1
La invitación
Las flores resplandecían. Aunque Angela llevaba gafas de sol oscuras, aquellos brotes
la deslumbraban; y aun así no podía dejar de mirar. A la vez que iba estrechando una
mano tras otra, se dejaba abrazar y aceptaba el pésame de todos y cada uno de los
presentes, igual que soportaba el ambiente extraordinariamente primaveral de ese día
de principios de abril, lanzaba continuas miradas hacia aquella montaña de flores:
rosas blancas, narcisos amarillos, tulipanes y peonías esplendorosas de tonos rosados
y lila. Su aroma había atraído a abejas y abejorros, que habían acudido desde quién
sabe dónde para revolotear alrededor de la tumba de su marido, como si la muerte no
existiera en este mundo.
A Angela ya no le quedaban lágrimas, las había derramado todas varias semanas atrás.
Durante dos años había presenciado cómo se iba apagando poco a poco la persona a la
que había amado más que a su propia vida. Al final, la muerte había sido una liberación
para ambos, aunque solo fueran capaces de comprenderlo quienes habían estado presentes
durante todo ese tiempo. Aparte de su hija Nathalie, quien a sus diecinueve años seguía
junto a ella como una roca entre el oleaje, dándole fuerza y apoyo, nadie más sabía
lo que acababa de dejar atrás.
Por fin terminó la sucesión de personas que habían pasado a saludarla. Cuando acompañó
a los invitados a tomar café y pastel en el restaurante preferido de Peter, a orillas
del lago Ammer, tuvo la sensación de que alguien dirigía sus movimientos por control
remoto, casi como si se contemplara a sí misma desde fuera: se observaba respondiendo
a todo aquel que sentía la necesidad de compartir su pesar con ella e intercambiaba
palabras agradables con ellos. Sentía una gran gratitud por la presencia de tanta
gente, pero al mismo tiempo el proceso le pareció absolutamente abrumador, puesto
que la cantidad de personas que habían acudido para despedirse de Peter era increíble.
—Siempre se van los mejores —decía una y otra vez uno de sus clientes más importantes, y todos los que lo oían
asentían para darle la razón.
El amigo y socio de Peter, Markus, se encargó de consolarlo, y Angela agradeció no
tener que hacerlo ella misma. Ya resultaba bastante fatigoso tener que encontrar siempre
palabras distintas para confortar al enésimo amigo o pariente a pesar de que no había
consuelo posible. Una vez que pasó todo y que los últimos invitados empezaron a despedirse,
se dio cuenta de lo agotada que estaba.
La casa estaba vacía, reinaba el silencio. Todo un alivio tras un día tan doloroso.
Angela era consciente de que, en realidad, ya se había despedido de su marido mucho
antes. Aquel cuerpo vacío y desgastado cuyo corazón se había parado había dejado de
ser Peter tiempo atrás para convertirse en una sombra del recuerdo de una vida pasada.
«Quiero que sigas con tu vida —le había repetido una y otra vez su marido—. Quiero que vuelvas a ser feliz, ¡que
puedas disfrutar de la vida también sin mí!» Angela no había sido capaz de imaginárselo
cuando se lo había dicho, y en esos momentos tampoco le parecía una posibilidad.
Se tomó una pastilla para el dolor de cabeza, se quitó el vestido negro, lo colgó
en el armario y dejó la puerta abierta, para que se aireara un poco, resistiéndose
a la tentación de abrir el compartimento contiguo, el que contenía la ropa de Peter:
trajes italianos confeccionados a medida, todos elegantes y sencillos por igual.
Angela se puso el pijama a pesar de que no había anochecido todavía, se preparó una
infusión y entró en el salón. Todo le resultaba familiar: los cuadros de artistas
amigos colgados en las paredes, los muebles tapizados de color beige, la mesa de diseño
de acero y vidrio. Todo eran piezas que habían elegido entre los dos, aunque en esos
momentos a Angela le parecían meros vestigios de una felicidad ajena que había dejado
de existir.
¿Acaso no era así? Pero ¿por qué se sentía tan ajena a todo?
Se dejó caer sobre una butaca y se quedó mirando el jardín. Había brotes nuevos y
flores por todas partes: campanillas blancas, rosas del azafrán, campanillas de primavera
y los jacintos de la uva azules que tanto le gustaban.
Levantó la mirada por encima de los setos todavía pelados. A lo lejos divisó el lago
y, por detrás, los Alpes cubiertos de nieve. Siempre se había deleitado con esas vistas.
«Menudo paraíso», solía decir Peter, y ella siempre le daba la razón. Sin embargo,
aquel día el suntuoso paisaje no consiguió emocionarla como de costumbre...
—Mamá, ¿estás ahí? —preguntó su hija, que al cabo de un instante entró en el salón con su energía habitual—.
¡Puf! —exclamó Nathalie mientras ocupaba una butaca justo enfrente de su madre—. Tía Simone
quería quedarse a pasar unos días. Decía que no podía dejarte sola en un momento así.
Le he explicado que necesitabas un poco de calma; he hecho bien, ¿verdad?
Angela sonrió. Conocía bien a su cuñada. Por supuesto que su hija había hecho bien.
—Muy amable por tu parte —contestó—. Espero que no hayas sido grosera con ella.
—No, tranquila —respondió Nathalie con la voz cargada de afecto—. Le he dicho que no estabas sola
ni mucho menos, que al fin y al cabo me tienes a mí. No ha podido replicar nada.
—Gracias...
Angela se quedó mirando a su hija con ternura. Ella también tenía ojeras, los últimos
meses habían sido igual de duros para ella, y Angela era consciente de ello. Nathalie
quería mucho a su padre. Aquella adolescente despreocupada se había convertido en
toda una mujer segura de sí misma. Una joven especialmente atractiva, con los ojos
de color verde oscuro y el pelo castaño casi hasta la cintura, aunque ese día lo había
llevado recogido. Igual que ella, Nathalie también había perdido peso durante los
últimos meses, de manera que su aspecto era algo frágil a pesar de la energía inagotable
que alimentaba su cuerpo. Angela intentó recordar si ella también había sido así:
tan llena de vida, con tantos planes en mente, tan optimista a pesar de la temporada
tan difícil que acababan de dejar atrás. «En eso se parece a Peter», pensó antes de
cerrar los ojos extenuada. Todo lo que había en aquella casa indicaba la presencia
de su difunto marido. Y también su ausencia definitiva.
—¿Has visto? —preguntó Nathalie—. Nos ha escrito Tess.
Angela volvió la cabeza sorprendida.
—¿De verdad? Qué amable.
—La he abierto porque pensaba que sería una carta de condolencia más y que preferirías
que me ocupara yo de ello. Pero resulta que es una carta personal para ti, mamá. ¿Quieres
leerla?
—Tal vez mañana —respondió Angela—. Ya he oído suficientes pésames por hoy.
—Ya, me lo imagino —replicó Nathalie algo agitada—. Pero ¡esta carta es distinta! Tess te invita a la
casa que tiene en el Véneto. Dice que necesitas unas vacaciones, alejarte un poco
de..., bueno, de todo. ¿Quién sabe? ¡Yo creo que tiene razón!
La primera reacción de Angela fue de rechazo. Sin embargo, una expresión de claro
desasosiego en los ojos de su hija le transmitió asimismo el amor que esta le profesaba.
Nathalie estaba preocupada por ella y eso la conmovió.
—Me lo pensaré —dijo en un tono más suave—. Mañana.
—¿Me lo prometes? —insistió Nathalie.
Angela no pudo evitar reírse. Era un viejo ritual entre ellas desde que Nathalie había
aprendido a hablar. Porque, desde aquel momento, esa había sido su manera de probar
todas las cosas que a Angela le habían parecido demasiado peligrosas. En lugar de
prohibirle nada, siempre le hacía prometer a Nathalie que iría con cuidado. Era evidente
que en esa ocasión se habían intercambiado los papeles.
—Prometido —dijo.
Y mientras se dormía, la idea de marcharse unos días ya no le pareció tan absurda.
Al día siguiente Angela se levantó con una sonrisa en los labios. Tardó una eternidad
en recordarlo, pero había estado soñando con las flores y las abejas que había visto
zumbando a su alrededor. En el sueño, el sol le daba de lleno en la cara, alguien
la cogía de la mano y se la llevaba a una casa, una casa grande, con flores pintadas
en las paredes y el sol, la luna y las estrellas en el techo. Luego la mano desaparecía
y la invadía una irreparable sensación de pérdida que, no obstante, duraba poco, puesto
que de repente se abría una puerta que daba a una habitación. Había sucedido algo
bonito, aunque una vez despierta no fue capaz de recordar de qué se trataba...
Cuando el sueño se disolvió, Angela abrió los ojos. Antes de dejarse atrapar por la
tristeza y la desesperación, retiró decidida la colcha y se puso en pie. Mientras
había durado la enfermedad de Peter se había ceñido a una férrea rutina que la había
ayudado a no desmoronarse. Y aunque en ningún momento había pensado en el futuro más
allá del sepelio, o tal vez precisamente por eso, ese día también se puso la ropa
de deporte, se ató las zapatillas de correr y salió de casa.
Correr le sentaba bien porque suponía una pausa para su incesante torrente de pensamientos.
Sus piernas encontraron solas el camino vecinal que la llevaba desde su localidad
hasta el pueblo vecino, bajaba hasta el lago y recorría la orilla. Durante ese trayecto
se topó de cara con dos hombres, uno de los cuales había sido compañero de clase de
Peter. Cuando la saludó, Angela notó la mirada compasiva que le dirigió.
—Pobre mujer —oyó que le comentaba a su acompañante—. Acaba de cumplir los cuarenta y cinco, y ayer
mismo enterró a su marido.
Fue como si alguien le hubiera pegado una patada detrás de la rodilla. Angela se tambaleó
y estuvo a punto de tropezar consigo misma y caer al suelo. Se puso más furiosa de
lo que lo había estado en mucho tiempo. ¿Acaso sería siempre así a partir de entonces?
¿Se había convertido en una viuda digna de compasión, una «pobre mujer» devastada
por la desdicha?
Indignada, negó con la cabeza e intentó recuperar su ritmo de carrera habitual. Trató
de convencerse de que no tenía que ser tan susceptible, de que la gente no decía esas
cosas con mala intención. Sin embargo, justo antes de enfilar la cuesta de regreso
a casa, llegó al quiosco en el que solía comprar el periódico. La propietaria, una
anciana que la conocía desde hacía años, le dedicó una mirada muy parecida. Angela
detectó su lástima, pero también el alivio de haber esquivado un destino tan doloroso.
Y una curiosidad mal disimulada por saber cómo Angela sobrellevaba toda esa situación.
La última cuesta de su ruta requería toda su concentración. Gracias a eso había aprendido
a anular los pensamientos nocivos y a centrarse únicamente en su cuerpo. Aun así,
mientras abría la puerta de su casa, tomó la firme decisión de aceptar la invitación
de Tess y acudir a visitarla. Poco después, bajo el chorro de agua de la ducha, supo
por qué: necesitaba la compañía de personas capaces de aceptar su situación. Sería
la manera de averiguar lo que había quedado de sí misma después de todo lo acontecido.
Nathalie ya se había marchado a Múnich, donde el otoño anterior había empezado a estudiar
Historia del Arte. Le había dejado una nota llena de corazones para avisarla de que
regresaría por la tarde. Las clases comenzarían al cabo de dos semanas, pero Nathalie
ya había empezado a redactar un trabajo de investigación en la biblioteca del instituto.
Angela asintió con satisfacción. Su hija era tan disciplinada como ella y había decidido
ceñirse también a su propia rutina.
Pasó la mañana ocupándose de las desagradables obligaciones burocráticas que inevitablemente
surgen tras un deceso. Angela llamó por teléfono a las compañías de seguros, a la
funeraria, al cementerio y al servicio de jardinería. Hizo copias del certificado
de defunción de Peter y redactó una serie de cartas formales. Lo hizo todo siguiendo
la misma rutina que en el pasado le había permitido resolver los asuntos del seguro
médico, la tramitación de la baja y los bancos o las clínicas especializadas. Sabía
que, además, tendría que tomar una serie de decisiones importantes.
Peter había fundado con su amigo Markus una empresa de construcción que no había hecho
más que crecer durante los últimos veinte años, de manera que se había acabado convirtiendo
en un negocio próspero. Antes de morir había transferido su participación a su esposa
y a su hija, pero de todos modos quedaban muchos temas por resolver. Angela supuso
que Markus le daría un cierto margen de tiempo, pero, por su propio interés, deseaba
aclarar la situación cuanto antes, aunque todavía no hubiera tomado ninguna decisión
al respecto.
Por la tarde, cuando estuvo segura de que Tess ya debía de haberse levantado de la
siesta, marcó el número de la casa que la anciana tenía en el Véneto italiano. Hacía
muchos años que no veía a esa amiga de juventud de su madre que siempre había sido
para ella como la tía que jamás había tenido. En realidad se llamaba Teresa, pero,
después de enamorarse de John, un soldado estadounidense destinado a Mannheim, y de
seguirlo a Estados Unidos, se hacía llamar Tess. Angela y Peter habían ido a visitarlos
a Florida, pero desde entonces había pasado mucho tiempo. Hacía diez años que Tess
había regresado a Europa, aunque en lugar de volver a establecerse en Alemania había
elegido una pequeña ciudad que quedaba a una hora en coche de Venecia en dirección
norte.
Angela no tenía la más mínima idea de qué había llevado a la anciana a escoger precisamente
aquel lugar para su vejez. Antes de que Peter enfermara, Nathalie había pasado unas
vacaciones de verano en casa de Tess. Había regresado fascinada, y con la determinación
inquebrantable de estudiar Historia del Arte, tal vez porque Tess había recorrido
con ella hasta el último monumento cultural de la región.
—¿Vendrás a verme? —le preguntó Tess sin rodeos—. ¡Me alegro mucho de oír tu voz!
—Pues me encantaría ir —admitió Angela—, si de verdad no es una molestia para ti.
—¡Mi casa es tu casa! —contestó la anciana—. Ya sabes que vivo sola, hay espacio de sobra. Puedes venir y
quedarte todo el tiempo que te apetezca.
Angela reflexionó unos instantes.
—Primero tengo que hablarlo con Nathalie —objetó al verse acuciada de repente por las dudas—. No sé si debería marcharme tan
pronto, Tess... Después de todo, acaba de perder a su padre.
—Nathalie ya es mayorcita —le oyó decir a Tess—. Estoy segura de que sabrá cuidarse sola. Y si no fuera el caso,
pues vienes con ella. —Hubo unos instantes de silencio—. Angela —añadió Tess—, siento muchísimo lo de Peter, pero no tengo previsto poner a prueba
tus nervios con palabras de compasión. Sé lo que se siente en esa situación. Tras
la muerte de John, era incapaz de quedarme encerrada en casa. No hay nada peor que
ver cómo la gente te mira con compasión. ¿Tengo o no tengo razón?
Angela no pudo evitar reírse, aunque fue una risa triste, y de golpe se le llenaron
los ojos de nuevo de lágrimas después de mucho tiempo.
—Gracias —dijo—. Tienes toda la razón —admitió. Durante un rato ninguna de las dos dijo nada, hasta que Angela preguntó—:
Bueno, ¿cómo te va? ¡Hace mucho que no nos vemos!
—Pues un motivo más para venir a visitarme de una vez —respondió Tess—. Pero gracias por preguntarlo, estoy bien. De vez en cuando la rodilla
derecha me da la lata, pero a mi edad eso no tiene nada de especial —explicó, y al ver que Angela no contestaba nada, prosiguió—: Bueno, le diré a Emilia
que te prepare la habitación de la torre y tú simplemente ven cuando más te apetezca,
¿de acuerdo?
—Claro, Tess —dijo Angela con dificultad, puesto que se le había formado un nudo en la garganta—.
Te avisaré. Gracias una vez más.
—De nada —señaló Tess riendo—. No olvides que soy una vieja egoísta y que lo único que busco
es poder disfrutar de tu maravillosa compañía. ¡Te invito por interés personal, querida!
Se rieron y, al despedirse, Angela notó que la presión que sentía en el pecho se relajaba
un poco.
Sí, eran justo esa clase de humor y esa franqueza lo que necesitaba en aquellos momentos.
—¡Claro que me las apañaré! —exclamó Nathalie casi indignada—. Necesitas cambiar de aires enseguida, mamá, y Asenza
es un lugar de ensueño. ¡Además, hablas muy bien italiano! Lo que no entiendo es por
qué no hemos ido juntas mucho antes. Es la región en la que Palladio construyó sus
villas más famosas. El paisaje es fabuloso, y Tess tiene una casa increíble.
—Es que quedan todavía tantas cosas por resolver...
—Ya me encargaré yo de ello. Cuidaré de la casa y me ocuparé de todo lo que surja.
Conociéndote, seguro que ya lo has resuelto tú casi todo. Tess tiene internet en casa,
de manera que podrás estar al día de cómo van las cosas, si te parece.
»¡Ve a Italia, mamá! Ya verás lo bien que te sienta. —Angela siguió mordisqueándose el labio, la indecisión la reconcomía—. ¿Es por el trayecto
en coche? —preguntó Nathalie preocupada—. ¿Quieres que te acompañe? Después puedo regresar en
tren...
—No, no —se apresuró a aclarar Angela—. Puedo ir sola, tampoco es que esté tan lejos.
—Básicamente está al otro lado —dijo Nathalie señalando la ventana en dirección al paisaje alpino—. En cualquier caso,
si fuera necesario tardarías solo unas horas en volver a casa —insistió, y al ver que su madre se quedaba callada decidió seguir—: Yo en tu lugar
me largaría antes del fin de semana. Sobre todo porque algo me dice que el domingo
se plantará toda la familia en la puerta para evitar que estés sola. Tía Simone mencionó
algo al respecto —comentó sin poder evitar sonreír al ver que su madre reaccionaba abriendo los ojos
como platos.
—Ahora sí que me has convencido. ¿Qué día es hoy? ¿Miércoles? Creo que voy a empezar
a hacer la maleta.
Angela casi había terminado de preparar el equipaje cuando su hija entró en su dormitorio
y se sentó en la cama.
—He estado mirando por internet y parece ser que la semana que viene hará muy buen
tiempo en Asenza —dijo Nathalie mientras inspeccionaba con curiosidad el contenido de la maleta. Descubrió
unos vaqueros cómodos, blusas, camisetas y, por supuesto, ropa para hacer deporte.
De inmediato frunció el ceño—. Llévate también algo elegante —le aconsejó—. Tess conoce a gente realmente distinguida. ¿Quieres que te eche una
mano? Si te parece puedo prepararte una maleta adicional, más pequeña. Para las ocasiones
especiales, digamos.
Angela no acertaba a imaginar qué ocasiones especiales podían llegar a presentársele
en casa de Tess, pero le dijo que sí para que su hija se quedara tranquila. En un
abrir y cerrar de ojos Nathalie añadió una serie de vistosas prendas que Angela no
se ponía desde hacía una eternidad. En los últimos dos años, ¿cuántas ocasiones había
tenido de arreglarse un poco para salir?
Antes incluso de desayunar, el viernes por la mañana, a Angela le pareció casi absurda
la idea de sentarse en el coche para marcharse sin más. ¿Cómo podía ser que tuviera
tiempo libre? No estaba acostumbrada después de haber dedicado tanto tiempo a cuidar
a Peter. Mentalmente intentó repasar de nuevo todos los preparativos que había hecho
el día anterior. Le había pedido al jardinero que no se limitara a cuidar de las plantas
de la tumba, sino que aprovechara su ausencia para darle un repaso al jardín. La mujer
de la limpieza acudiría de vez en cuando a la casa, de manera que Nathalie podría
regresar tranquila a la residencia de estudiantes de Múnich para el inicio del semestre.
Y aun así era incapaz de librarse de aquella sensación de estar olvidándose de algo
importante. Sin embargo, después de hacer una parada obligada en el cementerio y de
pasar un buen rato frente a la tumba de Peter con la vana esperanza de notar que de
algún modo todavía estaba presente, le quedó claro que ya no había nada que la retuviera
allí. Cuando llegó a la autopista hacia Garmisch la invadió una gran sensación de
libertad.
Angela respiró hondo, incapaz de recordar la última vez que se había sentido tan aliviada.
2
El reencuentro
El aire era tan puro y tan claro, el cielo tan azul y tan relucientes las cumbres
nevadas que el trayecto por los Alpes le pareció como pasar de un invierno sombrío,
lleno de tristeza y de dolor, a un reino ingrávido de luz y estío. La zona montañosa
del sur del Tirol, con sus acusados valles y las paredes escarpadas de granito y hielo,
con esas extravagantes formaciones que parecían cambiar de forma y de sitio continuamente,
le recordó durante todo el trayecto lo pequeña e insignificante que era la vida humana
en comparación con los millones de años que había tardado la Tierra en mutar y permitir
la aparición de aquellas majestuosas montañas.
Pasó por Brennero y su coche empezó a rodar por las curvas cerradas que la llevaron
cuesta abajo a Bresasona y luego hasta Bolzano y el valle del Adigio. Angela dejó
atrás aquellos gigantes de piedra y se sumergió en una tierra cada vez más fértil,
donde los árboles frutales estaban en plena floración y las cuestas orientadas al
sur se teñían del verde de las vides plantadas en hileras regulares. Allí el sol brillaba
con más intensidad y en el coche hacía calor.
Angela se detuvo en un área de servicio, se quitó la chaqueta de lana, se comió unpaninode jamón y tomate, y se tomó un café antes de seguir conduciendo. El navegador del
coche le indicó que le faltaban dos horas y cinco minutos para llegar a su destino.
El trayecto transcurría por un único jardín monumental.Monte Grappa, leyó Angela en un rótulo, lo que le recordó que el famoso aguardiente del mismo
nombre procedía precisamente de aquella región. Laderas rosadas y salpicadas con albaricoqueros
floridos bordeaban la carretera, y Angela no paraba de ver grupos de esbeltos cipreses
que se alzaban hacia el cielo como oscuros dedos amenazadores. Cuando por fin empezaron
a aparecer en el paisaje algunos limoneros de follaje verde intenso, cargados no solo
de flores, sino también de algunos frutos, suspiró aliviada. Casi lo había logrado.
Le quedaban pocos kilómetros para llegar.
A lo lejos, sobre unas colinas cónicas, no tardo en descubrir una impresionante aglomeración
fortificada de casas, torres y almenas de travertino que relucía como el oro puro
con el sol del atardecer.
«Tess eligió una tierra realmente especial», pensó mientras conducía por las curvas
cerradas de la carretera de acceso a Asenza. Cada viraje le regalaba unas vistas cada
vez más espectaculares hacia el sur, donde un velo de contaminación permitía intuir
la posición de Venecia. Luego cruzó el portal de una muralla y se encontró en el interior
de una población medieval. La calle se estrechó cada vez más y, a pesar de lo despacio
que avanzaba, los neumáticos sufrieron de lo lindo sobre el pavimento adoquinado.
Con cuidado, Angela cruzó una plaza con forma de trapecio y ligera pendiente siguiendo
las indicaciones del navegador, y luego giró a la izquierda por una callejuela que,
unos cien metros más adelante, describía una curva suave hasta llegar a una verja
de hierro forjado. Angela apagó el motor y salió del coche.
Entre aquellos vetustos muros quedaba recogido el calor primaveral, y la fragancia
de las rosas se mezclaba con el olor acre de la madera de cedro. Pudo oír el gorjeo
de incontables pájaros ocultos entre el espeso follaje de los árboles que crecían
a ese lado de la verja, donde también había un seto repleto de flores de color amarillo
claro. Angela buscaba el timbre de la puerta cuando oyó que unos pasos se acercaban
con premura. Una mujer rechoncha de unos cincuenta años aproximadamente, con el rostro
surcado por graciosas arrugas de expresión alrededor de los ojos, se acercó por el
camino de grava que bajaba hasta la puerta.
—¿Signora Angela? —preguntó mientras abría el cerrojo—.Benvenuta!Me llamo Emilia. La señora ya la está esperando.
Las dos hojas de la puerta se abrieron con un sonoro chirrido. Emilia le hizo señas
para que entrara y Angela avanzó con el coche por el sendero de entrada bordeado por
fabulosos rosales. Le sorprendió descubrir semejante jardín suntuoso en medio del
casco antiguo, estrecho y apiñado. A lo largo del muro había una hilera de árboles
de follaje oscuro, mientras que un majestuoso cedro de varios siglos de edad cubría
con sus pobladas ramas parte de aquella fabulosa mansión. Al igual que el resto de
la ciudad antigua, la propiedad de Tess estaba construida con travertino amarillento.
En la parte trasera tenía una torre fortificada coronada con almenas.
—¡Puede dejar allí el coche! —le gritó Emilia en italiano a través de la ventanilla abierta mientras señalaba un
aparcamiento flanqueado por glicinias.
Antes de que Angela pudiera sacar el equipaje del maletero del coche, se plantó frente
a ella un joven al que Emilia presentó como su hijo Gianni, quien le aseguró que a
partir de ese momento ya no tenía que preocuparse por nada.
—Lei deve essere stanchissima—dijo el ama de llaves en un tono de voz cargado de calidez—. ¡Seguro que está cansadísima,
después de un trayecto tan largo! Acompáñeme, por favor.
Dicho esto, invitó a Angela a entrar en la casa y la guio por un largo y oscuro pasillo
hasta una escalera; subieron al primer piso y abrió una puerta que daba a una estancia
completamente inundada de luz. Angela cerró los ojos, deslumbrada por el contraste.
—¡Ya estás aquí! Bienvenida a Villa Serena —oyó decir a una voz muy familiar. Frente a un impresionante ventanal que ocupaba una
pared entera de la sala y que solo quedaba interrumpido por unos arcos góticos, una
figura se puso en pie con dificultad. Angela avanzó enseguida hacia Tess, y la anciana
la acogió entre sus brazos, donde la estrechó un buen rato—. Me alegro de que hayas
venido —añadió Tess—. ¡Deja que te vea! ¡Estás más delgada! Y pálida. ¡Cielo santo! Esto lo
solucionaremos enseguida. Emilia es una cocinera excelente ¡y la primavera aquí en
el Véneto te sentará mejor que bien! ¡Siéntate, querida! ¿Cómo te ha ido el viaje?
—Bien, gracias. Me lo he tomado con calma.
Fue entonces cuando Angela se dio cuenta de que estaban en la primera planta de la
torre que había visto al entrar. Tomó asiento frente a Tess y miró por la ventana.
Las vistas la dejaron sin aliento.
—Es bonito, ¿verdad? —preguntó Tess con una amplia sonrisa.
—Bonitose queda corto —exclamó Angela.
—Algunos días incluso se llega a divisar Venecia —explicó Tess—. Aunque la mayoría de las veces la Serenísima queda oculta tras un velo,
como una mujer coqueta.
Un resplandor violeta casi irreal cubría el paisaje en dirección sur. Viñas, árboles
frutales, prados y campos se extendían a lo largo de una sucesión casi interminable
de niveles descendentes que se perdían en un resplandor dorado hacia el horizonte.
Por el oeste, el sol se acercaba ya a la tierra para desaparecer como hacía todos
los días, llevándose consigo la luz del cielo.
—¿Qué me dices? —preguntó Tess interrumpiendo el asombro de Angela—. ¿Te tomarás unproseccoconmigo para celebrar el día?
—¡Con mucho gusto! —respondió esta mirando con cariño a su anfitriona.
Tess había envejecido, pero bajo su media melena plateada seguían reluciendo aquellos
ojos de color azul cobalto claro que siempre habían fascinado a Angela. A pesar de
sus setenta y tantos años continuaba manteniéndose muy delgada.
—Bienvenida a Asenza —dijo Tess—. ¡Como si estuvieras en tu casa!
Emilia llevó un plato con almendras saladas y unosgrissinicrujientes que había horneado ella misma, además de unproseccodel valle vecino de Dobbiadene.
—La cena è quasi pronta—anunció Emilia—. ¿Hay algo que no le guste a la signora Angela? —preguntó con cautela.
—A Angela le gusta todo —respondió Tess—. ¿No es cierto?
Ella asintió con una sonrisa. Siempre había sido cierto y el tiempo no la había cambiado
en absoluto en ese sentido. Emilia respiró aliviada. «Lo único que evito son las raciones
excesivamente grandes», pensó para sus adentros. Aun así, tuvo la precaución de no
comentar nada en voz alta.
—¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos? —preguntó Tess mientras Emilia servía el vino—. ¿Cinco años?
—Mamá murió hace cinco años —contestó Angela—. Por cierto, te agradezco mucho que vinieras a su funeral.
—¿Cómo querías que no estuviera presente? —la interrumpió Tess—. Fue como una hermana para mí. Y también me habría gustado acudir
en esta ocasión, Angela, pero la rodilla...
—Lo entiendo perfectamente, Tess —se apresuró a decir ella para tranquilizarla—. A mí sí que me sabe mal no haber venido
a visitarte antes.
—Pero al fin has venido —constató Tess mirándola a los ojos—. Eso es lo que cuenta.
Angela tomó un sorbo de vino. Elproseccole refrescó la garganta y le hizo cosquillas en la lengua.
—Nathalie siempre habla con entusiasmo sobre Asenza.
—Tu Nathalie es una chica fabulosa. Puedes estar orgullosa de ella —comentó Tess mientras mordisqueaba ungrissino—. No olvidaré jamás el verano que pasé con ella. Por aquel entonces todavía no me
dolían tanto las piernas —añadió con aire melancólico—. ¡Hicimos un montón de cosas juntas!
—Justo después decidió estudiar Historia del Arte —confirmó Angela—. No hubo nada capaz de desviarla de ese objetivo. Incluso se puso
a estudiar italiano por voluntad propia. Ahora mismo está escribiendo un trabajo sobre
no sé qué aspecto de la arquitectura de Palladio, pero he olvidado qué era exactamente...
—Sobre las desviaciones de la estructura de las villas romanas en la obra de Palladio,
tomando como referencia la Villa Barbaro de Maser —anunció Tess con clara satisfacción.
Angela abrió los ojos como platos.
—¿Cómo...?
—Tu hija y yo mantenemos el contacto por correo electrónico —le explicó Tess con una sonrisa pícara en los labios—. De vez en cuando también me
manda algún mensaje por WhatsApp. ¿Sabes? —exclamó de repente—. ¡Deberíamos mandarle un selfi! Para que sepa que has llegado
bien.
La anciana sacó un móvil protegido con una funda decorada con piedritas que imitaban
brillantes, y le hizo señas para que se acercara. Angela no salía de su asombro. Tess
hizo como que no se daba cuenta y tomó un par de fotografías donde salían las dos
juntas. Luego se puso las gafas que usaba para leer y empezó a dar toquecitos en la
pantalla.
—Bueno, ¡ya está! —comentó satisfecha—. ¿Te apetece ver tu habitación? Si quieres, puedes echarte un
rato hasta la hora de la cena.
Emilia iba delante. La rolliza italiana subió las dos plantas con una agilidad impresionante
hasta que no quedaron más escaleras por ascender. Una vez arriba, abrió una pesada
puerta de madera oscura.
—Eccoci!—exclamó a la vez que encendía la luz. Angela cruzó el umbral y entró en otro salón
decorado con muebles antiguos. Dos sillones de aspecto muy cómodo y un sofá de dos
plazas a juego estaban agrupados frente a la chimenea. Delante de una ventana muy
parecida a la del salón de Tess había una mesa rectangular de patas torneadas con
unas sillas a juego—. El dormitorio está ahí delante —le explicó Emilia antes de cruzar el salón y abrir otra puerta que daba a una estancia
en la que Angela descubrió su equipaje—. Y el baño está al lado. Ya le he dejado toallas
preparadas, y acabo de cambiar las sábanas de la cama. En el armario encontrará un
albornoz colgado, y también le he dejado una manta, que por las noches a veces refresca.
Si le hace falta cualquier otra cosa,per favore,signora, dígamelo. Y ahora la dejaré tranquila un rato. Gianni la avisará a la hora de cenar.Va bene?
—Sí, ¡muchas gracias!
Emilia se marchó y Angela se dejó caer sobre la cama, agotada. De repente le pareció
que la habitación daba vueltas a su alrededor. Cerró los ojos, pero la sensación no
desapareció.
«Debe de ser el viaje», se dijo a sí misma encogiendo las piernas y rodando hacia
un lado. Al cabo de un instante se quedó dormida.
Unos golpes titubeantes en la puerta la despertaron de repente. Se incorporó y vio
que estaba a oscuras. Durante unos momentos no supo ni dónde estaba. Palpó la pared
en busca de un interruptor y tiró la lámpara de la mesita de noche. Desorientada,
se puso en pie y avanzó a tientas hacia la puerta que daba al salón, que seguía un
poco abierta y permitía que entrara un tenue hilo de luz. Por fin encontró el interruptor,
cerró los ojos para evitar deslumbrarse y abrió la puerta del todo. Gianni se la quedó
mirando con cara de sorpresa.
—La cena è pronta—dijo apocado—. Me han pedido que la avise y la acompañe abajo.
Angela habría preferido volver a tumbarse en la cama. Estaba hecha polvo y acababa
de despertarse de un sueño muy profundo. Sin embargo, no quería disgustar a Tess nada
más llegar.
—Enseguida —dijo frotándose los ojos—. Solo necesito unos segundos.
Entró en el baño, se lavó la cara con agua fría y se quedó mirando su propia imagen
reflejada en el espejo: tenía la cara hecha un mapa. Sacó rápidamente su neceser de
la maleta y al menos se peinó un poco. Se limpió el rímel que se le había corrido
y se retocó los labios con la esperanza de que esa noche Tess no tuviera a ningún
invitado distinguido, aunque de todos modos estaba tan agotada que aquella posibilidad
le importó más bien poco.
Tess ya estaba sentada a la mesa cuando Angela entró en el espacioso comedor de la
planta baja de la torre. Como entrante había una crema de verduras que consiguió abrirle
el apetito.
—He pensado que después del viaje te apetecería algo ligero —dijo Tess cuando Emilia entró con una fuente de pescado al vapor sazonado con una
deliciosa salsa de limón.
—Gracias —respondió aliviada—. No podrías haber elegido mejor.
Esa noche no hablaron mucho. Tess demostró el tacto necesario para respetar el cansancio
de Angela. Después de cenar, Emilia les sirvió una infusión de tila y se la tomaron
en silencio. Luego Tess se disculpó y se fue a la cama.
Cuando Angela volvió a entrar en su reino, le zumbaban los oídos por el cansancio.
Se dio una ducha caliente, se puso el pijama y sacó la manta del armario por si acaso.
Después de retirar la sábana para meterse en la cama, no pudo evitar sonreír: Emilia
le había metido una bolsa de agua caliente dentro, junto a un par de suaves calcetines
de algodón blanco con los bordes decorados con encaje de ganchillo.
Angela se sintió algo ridícula durante unos momentos, pero luego se puso los calcetines
y se acomodó en la cama. Se planteó si debía cerrar los postigos de las ventanas,
pero no le apeteció nada volver a levantarse, por lo que apagó la luz y aguzó el oído
unos instantes para escuchar los sonidos de ese entorno desconocido. Frente a la ventana,
un pájaro cantaba una melodía cansada que a Angela le pareció preciosa. Y con ese
pensamiento en la cabeza, se sumergió en un sueño profundo.
3
La estola rosada
Se despertó porque un rayo de sol le caía justo encima de la cara, y se dio cuenta
de que estaba en la misma posición en la que se había quedado dormida. Su reloj de
pulsera le indicó que faltaba poco para que dieran las siete. Había dormido casi diez
horas.
Angela había descansado bien, se sentía muy despejada. Se levantó de la cama y fue
a echar un vistazo al exterior. La ventana daba al este, donde el sol ya estaba un
palmo por encima del horizonte. Cuando abrió la ventana y se asomó hacia fuera notó
una leve sensación de vértigo. Igual que la Rapunzel del cuento de hadas, estaba en
la habitación más elevada de la torre, justo por encima del jardín. Observó la copa
del viejo cedro desde el que los pájaros entonaban su canto matutino.
Las baldosas de barro esmaltado que tenía bajo los pies descalzos eran tan antiguas
que la superficie desgastada tenía un tacto aterciopelado. La ventana del baño le
ofrecía una vista privilegiada de las estribaciones del monte Grappa. Angela pasó
a la habitación que daba al sur, cuya panorámica la cautivó de nuevo. Como tantas
otras veces, tuvo el impulso de llamar a Peter para que también él pudiera verlo.
¿Cuándo aprendería de una vez que él ya no volvería a estar a su lado nunca más? El
dolor se le instaló tras el esternón como si quisiera ensancharse ahí dentro, pero
Angela no se lo permitió: se dio la vuelta y decidió activarse, como siempre que la
acuciaba esa sensación desagradable. Algo en ella intuía que le resultaría insoportable
abrir algún día la puerta interior que daba acceso a ese dolor, por lo que se aseguraba
de mantenerla cerrada a cal y canto.
La mañana previa a su partida no había salido a correr, y después de haber conducido
varias horas se había notado las extremidades muy tensas. Lo mejor sería salir a hacer
un poco de ejercicio.
Angela abrió la maleta y buscó su equipación deportiva. Cinco minutos después bajó
la escalera y miró a su alrededor en la planta baja. Encontró el comedor en el que
había cenado la noche anterior con Tess y, justo al lado, descubrió una espaciosa
cocina, muy bien equipada y con una salida al jardín. La puerta, no obstante, estaba
cerrada.
Angela titubeó un momento antes de regresar al pasillo. Se dio cuenta de que la cocina
y el comedor estaban también dentro de la torre, y que los niveles de la torre y de
la villa no coincidían del todo. Por consiguiente, tenía que bajar todavía un par
de escalones más hasta el vestíbulo de entrada. Una vez allí, encontró una pesada
cómoda en la que habían dejado una hoja de papel con una nota. «Tu llave de la casa,
Angela —rezaba, con la caligrafía que tanto caracterizaba a su anfitriona—. Pásalo bien haciendo
deporte.»
Lo primero que hizo fue familiarizarse con su entorno más próximo. En el lugar por
el que había llegado el día anterior empezaba una calle principal que subía en una
pronunciada pendiente hacia una iglesia, y Angela decidió comenzar por allí. Tras
pasarla descubrió un pequeño cementerio con esas lápidas tan típicamente italianas,
en las que, aparte del nombre del fallecido, grababan asimismo fotografías de los
mejores momentos de su vida. Angela dejó el cementerio a su derecha y siguió subiendo
durante un buen trecho hasta el punto más elevado del casco antiguo, ocupado por un
impresionantepalazzoque tenía también dos torres de defensa. La propiedad estaba rodeada por un muro alto,
y el hecho de que estuviera coronado por una capa de cemento con cristales rotos daba
a entender que los intrusos no eran bienvenidos.
Angela se detuvo y miró a su alrededor. Sobre el pavimento adoquinado no se corría
especialmente bien, pero enseguida descubrió un camino vecinal tras elpalazzoque parecía transcurrir paralelo a la cuesta. Decidió probar suerte y comprobó que,
en efecto, recorría toda la fortificación de la ciudad antigua, que en muchos puntos
todavía era visible. Tras algo más de un kilómetro, se desvió y siguió en dirección
a una estribación de la colina, pasando por huertos y viñas para luego bajar hasta
un riachuelo. De repente Angela se encontró a los pies de la colina, rodeada de construcciones
modernas que no eran visibles desde la ciudad antigua. Estuvo corriendo por una zona
de propiedades con piscina, grandes jardines e incluso una pista de tenis en la que
ya se estaban enfrentando dos jugadores a pesar de lo temprano que era. Los movimientos
de los hombres parecían rutinarios, como si llevaran una eternidad jugando en la pista.
Angela recordó que de joven había sido una tenista notable, hasta el punto de haber
ganado algún trofeo. Peter y ella habían jugado juntos en un torneo del club, pero
no se acordaba de por qué motivo lo habían dejado. «Por el trabajo», pensó. La empresa
siempre había sido la prioridad máxima.
En un lugar especialmente bonito, poco antes de tomar el camino de vuelta cuesta arriba
en dirección a lacittà vecchia, Angela se fijó en una villa que tenía una mitad blanca, lisa y limpia, y la otra,
de piedra basta de travertino. Entre esas dos mitades tan dispares, un muro de cristal.
«La casa de un arquitecto», pensó Angela. Durante los últimos veinte años se había
encargado del trabajo de oficina de la empresa de construcción de Peter y Markus,
por lo que había reunido la experiencia suficiente para darse cuenta de que aquella
casa respondía al capricho personal de alguien. De hecho, mucho tiempo atrás Angela
había estudiado en la Academia de Artes Aplicadas de Stuttgart la especialidad de
Diseño Textil, aunque después de casarse se había incorporado a la empresa de Peter.
Simplemente había tenido más sentido, al menos mientras Nathalie todavía era pequeña,
y en algún momento dejó de cuestionarse lo que deseaba hacer de verdad.
El ascenso le recordó a los últimos kilómetros de su ruta habitual, aunque solo por
la cuesta. Aparte de eso, Asenza verdaderamente le parecía otro mundo. «Nathalie tenía
razón —pensó mientras abría la verja del jardín de Tess—. Este lugar es de cuento de hadas.»
Esa impresión quedó confirmada a lo largo del día.
Para desayunar, Emilia la sorprendió con una macedonia de naranja, mango, papaya y
las primeras fresas de la temporada, además de tortitas de maíz y queso fresco de
leche de cabra. Por si fuera poco, había horneado también unos diminutos brioches
rellenos de pistacho y espolvoreados con un poco de azúcar glas.
—Esto es demasiado —protestó Angela, que en los últimos dos años se había acostumbrado a desayunar apenas
una cucharada de muesli con leche por las mañanas.
—Prueba al menos un poquito de cada cosa —le pidió Tess—. Estás demasiado delgada. ¿Te has mirado al espejo últimamente?
Angela admitió que era algo que evitaba desde hacía un tiempo. Más que nada porque
no soportaba seguir viendo la infelicidad patente en su rostro, los ojos enrojecidos
y envueltos por oscuras ojeras, los pómulos hundidos y el pelo áspero y largo hasta
los hombros que, por algún extraño motivo, ya no le crecía tanto desde que Peter había
enfermado. Era consciente de que se le marcaban los huesos de las caderas y de que
se le podían contar las costillas por la espalda. Siempre había sido delgada, nunca
había compartido la preocupación de tantas otras mujeres que se quejaban del sobrepeso.
Sin embargo, con su metro setenta de altura, los cincuenta y dos kilos que pesaba
eran claramente insuficientes.
—No pasa nada —dijo Tess para apaciguar a Angela al ver su expresión infeliz y lo mucho que le costaba
tragar la segunda mitad de su tortita de maíz—. No tienes que obligarte a hacer nada.
»Una ciliegia tira l'altra, como dicen por aquí. El apetito llega comiendo. Serías la primera en poder resistirse
a las artes culinarias de Emilia. —Dicho esto, cambió de tema y propuso dar una vueltecita por la población después de
desayunar—. Hace tiempo que no paso de la verja —explicó—. Si tienes la paciencia suficiente con la vieja Tess y nos tomamos uncappuccinoen casa de Fausto, seguro que llego hasta la iglesia.
Y así fue. Tess necesitó ayudarse de un bastón para evitar sobrecargar la rodilla,
y se aferró bien a Angela por el otro lado. La anciana demostró conocer entretenidas
historias acerca de cada una de las casas que iban viendo al pasar, sobre todo de
las que estaban en la Piazza della Libertà, que era como se llamaba la plaza de forma
trapezoidal que había cruzado el día anterior. Entretanto, la población había ido
cobrando vida y de vez en cuando se iban encontrando con gente que conocía a Tess.
No se cansó de presentar a Angela como la hija de su mejor amiga, ya fallecida, que
por fin se había decidido acudir a Asenza a visitarla y pensaba quedarse unas semanas
con ella. Al principio Angela estuvo a punto de protestar, pero luego se dio cuenta
de que ni siquiera se había planteado el tiempo que iba a pasar allí con ella, de
manera que decidió que no estaba mal describirlo como «unas semanas». Al fin y al
cabo acababa de llegar. Tenía que ver cómo iban las cosas.
Emprendieron la cuesta hacia la iglesia. A medio camino hicieron una parada en el
bar del hotel Duse, donde Fausto saludó amistosamente a Tess desde detrás de la barra
y enseguida la recibió con un verdadero torrente de palabras que superaron con mucho
los conocimientos de italiano de Angela. Entretanto iba manipulando las palancas de
una antigua cafetera que, después de traquetear y humear bastante, soltó un silbido
mientras goteaba una cantidad minúscula de café concentrado en una taza que el barista
completó con leche espumada. Era tanta su habilidad con la espuma que en ella se podía
distinguir con claridad una T con un corazón.
—Simplemente me adora —le explicó Tess conmovida, quien pidió lo mismo para Angela—. Hacía tiempo que no
venía por aquí, parece ser que estaba empezando a preocuparse por mí —dijo con una sonrisa.
La luz de la mañana le permitió comprobar a Angela que su anfitriona se había maquillado
de un modo pulcro pero comedido, y que seguía siendo la misma mujer atractiva de siempre.
Después de un poco más dechiacchiere, una palabra ciertamente onomatopéyica para referirse a los chismorreos, se tomaron
elcappuccino, calmaron la sed con un trago del agua con la que siempre se acompaña el café en
Italia, y luego prosiguieron su camino. El trecho que les quedaba hasta la iglesia
era empinado, y Tess lo recorrió en silencio y con mucha concentración.
Por fin llegaron arriba del todo. Sin embargo, Angela se sorprendió del poco interés
que mostró Tess por la iglesia.
—¿Ves esa casa de ahí arriba? —le preguntó mientras señalaba en dirección al impresionantepalazzorodeado por el muro con cristales rotos—. La legendaria actriz Eleonora Duse la compró
en 1920 —le explicó Tess—. Estaba locamente enamorada del poeta Gabriele d'Annunzio, un viejo
fascista. Fue su gran amor, aunque en realidad él no se la merecía en absoluto porque
enseguida la mandó a la porra. Luego ella vino aquí, se enamoró del lugar tanto como
yo, adquirió esa casa y la mandó reformar de arriba abajo durante su ultimísima gira
por Estados Unidos. Durante el viaje enfermó de gravedad de forma súbita y murió,
por lo que no llegó a vivir aquí jamás.
Tess guardó silencio unos instantes y dejó que su mirada vagara por la gigantesca
propiedad con una expresión extraña, como si estuviera valorando una decisión, frunciendo
las cejas muy concentrada.
—Consiguió hacer soñar a miles de personas —añadió—. Sin embargo, no pudo cumplir su propio sueño: convertirse en la esposa del
hombre al que tanto amaba, mudarse a la casa que tanto había deseado, vivir en paz
de una vez... Por cierto, que su última voluntad fue estar enterrada aquí, en este
cementerio, y así se hizo. Recibió un funeral de Estado.
—Y ¿qué pasó con la casa? ¿Quién vive allí?
—Un viejo chalado que se llama Lorenzo Rivalecca. Tiene más de ochenta años y las
piernas aún peor que yo.
—¿Lo conoces?
—¡Por supuesto! —respondió Tess riendo—. Aquí nos conocemos todos. Pero al viejo Lorenzo lo conozco
desde hace más que al resto de la gente.
Antes de que Angela pudiera preguntarle cómo era posible, la anciana se dio la vuelta
y empezó a descender poco a poco por la cuesta. Ella sabía que aquello resultaría
más doloroso todavía para su rodilla que el ascenso, por lo que se apresuró a ofrecerle
el brazo. Agradecida, Tess se aferró a él y Angela notó la fragilidad del cálido cuerpo
de la amiga de su madre. Pensó en ella, en su madre, que había fallecido repentinamente
víctima de un derrame cerebral, con un álbum abierto sobre el regazo repleto de fotografías
de unas vacaciones que había pasado muchos años atrás en Italia. Así fue como se la
encontró Angela.
Una vez más, fue consciente del carácter efímero de la vida y le vino a la cabeza
Peter. El dolor punzante que sentía en el esternón se reavivó de repente. Angela respiró
hondo y se preguntó dónde debía de estar su marido en esos momentos, si había quedado
algo de él tal como afirmaba la Iglesia. Contemplaba esa clase de creencias con escepticismo,
sobre todo tras el lento y absurdo sufrimiento de Peter, pero de todos modos no podía
concebir que durante el doloroso proceso de paulatina extinción física y mental que
había tenido que presenciar a lo largo de muchos meses no hubiera quedado nada en
absoluto de él.
Cuando por fin llegaron a lapiazza, para gran sorpresa de Angela, Tess no giró por la callejuela que llevaba hasta su
casa, sino que siguió tirando levemente de ella en sentido contrario.
—Ven —dijo Tess—. ¡Quiero enseñarte una cosa!
La calle transcurría paralela a la cuesta, y pasaron por delante de una peluquería
y una tienda de lencería. Angela se iba fijando en las fachadas de las casas color
miel y descubrió muchos balconcitos, con las barandas de hierro forjado, llenos hasta
los topes de macetas con geranios, petunias y otras plantas de hojas verdes repletas
de brotes que crecían buscando el sol.
Tess se detuvo frente a una tienda que fascinó a Angela de inmediato. En el escaparate
había dispuestas telas con drapeados que permitían percibir su caída, y el ojo entrenado
de Angela reconoció al instante que eran tejidos sumamente especiales. Tess le lanzó
la típica mirada que se dedica a alguien a quien le has preparado una sorpresa antes
de abrir la puerta de la tienda. Una alegre campanilla anunció su presencia.
Angela miró a su alrededor. La luz era suave, pero las numerosas telas que llenaban
los estantes se encargaban de reflejarla teñida de todos los colores posibles del
arcoíris. Había pañuelos de gran formato colgados de unos percheros, de manera que
caían formando ondas cuidadosamente estudiadas sobre mesitas bajas.
—¿Son de seda? —preguntó con los ojos como platos.
—Tejida a mano —añadió Tess.
Angela extendió la mano hacia un chal rojo carmesí y lo acarició con sumo cuidado.
Le pareció tan increíblemente suave y delicado que se sintió conmovida de inmediato.
Lo cogió, se acercó al escaparate para percibir mejor la intensidad del rojo a la
luz del día y asintió en señal de reconocimiento. Luego volvió a dejar el chal en
su sitio y palpó un pañuelo cuadrado. Una cara le pareció más bonita que la otra,
y en cada tejido apreció un tacto diferente.
La mirada de Angela recayó sobre una estola. Era del color de los pétalos de rosa
más claros, un rosado muy delicado casi blanco, aunque sin llegar a serlo del todo.
Parecía fresca y cálida al mismo tiempo y, cuando Tess se la puso por encima de los
hombros para probársela, Angela se sintió envuelta por una segunda piel.
—Te queda fabulosa —comentó Tess instándola a volverse un poco, de manera que pudiera verse en el espejo—.
Combina a la perfección con tu pelo rubio y tu tono de piel.
—È vero—oyó decir Angela a una agradable voz femenina, tras lo cual procedió a buscarla mirando
a su alrededor. Una joven que debía de rondar la veintena, con los ojos del color
del ámbar y el pelo castaño y rizado cortado a logarçon, había aparecido tras el mostrador con una amplia sonrisa en los labios—. ¡Da la
impresión de que la hayan tejido especialmente para usted, signora!
—¿Qué os parece si os presento? —intervino Tess—. Esta es mi sobrina Angela. Me permites que te llame así, ¿verdad?
En realidad es la hija de mi mejor amiga. ¡Y esta es Fioretta!
—¡Qué alegría! —exclamó la joven italiana—. ¡Bienvenida! ¿Es la primera vez que visita Asenza?
—Sí —respondió Angela sin poder evitar seguir acariciando la estola para apreciar su textura—.
¡Este lugar es precioso! ¡Comprendo muy bien que Tess no quiera marcharse de aquí!
Pero, por favor, cuénteme: ¿de dónde son estos tejidos?
—De nuestra propiatessitura, naturalmente —respondió Fioretta—. Nuestra tejeduría de seda, que ya tiene casi doscientos años
de antigüedad. Todas estas piezas sin excepción han sido elaboradas a mano en telares
históricos. También esta bonita estola. En concreto, esta la tejió Maddalena. Fíjese,
lo pone aquí...
Fioretta se acercó a Angela y le señaló una pequeña etiqueta cosida discretamente
en el borde del tejido. Esta reconoció una estilizada lanzadera de telar y, debajo,
las palabras«Tessitura di Asenza. Fatto a mano da Maddalena».
—Cada tejedora tiene su propio símbolo —siguió explicando Fioretta—, porque cada pieza contiene la esencia de quien la ha
tejido. Y a Maddalena se la conoce sobre todo por la suavidad de sus obras.
—Y ¿dónde se encuentra exactamente esa tejeduría?
—Aquí, en la Villa de la Seda —respondió Fioretta señalando hacia la puerta por la que había aparecido—. Si lo desea,
puedo organizar una visita para que pueda verla. Creo que tú tampoco has visto el
taller todavía, ¿verdad, Tessa? Antes tendría que avisar a las tejedoras. No les gustan
nada las visitas sorpresa.
«Qué bonito es el nombre de Tessa», pensó Angela. Sabía perfectamente que los italianos
preferían rematar los nombres alemanes que terminaban en consonante con unaao unao, según si se trataba de una mujer o de un hombre.
—Eso estaría muy bien —respondió enseguida—. Cuando les venga mejor, al fin y al cabo la casa de Tess está
a la vuelta de la esquina. No hay prisa.
Sin embargo, sintió verdadera impaciencia en su interior por poder comprobar con sus
propios ojos cómo se fabricaban piezas tan suntuosas como la que en esos momentos
llevaba sobre los hombros.
El corazón le latía con fuerza cada vez que miraba a su alrededor en la tienda. Había
suaves tejidos de seda, pero también piezas de tela más tupidas. Algunas parecían
más lisas y brillantes que otras. Las había de un solo color y otras en las que se
combinaban diferentes tonos. Un paño que ofrecía un efecto parecido al de las olas
del mar le llamó la atención. Estaba tejido con hilos de color petróleo, turquesa,
celeste y verde botella, y brillaba con más intensidad que el resto de las telas.
—En este, Anna mezcló seda con fibras de lana procedentes de Indonesia —le explicó Fioretta—. ¿Lo ve? El hilo celeste tiene un brillo distinto. A Anna le
encanta experimentar. Fíjese en este de aquí —dijo mientras sacaba de un estante una pieza de tela verde oscuro—. ¿No le parece
que es como un fragmento de un prado florido? Para ello empleó seda sin tratar y cáñamo
hilado. Por cierto, las fibras de nuestra tejeduría se tiñen todas con pigmentos naturales.
Por eso son todas piezas únicas.
—¡Qué maravilla! —exclamó Angela fascinada.
—Tienes que saber, Fioretta —intervino Tess—, que Angela estudió Artes Textiles. Si alguien sabe apreciar un buen
trabajo artesanal frente a los artículos fabricados en masa, es ella.
Angela se acaloró de repente. Hacía mucho tiempo que no se dedicaba a las artes textiles.
Aunque Tess tenía razón en algo: le encantaba esa clase de artesanía tan inusual.
De ahí que estuviera tan emocionada por conocer a las mujeres que se dedicaban a elaborar
aquellas piezas extraordinarias.
—Y ¿quién se encarga de planificar los diseños? —le preguntó a Fioretta.
La joven se quedó desconcertada.
—Nadie —respondió—. No hay diseño. Cada tejedora hace lo que le apetece. A veces acaban saliendo
cosas como esta —explicó mientras, de un compartimento que quedaba bajo el mostrador, sacaba un trabajo
especialmente abigarrado que no debía de haber complacido a su creadora en absoluto,
puesto que no pasaba de ser una colcha depatchworkpenosa, elaborada a partir de los materiales más selectos—. Aquí se nota que alguien
no tuvo un buen día —comentó intentando alisar el tejido infructuosamente—. A veces las cosas salen así
—constató, y acto seguido se encogió de hombros y volvió a guardar aquella pieza invendible
bajo el mostrador.
No obstante, Angela supo apreciar el valor de la materia prima y el tiempo de trabajo
dedicados al intento. No en vano durante veinte años había participado en el éxito
de una próspera empresa. Errores como el que acababa de ver no podían suceder muy
a menudo sin poner en peligro la existencia del taller.
—¿Cuánto tiempo tarda una tejedora en elaborar algo como esto? —preguntó mientras señalaba la estola rosada que todavía llevaba sobre los hombros.
—Tranquilamente dos días —respondió Fioretta—. Solo para preparar el telar que permite tejer varios paños ya
es necesario un mes entero. Por no hablar del tiempo que requiere teñir los hilos
de seda con anterioridad.
Angela guardó silencio impresionada. Mentalmente se dedicó a calcular los salarios
e intentó estimar el precio de la materia prima. Aquella estola debía de costar una
verdadera fortuna, sin duda no podría permitírsela. Con sumo cuidado, se la quitó
de los hombros y, cuando volvió a dejarla sobre el mostrador doblándola con delicadeza,
constató con sorpresa que tenía frío.
—¿Qué haces? —preguntó Tess—. Esa estola la hicieron para ti, Angela. Nos la llevamos.
Ella rechazó el gesto.
—Es que todavía no me he decidido —le dijo a Tess dándole largas—. Volveremos para que nos enseñen la tejeduría. Y me
lo pensaré de nuevo.
Se volvió para marcharse y vio a Tess y Fioretta intercambiar una mirada. Pensó en
explicárselo a Tess más tarde. «Qué lástima», pensó con un extraño pesar mientras
se despedía de Fioretta. Le encantaban las cosas bonitas. Y sin embargo no era de
las que querían tener enseguida todo lo que deseaban.
Leer más