
la puerta y ella te abre siguiendo mis instrucciones y te sigue y te detiene en los
cruces y te escolta durante minutos y kilómetros de avance desquiciado hasta que de
pronto, al dar un paso más, se te agota la energía o se apaga el imán que te arrastraba
o se esfuma en tu cerebro agujereado el pequeño destello de memoria que te había hecho
cruzar media ciudad. Y te quedas parado en medio de la calle, averiado y confuso.
Incapaz de continuar, te dejas meter en un taxi y regresas a la mansedumbre durante
semanas, acaso meses, como si estuvieras ahorrando fuerzas hasta el día en que vuelva
a encenderse no sabemos qué chispazo en tus neuronas, y retomes esa carrera que puede
ser búsqueda o huida.
Pero la salida de hoy parecía diferente, o tal vez eran mis ganas, mi necesidad.
Estaba en la puerta del banco, y nada más colgar a Yuliana me entró otra llamada:
Mónica. Qué contraste, sustituir la voz amorosa de Yuliana por la aridez de Mónica,
que no me llama nunca, que llevaba más de un mes sin dirigirme ni una palabra escrita
o hablada. Que solo me llama cuando Segis se mete en otro lío. Y así era:
Tienes que ir al colegio, ahora mismo.
Buenos días, Mónica.
Han llamado de dirección, allí te lo explicarán, yo estoy en una reunión.
Iba a decirle que estaba a punto de entrar en el banco, que mi cita era tan importante
como su reunión, que además no me creía que estuviese en ninguna reunión justo cuando
la llamaban del colegio por algún problema de Segis, pero ya había colgado y puesto
en silencio el teléfono, o al menos no me lo cogió, para reforzar su mentira y evitar
cualquier negociación por mi parte.
Con ese ánimo entré en el banco, imagínate. No eran ni las once de la mañana y al
día no le cabían más emociones. O sí, espera.
Fui directo a la mesa de Roberto, que me recibió con esa sonrisa comercial que en
los demás me resulta repugnante porque me hacen de espejo. Le pedí que me dejase ver
a quien estuviera por encima de él, había traído nueva documentación para aportar
a mi expediente.
Por supuesto su jefe no estaba, no se le esperaba en todo el día, pero podía dejarle
los papeles, se los daría en cuanto llegase, podía confiar en él, iba a pelear por
mi financiación, estábamos en el mismo equipo.
Por favor, Roberto, me juego mucho, necesito esa línea de crédito y la necesito ya.
No quería parecer desesperado, es la peor manera de pedir algo en un banco, pero yo
estaba desesperado, muy desesperado, y seguramente me conformaba con un desahogo a
falta de crédito, así que me desplomé en la silla frente a él y aflojé las riendas:
no podéis hacerme esto, tú sabes igual que yo que es un buen negocio, no puede salir
mal, no hay riesgo, se venden solos, mira, traigo cien firmados y otros cincuenta
en el bolsillo, y esas ciento cincuenta familias tienen amigos y vecinos que enseguida
querrán uno también, y lo contarán a otros y pronto será un fenómeno social y saldremos
en las noticias y no necesitaremos ni gastar en publicidad, quién querrá quedarse
sin su lugar seguro, son millones, atiende, decenas de millones las familias dispuestas
a pagar poco, nada, lo que cuesta una quincena en la playa o arreglarte los dientes,
pagar ese dinero ridículo a cambio de seguridad, seguridad total, seguridad absoluta
y, no menos importante, tener ellos también lo que hasta ahora ha sido una marca de
clase, un lujo al alcance de una minoría, como en otra época era un lujo volar en
avión, tener ordenador, viajar al extranjero o enseñar una bonita dentadura —dos veces
dije lo de los dientes, error—. Escúchame bien, Roberto, es la primera buena idea
que tengo en mi vida, es una gran idea, es tan magnífica que no parece mía, y te diré
algo: si no lo hago yo, lo harán otros, porque la demanda existe y es enorme y no
va a dejar de crecer, porque está en el espíritu de los tiempos, todo empuja a favor,
mira las noticias de hoy mismo, de cualquier día, dime qué películas y series has
visto en el último año, todo empuja a favor, es un producto que cuenta con la mayor
campaña publicitaria que se haya visto en la historia y sin gastar un céntimo, y eso
es lo que acabará pasando, lo estoy viendo: me saltarán otros por encima, por encima
de mi cadáver, otros que siempre parasitan ideas ajenas, otros con más solvencia y
más músculo empresarial, otros a los que sí recibirá tu jefe, o el jefe de tu jefe,
el gran jefe, y a los que daréis una línea de crédito sin límite. Escúchame, Roberto,
mírame por favor mientras te hablo, no quiero pagar el precio del pionero, no quiero
estrellarme dejando el terreno despejado para que lleguen otros y recojan lo que ahora
voy sembrando, y ya ves que estaba hablando de más, debía frenar ese desahogo en arcadas,
estaba a punto de decir alguna inconveniencia, decir que yo solito me he metido en
un callejón porque sin crédito no hay entrega de material, y sin material no hay lugares
seguros pero tampoco puedo devolver el dinero adelantado por los primeros clientes
porque fui demasiado optimista, confié en que llegaría la financiación y no reservé
ese capital, lo empleé en cubrir deudas anteriores, y ya hay algunos clientes llamándome
para preguntar qué hay de lo suyo, dónde está lo prometido, por qué siguen teniendo
trasteros cochambrosos en vez de flamantes lugares seguros, y de seguir por ese camino
acabaría desatando del todo la lengua y la desesperación y hasta le habría dicho a
Roberto, al impasible Roberto, al inhumano Roberto que me miraba sin verme, le habría
dicho que necesitaba esa financiación porque no quiero fracasar otra vez, no quiero
fracasar como mi padre, pero alto ahí.
Eché el freno a tiempo. No por prudencia ni pudor, sino porque de pronto me fijé en
un detalle. Atención. Un detalle en Roberto. Un detalle en su muñeca, en el brazo
izquierdo, asomando bajo la camisa. Una pulserita de colores, trenzada.Esapulserita de colores. Inconfundible, se la he visto a muchos de ellos, no sé qué mierda
significan los colores pero la llevan. Venga ya. ¿Un botijero que trabaja en un banco?
¿Un botijero con buen sueldo, buen traje y seguramente una buena casa? Sí, un puto
botijero en un banco. Un botijero que trabaja en un banco y que filtra las solicitudes
de financiación. Un botijero que tuvo que valorar mi plan de negocio y que era responsable
de pasar a sus superiores un informe o condenarlo a un cajón. ¿Lo entiendes? El problema
no era mi plan de negocio. Tampoco mi solvencia. Ni siquiera eras tú. El problema
era él: un botijero. ¡En un banco!
No llegaste a conocerlos, porque cuando se volvieron visibles tú seguías en la cárcel,
y seguramente ya se te había fundido el cerebro lo suficiente para no retener las
noticias que veías en el televisor de la sala común junto al resto de los presos.
Tampoco te hablé yo de ellos las veces que fui a visitarte: poca conversación teníamos,
yo te enseñaba alguna foto de tu nieto, tú contestabas con monosílabos a mis escasas
preguntas, y quedábamos en silencio, nos sobraban minutos de visita, yo ya veía esa
mansedumbre al otro lado del cristal pero todavía pensaba que era mero abatimiento
carcelario, orgullo pisoteado, tigre herido, desesperanza, sin sospechar que ya estabas
sufriendo una cárcel dentro de la cárcel, un doble castigo.
Empezaron por aquel tiempo. Tú no te enterabas desde tu celda, y tampoco yo tenía
humor ni ánimo para interesarme. Mónica sí, sentía curiosidad, incluso fascinación.
Por supuesto ella no los llamababotijeros, y me censuraba que yo los llamase así y me burlara cuando ella decía que nosotros
también podíamos irnos, cambiar de vida, unirnos a alguna comunidad. Yo la ignoraba
o me mostraba sarcástico dependiendo del día, cuando quizás ella me estaba proponiendo,
a la desesperada, un futuro no para el planeta sino para nosotros como pareja. Pero
nuestro matrimonio no atravesaba una fase muy conversadora con toda la mierda que
nos había caído encima, y no es que vaya a culparte también de mi separación, o sí,
qué importa ya.
El caso es que cuando saliste de prisión, los botijeros, oecomunales, como les gusta llamarse, habían cogido fuerza y dejado de ser una pavada de cuatro
jipis. Pero tú ya habías desconectado de la realidad y, aunque pasabas muchas horas
sentado frente al televisor, no creo que te enterases de gran cosa. Yo te echaba de
menos en esos momentos, no a ti sino a tu temible mala leche: me habría divertido
oírte despotricar contra ellos cuando veíamos un reportaje de sus primeras comunidades
y aparecían todos esos payasos disfrazados de campesinos del Decathlon y relataban
con emoción su alabanza de aldea. ¡Holgazanes!, le habrías gritado al televisor si
hubieras seguido al mando de tu cerebro; ¡holgazanes, en la vida han dado un palo
al agua!, ¡les iba a enseñar yo lo que es trabajar!, ¡un zacho y a abrir zanjas, verás
cómo se les quitan todas esas tonterías!, y nos habrías vuelto a contar tu apasionante
vida laboral: niño que no puede seguir estudiando por tener que ayudar a la economía
familiar, joven que monta su primer negocio antes de los dieciocho, un coche nuevo
cada año por reventarlos a base de tragar carretera, hombre hecho a sí mismo que no
sabe lo que es un domingo y la cultura del esfuerzo y blablablá.
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