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Entrada a Galicia del Camino Francés
En la actualidad
Ya era bien entrado mayo, pero hacía un frío helador en la aldea de lo alto de la
montaña. Era ese tipo de frío que al notar la inminente irrupción del verano se esconde
en los rincones sombríos y húmedos y solo sale a última hora, cuando los paseantes
en manga corta se han confiado. Un frío seco, afilado, rabioso porque sabe que su
tiempo se acaba hasta el siguiente invierno. Por eso, pese a la fecha, en Pedrafita
do Cebreiro el invierno parecía aún cómodamente instalado y no tenía pinta de querer
irse a ninguna parte.
Laura sintió una ráfaga de viento cortante y se subió el cuello de su abrigo con un
estremecimiento. Hacía solo dos horas que ella y Carlos habían llegado hasta allí
y ya les había dado tiempo de sobra de recorrer toda la pequeña población. Las antiguas
pallozas con su techo de paja apretada y aspecto de haber salido del medievo le habían
arrancado una exclamación de asombro. Aquel poblado en la cima de las montañas marcaba
la entrada del Camino de Santiago en Galicia, y en las miradas y los comentarios del
puñado de peregrinos ateridos que se apelotonaban en la puerta del albergue se notaba
la satisfacción de saber que estaban a apenas ocho etapas de su destino final.
Desde lo alto del pueblo, Laura y Carlos tenían una vista directa sobre las casas
apiñadas unos metros más abajo. No podía haber más contraste entre ellos dos y los
viajeros cansados, ajenos a sus ocasionales vistazos. Frente a las mochilas, la gastada
ropa de viaje, las mallas térmicas y las botas llenas de barro, el traje de sastre
y los elegantes zapatos italianos de Carlos parecían completamente fuera de lugar
sobre las piedras de Pedrafita. Laura levantó un poco más las solapas de su abrigo
y se rodeó con los brazos.
—¿Qué? —preguntó al ver que él la miraba de reojo.
—Nada.
Algo en la media sonrisa con que lo había dicho le hizo dudarlo.
—¿Qué pasa? Venga, suéltalo —insistió.
—Estaba pensando en cómo voy a convencerte para que me dejes quitarte la ropa más
tarde si en el hotel tienes tanto frío como aquí fuera.
Laura le devolvió la sonrisa traviesa y él arqueó una ceja en un gesto que siempre
le funcionaba con ella.
—Te aviso... —Carlos señaló con la barbilla a un peregrino quemado por el sol que se quitaba los
calcetines justo en ese instante—. Desde luego me resultas mucho más atractiva que
ese individuo de pies sucios, aunque si lo prefieres, puedo invitarle a cenar a él.
No es mi tipo, pero seguro que...
Laura le dio un golpe en el hombro y trató de no reírse.
Eso era algo que Carlos hacía muy bien, sin duda. Siempre lograba que su faceta canalla,
de jugador, no chocara con su lado cariñoso. Vio cómo él la miraba divertido, e interiormente
se sintió complacida. En ese punto de su vida, necesitaba momentos como aquel, recordatorios
constantes de que estaba viva y que cada segundo, cada inspiración, cada parpadeo,
era un pequeño milagro.
Porque Laura debería llevar un año muerta.
Y sin embargo, allí estaba, de pie sobre los adoquines helados de Pedrafita do Cebreiro,
a más de ocho mil kilómetros de su último hogar, con un hombre increíble a su lado
y sintiéndose feliz por primera vez en mucho tiempo. No era para menos.
—Te propongo una cosa —dijo Carlos, como si se le acabase de ocurrir—. Cenemos aquí, en lo alto. Ahora.
—¿Aquí? —Ella miró a su alrededor confundida—. Pero si aquí no hay nada.
—Está esa hospedería. —Hizo un gesto hacia el edificio de mampostería con ventanas estrechas frente al que
descansaba el grupo de peregrinos—. Resulta que tiene un pequeño comedor privado,
con acceso independiente por la parte trasera, y lo he reservado para dentro de un
rato. No es muy lujoso, pero tiene su encanto.
—¿Reservado? Pero si acabamos de llegar y no has tenido tiempo de... —De repente abrió los ojos al comprender—. ¡Lo tenías todo planeado!
Carlos rio. Era una risa franca, fresca, golosa.
—La ocasión lo merece. —La envolvió en un abrazo—. Es el principio del resto de tu vida.
—El resto de mi vida —murmuró Laura respirando en su cuello mientras sentía el calor de su abrazo. Sonaba
casi demasiado bien como para ser verdad.
Unos minutos después estaban en el interior de la hospedería. El contraste con el
exterior no podía ser más acusado. Fuera, la noche iba cayendo sobre Pedrafita, mientras
que una fina llovizna helada se había mezclado con el viento y había ahuyentado a
todo el mundo. Los peregrinos se habían refugiado del mal tiempo y desde el comedor
se oían sus voces apagadas en la sala común que compartían en la planta baja. Un fuego
cálido rugía en una chimenea junto a la ventana y las paredes forradas de madera se
solapaban con el calor que salía de ella.
—¿Qué te parece?
—Es estupendo. —Laura sonrió satisfecha mientras dejaba que su mirada vagase a través de la ventana.
Fuera, las sombras oscuras de las pallozas se iban convirtiendo en formas difusas,
y las gotas de lluvia resbalaban por los cristales. Su mirada se enfocó por un momento
en el reflejo que le devolvía la ventana, el de una mujer joven y de rostro anguloso,
de poco más de cuarenta años y con una espesa cabellera de pelo negro envolviendo
su rostro. Los pómulos altos, labios gruesos y ojos de un azul casi glacial que parecían
perforar a su interlocutor. Una suave cicatriz recorría su mejilla derecha y se deslizaba
por el cuello, perdiéndose bajo la ropa hasta alcanzar el nacimiento de su clavícula,
allí donde una pieza de metal retorcido se había clavado un año atrás, casi seccionándole
la carótida.
Curiosamente, aquella marca realzaba su belleza exótica en vez de deformarla, igual
que el punto de fuga de un lienzo realza cada una de las pinceladas.
Laura metió la mano en uno de los bolsillos de su abrigo y sacó un trozo de papel
gastado y con los bordes romos y manoseados. Había hecho aquel gesto más de dos docenas
de veces a lo largo del día, sin pararse a pensarlo, buscando algo que ni siquiera
sabía definir.
Apoyó el papel sobre su plato. Era una vieja foto amarillenta de un grupo de casas
desperdigadas en el fondo de un valle. La vegetación que las rodeaba era verde y densa
y los tejados rojos salpicaban el paisaje, coronando viejos muros de piedra. Al fondo,
descollando sobre las demás, una edificación algo más grande y oscura dominaba el
lugar. La imagen se interrumpía en la esquina inferior derecha, que parecía haber
sido invadida por la noche, hasta que uno se fijaba con atención y descubría que aquel
retazo del papel estaba ennegrecido, como si hubiese estado expuesto a un calor muy
intenso.
Laura le dio la vuelta, como había hecho infinidad de veces, sabiendo lo que iba a
encontrar en el reverso de la fotografía. Una letra picuda y llena de energía, en
tinta azul. Un texto corto, mutilado:
Pasó la yema de los dedos por la parte necrosada de la foto, deseando poder descubrir
las letras que faltaban, como si aquel gesto le permitiese adivinar la historia que
se ocultaba detrás del mensaje que un desconocido le mandaba desde otra vida.
Porque aquella foto era todo lo que la conectaba con su vida anterior. Y no tenía
ni la menor idea de qué se trataba, ni de dónde era aquella imagen. La respuesta,
si existía, estuvo un día anotada al dorso y el fuego se había encargado de borrar
el nombre, dejando solo una breve pista: «nuestro lugar secreto», en algún punto de
Galicia.
—¿Te ha venido algo a la cabeza? —La voz de Carlos la sobresaltó.
Su pareja la miraba desde el otro lado de la mesa, tratando de aparentar indiferencia,
aunque Laura era capaz de percibir su expectación, su tensión, en multitud de pequeños
gestos y tics.
Respiró hondo y meditó un momento antes de responder.
—No —dijo—. Sigue sin haber... nada.
Pudo adivinar un destello de decepción en el fondo de las pupilas de Carlos durante
una fracción de segundo, tan fugaz que pasó casi inadvertida. En vez de eso, él estiró
las manos sobre la mesa para coger las suyas.
—No pasa nada. —Se encogió de hombros—. Quizá mañana, o dentro de unos días. ¿Quién sabe?
Ella dejó escapar un gemido de angustia.
—¿Y si no lo recuerdo nunca? —Señaló la foto con la barbilla—. ¿Y si jamás soy capaz de llenar los huecos que faltan?
—Bueno, en ese caso, tendremos que construir historias nuevas. —Y esta vez su sonrisa fue más amplia que las anteriores—. Juntos.
—Juntos. —Laura sonrió, aunque algo seguía rondándola, un bicho inquieto relacionado con aquel
agujero en su memoria, que le impedía disfrutar en plenitud. Y eso la ponía aún más
nerviosa.
Carlos se inclinó hacia ella de improviso y la besó en los labios. Un beso firme y
cálido que bastó para que todos los fantasmas que pululaban por la cabeza de Laura
se replegasen hasta una esquina, espantados por la ola de calor y cariño que le anegó
el pecho. Él le dedicó otra sonrisa y, de golpe, todo estuvo en su sitio de nuevo.
—¿Sabes que me haces muy feliz? —musitó ella en un arrullo.
—Eso intento. —La sonrisa se ensanchó un poco más.
—¿No te da miedo apostar por alguien como yo? —Laura apretó los puños sobre el mantel—. Ya sabes lo que quiero decir.
—Arriesgaré siempre por lo que huela a felicidad —le respondió él muy serio—. Por ti.
Justo entonces el camarero se acercó arrastrando los pies, con una botella de vino
en la mano. Era un chico joven, de no más de veinte años, con el pelo alborotado recogido
en una coleta y una gastada camiseta de Iron Maiden, al que se le veía más acostumbrado
a tratar con peregrinos cansados que a servir en mesas de mantel de lino. Al llenar
las copas derramó un par de gotas sobre el mantel, aunque no pareció advertirlo.
—Por nosotros. —Carlos levantó la suya—. Por ti. Por tu nueva vida.
—Por nosotros.
En el mismo instante en que las copas se entrechocaban, un zumbido rompió la magia
del momento. Laura tardó un segundo en darse cuenta de que aquel sonido provenía de
su bolso, colgado en el respaldo de la silla.
—¿Es tu teléfono?
—Eso parece —balbuceó ella—. Pero no entiendo...
—¿... cómo es posible? —terminó él la frase—. Yo tampoco.
La sorpresa de Carlos parecía genuina y no era para menos. Solo había una persona
en el mundo que supiese aquel número de teléfono, y era él.
—¿Estás llamándome tú?
—Está claro que no. —Sentado enfrente de Laura, era evidente que no estaba haciendo ninguna llamada.
Laura revolvió en el bolso hasta que sus dedos se cerraron en torno al aparato. Se
lo había regalado Carlos un par de meses antes, cuando ella había comenzado a hacer
vida independiente de nuevo.
El terminal seguía vibrando en su mano mientras en la pantalla las palabras «Número
oculto» se burlaban de su desconcierto. De repente, el zumbido cesó y el aparato se
sumió en el silencio.
—¿Qué ha sido eso?
—No tengo ni idea. —Laura negó con la cabeza—. No sé cómo...
El terminal revivió con un zumbido. Otra vez un brillante «Número oculto» resplandecía
en la pantalla. Laura dejó caer el teléfono sobre la mesa como si quemara.
—¿No lo vas a coger?
—Pero ¿quién puede ser?
—Solo hay una manera de saberlo, ¿no?
Laura vaciló durante un segundo, con la sensación hormigueante en el estómago del
saltador subido en el trampolín más alto. Deslizó el dedo por la pantalla y se acercó
el terminal al oído.
Más tarde se preguntaría qué habría pasado si no hubiese hecho eso, si se hubiese
limitado a dejar que aquel trasto sonase hasta agotar la batería. O si lo hubiese
apagado. Qué habría sido distinto, qué habría cambiado. Quizá todo. Quizá nada.
Pero no lo hizo.
Y ahí empezó todo.
—¿Diga? —Un crujido metálico y una serie de chasquidos sonaron al otro lado de la línea—. ¿Oiga?
¿Quién es?
Silencio y más crujidos. Y, de pronto, la línea se quedó muda.
—¿Y bien? —preguntó Carlos.
Ella meneó la cabeza, confusa.
—Se ha vuelto a cortar.
—Quizá no haya buena cobertura aquí dentro. —Carlos señaló las gruesas paredes de piedra que los rodeaban—. Este sitio es como
una fortaleza.
Laura contempló la pantalla. En la esquina superior, una minúscula y triste barra
de cobertura parpadeaba como una vela a punto de apagarse.
—Voy a salir —dijo llena de determinación.
Como suele suceder con la mayoría de los pequeños desafíos diarios, descubrir quién
se ocultaba tras aquella llamada misteriosa se había convertido de repente en una
espina clavada, un picor absurdo que necesitaba aliviar.
—Seguro que fuera no habrá problemas de cobertura.
Carlos miró dubitativo a través de la ventana. La lluvia caía con más fuerza e, impulsada
por el viento, dibujaba remolinos perezosos que rebotaban en el suelo de piedra.
—Te vas a calar.
—Será solo un minuto —dijo ella resuelta mientras se levantaba de la mesa.
—¿Quieres que...?
—No, no, no vengas. Me puedo encargar de esto sola. —Ya habían hablado de que necesitaba aumentar su grado de autonomía—. Pero ni se te
ocurra empezar a cenar sin mí.
—Descuida. —Sonrió, estirándose en su silla como un gato, mientras Laura se alejaba—. Aunque no
prometo nada sobre el vino.
—No creo que te atrevas —replicó ella, y le lanzó un beso antes de salir del reservado.
Más tarde le daría muchas vueltas a esa conversación, a todas y cada una de esas palabras.
A lo que podría haber dicho, en vez de esa frase entre retadora y juguetona. Pero
aún no lo sabía.
Cuando salió al exterior, una oleada de viento gélido cargado de humedad la envolvió
de inmediato. Miró a su alrededor, pero el pueblo parecía desierto bajo la tormenta,
al menos hasta donde alcanzaba el radio de luz del farol situado sobre el dintel.
No había nadie más bajo el diminuto alero que cubría apenas un metro de ancho alrededor
de la puerta. La entrada al albergue de peregrinos quedaba por el otro lado del edificio
y, a aquella hora, casi todas las luces de la planta baja estaban apagadas y los huéspedes
durmiendo, a la espera de una jornada agotadora al día siguiente. Por lo demás, daba
la sensación de que no había un alma en Pedrafita. Como si fuese un pueblo fantasma
aguardando expectante, en medio de la noche, a que sucediese algo.
Laura se abrazó, notando cómo se le ponía la piel de gallina bajo la fina blusa. Se
dio cuenta entonces de que se había dejado el abrigo dentro. Pensó en entrar a por
él, pero quizá entonces se volviese a cortar la llamada, así que esperó un poco más.
Solo un poco más.
Pasaron dos largos minutos. El viento zumbaba en los canalones del edificio y, en
una esquina, una pequeña cascada borboteaba tratando de aliviar el agua que se acumulaba
en el tejado, lanzando una lluvia de gotas en todas direcciones cuando chocaba contra
el suelo. Laura temblaba de frío, empezaba a irritarse con el misterioso autor de
la llamada y las ráfagas de viento le estaban empapando las piernas. Ya estaba a punto
de renunciar y volver a entrar al calor confortable del salón cuando el teléfono vibró
de nuevo.
Dejó que sonase dos veces antes de descolgar, con los dedos ateridos.
—¿Sí? ¿Quién es?
Durante un interminable momento, no pudo escuchar nada al otro lado, excepto el zumbido
casi inapreciable de la línea. Entonces, alguien habló:
—Hola, Laura. Ha pasado mucho tiempo.
Laura notó que se le erizaban los pelos de la nuca. Su cuerpo se estremeció con violencia,
pero no a causa del frío y de la lluvia, sino por otro motivo, algo mucho más profundo
y oscuro que estaba enterrado dentro de ella.
Conocía esa voz. Estaba segura.
Quiso hablar, pero no fue capaz de articular sonido. Su garganta estaba bloqueada,
se le había disparado el pulso. Se apoyó contra la pared para no derrumbarse.
—Se ha confundido de número. —Su voz le sonó chillona incluso a ella, teñida de un pánico absurdo y de origen desconocido—.
N-no le conozco.
—Vamos, vamos —susurró el hombre. Laura casi pudo adivinar la sonrisa condescendiente al otro lado
del teléfono—. ¿Realmente crees que eso es importante ahora mismo? Lo que necesito
es que prestes mucha atención a lo que voy a decirte.
—No sé quién es usted —susurró, sin poder dejar de temblar—. No sé qué quiere, pero si esto es una broma,
no tiene gracia.
—Suponía que dirías algo así —suspiró.
—Voy a colgar.
—No cuelgues. Tienes que escucharme.
—No tengo que hacer nada —insistió ella más segura—. Voy a colgar.
El hombre del otro lado de la línea guardó silencio, solo unos instantes.
—Haz lo que quieras, pronto cambiarás de opinión —zanjó él ominoso—. Volveremos a hablar en muy poco tiempo. Hasta dentro de un rato,
querida.
Laura finalizó la llamada. Por un segundo se quedó inmóvil, jadeando, mirando el terminal
como si temiese que la voz del hombre pudiese seguir saliendo de aquel aparato pese
a que ella había cortado la comunicación.
Se pasó una mano temblorosa por el cabello, desconcertada ante la reacción de su propio
organismo: su cuerpo respondía como si hubiese visto un nido de serpientes reptando
hacia ella. Cerró los ojos e intentó controlar el ritmo de su respiración. Poco a
poco su pulso fue recuperando la normalidad, mientras las gotas de lluvia la salpicaban
arrastradas por las rachas de viento.
No podía ser solo por la extraña conversación que acababa de tener. Había algo más,
una reacción visceral que la voz de su misterioso interlocutor acababa de disparar.
Algo en su interior le decía que no era la primera vez que hablaba con aquella persona,
pero no podía identificar nada concreto, más allá de la desagradable sensación de
que le resultaba familiar. Su mente trabajaba a toda velocidad, repasando cada frase,
tratando de recuperar cualquier esquirla de información que arrojase algo de luz.
La voz del hombre era profunda, un tanto ronca, como la de alguien que ha fumado durante
muchos años. De mediana edad, pero con un acento totalmente indefinible. Hablaba castellano
con soltura, aunque ciertos matices en la pronunciación le hacían pensar que no era
su lengua materna; aun así, no eran tan marcados como para permitir darle una nacionalidad
concreta.
Sin embargo, lo que más le preocupaba era la sensación de certeza que transmitía aquella
voz. De inevitabilidad. Como si supiese algo que ella desconocía y que debería ser
evidente.
Tengo que contárselo a Carlos, se dijo mientras sentía la urgencia anidada en su vientre. Él sabría qué hacer.
No solo era su pareja, también había sido su médico. Sin duda la ayudaría a encontrar
respuestas. O, al menos, a domar la ahogante sensación de ansiedad que le apretaba
el pecho.
Volvió a entrar en el albergue, con el teléfono todavía aferrado en la mano. El contraste
de temperatura con el exterior nada más llegar al vestíbulo fue reconfortante. Alguien
había apagado las luces del techo y tan solo una lámpara colocada sobre una mesa esparcía
un charco de luz en medio de las penumbras. Desde el arranque de las escaleras, podía
ver el brillo de la habitación superior, donde se hallaba el reservado. Subió las
escaleras a paso rápido, casi saltándose los últimos peldaños.
—Carlos, no te vas a creer lo que ha... —La frase murió en sus labios nada más cruzar la puerta.
Carlos no se encontraba allí. La habitación estaba desierta.
Por un momento, el pánico se apoderó de ella, hasta que una idea explotó en su mente,
cegadora.Está en el baño, idiota. Eso es. La sensación de alivio fue tan abrumadora que se sintió renacer. La puerta del baño
estaba al fondo de la sala y se dirigió hacia allí a paso rápido. Golpeó con los nudillos
sobre la placa donde poníacaballerosantes de perder la paciencia y abrir la puerta.
El aseo estaba vacío y a oscuras. Laura entró para asegurarse, pese a que no había
un solo rincón en aquel diminuto cubículo que no quedase a la vista. Cuando revisó
el baño de mujeres, que estaba al lado, el resultado fue el mismo. No había nadie
allí. Estaba sola en aquella planta.
Quizá mientras ella estaba fuera esperando la llamada, Carlos se había impacientado
y había salido también en su búsqueda. Quizá mientras ella estaba allí, de pie, como
un pasmarote, su chico estaba dando vueltas bajo la lluvia, buscándola, preocupado.
Pero de esta sala solo se puede salir por esas escaleras que acabas de subir, gruñó la parte más analítica de su cerebro.Y tendría que haber salido por la puerta principal, de la que no te has alejado ni
un metro. Ambos tendríais que estar ciegos para no veros.
Aun así, bajó de nuevo las escaleras y se asomó al exterior. Fuera, la lluvia arreciaba.
Un relámpago destelló de repente, bañando todo con una fantasmal pátina azulada. Un
par de segundos más tarde, un trueno ronco y profundo reverberó en sus huesos.
De golpe se dio cuenta de que aún tenía el teléfono en la mano. Desbloqueó el terminal
y abrió la agenda, en la que había un único y solitario contacto: Carlos. Pulsó sobre
el nombre y se acercó el aparato al oído, sin ser consciente de que había salido del
resguardo del alero y de que se estaba empapando.
El teléfono emitió un par de crujidos hasta que se oyó una cantarina voz de mujer:
«El número que ha marcado no se corresponde con ningún cliente. El número que ha marcado
no se corresponde con...».
Y eso era todo. Laura volvió a marcar tres o cuatro veces, siempre con el mismo resultado.
Intentó marcarlo cifra a cifra, en vez de usar la agenda, pero nada cambió. La enervante
voz pregrabada le repetía que aquel número no existía. No había nadie al otro lado.
Estaba sola.
—¡Carlos! —gritó en la noche—. ¡CARLOS!
Solo el aullido de un par de perros le respondió. El rumor del agua cayendo apagaba
todos los sonidos y resultaba desorientador para ella. Caminó bajo la lluvia, sin
advertir que estaba calada hasta los huesos. Recorrió a toda prisa las pocas calles
de Pedrafita —si es que se le podían llamar calles—, pero no vio un alma. De vez en cuando un trueno
retumbaba sobre ella con estrépito, como un eco de su miedo.
De pronto se encontró ante el coche de alquiler que los había llevado hasta allí desde
Madrid. Estaba aparcado en el mismo lugar donde lo habían dejado a primera hora de
aquella tarde y nada hacía pensar que alguien se hubiese acercado a él en todo ese
tiempo. Probó la cerradura, hasta que recordó que las llaves estaban en el bolsillo
de la chaqueta de Carlos.
Volvió sobre sus pasos hasta el albergue, en un estado de total confusión. No podía
entender cómo una velada maravillosa se había transformado tan rápido en algo sacado
de una de esas pesadillas en las que te despiertas empapada en sudor.
Se preguntó si no sería eso, si no estaría soñando. Pero si era un sueño, era una
experiencia espantosamente real. Y en ningún sueño el agua se te cuela dentro de los
zapatos, ni te cala de arriba abajo, como le estaba pasando a ella.
Una vez más, subió las escaleras. Dejando un rastro de agua, caminó hasta la mesa
y se dejó caer a plomo en su silla. Decir que estaba confusa, desorientada y asustada
era quedarse muy corto.
—¡Ah! ¡Menos mal! —dijo una voz a su espalda—. Pensaba que se había ido. Un rato más y la carne se habría
pasado por completo. Sí que le ha llevado tiempo esa llamada, señora.
Laura se giró y vio a un hombre bien entrado en la sesentena, grueso y con su escaso
cabello encanecido peinado de una forma ridícula, tratando de ocultar una calvicie
más que evidente. Vestía unos pantalones negros y una camisa blanca y en la mano sostenía
una bandeja metálica en la que reposaban unas chuletas de cordero con una guarnición
de pimientos asados que desprendían un aroma delicioso.
Apoyó la bandeja sobre la mesa y se quedó mirando sorprendido a Laura.
—¡Pero si está usted empapada! ¿Quiere que le traiga una toalla?
Ella negó con la cabeza, abrumada.
—¿Sabe dónde se ha metido el hombre que estaba cenando conmigo? ¿Le dijo a usted adónde
se iba?
La cara del camarero se transformó en una mueca de perplejidad. Y su respuesta fue
como un puñetazo en el hígado.
—¿El hombre? No entiendo qué quiere...
—Mi pareja, el hombre que estaba sentado justo en esa silla. —Señaló con exasperación al otro lado de la mesa—. Alto, de cuarenta y cuatro años,
moreno, con barba de tres días, ojos oscuros, delgado. ¿Sabe adónde ha ido?
El camarero se humedeció los labios con la lengua. Parecía genuinamente desconcertado.
—Señora... —vaciló—. No sé de qué me habla.
—¿Qué quiere decir?
El hombre parpadeó varias veces antes de contestar.
—No hay ningún hombre. Llegó aquí usted sin nadie más. Vino usted a cenar sola.
—¿Sola? Pero ¿qué dice?
—Señora. —El camarero se secó las manos con el trapo que llevaba colgado de la cintura—. Lo
que le quiero decir es que no hay nadie más. Nunca lo ha habido. Ha estado a solas
todo el rato.
2
—Eso es una gilipollez —murmuró, cuando una idea la asaltó de repente—: ¿Dónde está el chico que nos estaba
atendiendo? El joven, con la camiseta de un grupo heavy.
—¿Heavy? —Él la miraba con expresión bovina.
—Sí, esa con un esqueleto o algo así. —La impaciencia borboteaba dentro de ella como el agua en una tetera—. El chaval. ¿Dónde
está?
—No sé de qué me habla. —El hombre frunció el ceño—. Aquí solo trabajamos la cocinera y yo. No hay ningún chaval.
¿Está usted bien, señora?
Laura negó con la cabeza, más para ella misma que en respuesta. No podía ser. Aquello
no podía estar pasando de verdad.
—No sé qué clase de juego es este, pero no tiene ni puta gracia. —Su voz sonaba peligrosamente cercana a la histeria—. Vino su compañero, ese chico,
hace un momento y nos sirvió el vino en las copas y...
Su mirada se detuvo en el otro lado de la mesa y por primera vez fue consciente de
que el cubierto de Carlos había desaparecido. Sobre la mesa tan solo estaba su propia
copa y su plato, y en la silla opuesta no colgaba ninguna chaqueta.
Una bola helada se asentó en su estómago.
—No... pero...
Entonces se levantó y echó a correr hacia la puerta de la cocina, sin hacer caso a
los gritos del camarero a su espalda.
—¿Adónde va? ¡No puede entrar ahí!
Laura empujó las puertas batientes y entró en tromba en la pequeña cocina. Sobre uno
de los fogones borboteaba una tartera que rezumaba vapor. Al otro lado, una mujer
de unos cincuenta años con un mandil y una redecilla en la cabeza lanzó un grito de
sorpresa al verla.
—¡Ya le he dicho que aquí no hay nadie más! —protestó el camarero—. ¡Por favor, tranquilícese!
Pero Laura no le prestó atención y señaló hacia unas escaleras que bajaban a la planta
inferior.
—¿Adónde llevan?
—Al albergue de peregrinos, en la planta baja —respondió él—. Pero ahí solo están los huéspedes, se lo prometo.
—Eso ya lo veremos —masculló ella mientras bajaba las escaleras a toda prisa.
Los escalones desembocaban en una amplia sala comunal en la que había un par de mesas
alargadas con bancos a uno y otro lado. Sobre la mesa ya estaban distribuidas las
tazas y los cubiertos para el desayuno del día siguiente, pero allí no había nadie.
Abrió la puerta del fondo y un penetrante olor a sudor y a pies le inundó las fosas
nasales. Un coro de ronquidos punteaba las literas que se alineaban junto a las paredes.
Tanteó con la mano hasta encontrar el interruptor y encendió la luz. De inmediato
un par de gemidos irritados salieron de alguno de los bultos cubiertos con mantas.
—Cosa fai? Spegni la luce!—gruñó alguien.
Laura lo ignoró y levantó las mantas que cubrían a los huéspedes entre gritos de indignación
y protesta. Eran cinco hombres, incluido el pies sucios sobre el que habían bromeado
antes de ir a cenar, pero ninguno de ellos era Carlos.
Alguien se acercó por detrás y la sujetó con fuerza.
Fue todo muy rápido. Demasiado. De manera inconsciente se giró y retorció con un gesto
fluido la muñeca que la aferraba, y alguien cayó de rodillas con un gañido de dolor.
—¡Aaah! ¡Me la ha dislocado, joder!
Con el rabillo del ojo, Laura se dio cuenta de que era el camarero, que la había seguido
hasta allí. Le soltó la mano horrorizada. No tenía la menor intención de hacer aquello.
Había sido un accidente.
—Lo siento —balbuceó mientras las lágrimas se agolpaban en sus ojos—. Ha sido sin querer... Yo
solo... yo solo quería... Carlos...
—¡Llama a la Guardia Civil! —gruñó el camarero aún de rodillas.
La cocinera los miraba paralizada, pero al oír aquello salió corriendo hacia las escaleras
como si la persiguiese el demonio. Laura no tenía la menor duda de que antes de llegar
al piso de arriba ya estaría llamando al cuartelillo. El resto de los huéspedes, mientras
tanto, totalmente despiertos, se apelotonaban al otro extremo de la habitación, con
un repertorio de muecas que iban del estupor al miedo.
—Por favor, señora. —El hombre grueso levantó las manos con gesto conciliador—. No nos haga daño. Solo
somos peregrinos. No tenemos nada.
Un regusto ácido a bilis le trepó por la garganta. El aire enrarecido de aquella habitación
apenas le llegaba a los pulmones y la cabeza le daba vueltas. Sentía que estaba a
punto de desmayarse.
—Lo siento... —repitió—. Yo...
Entonces todo estalló en un fogonazo de luces brillantes y ya no pudo decir más.
Veinte minutos más tarde, Laura abrió los ojos y lo primero que vio fue una telaraña
que colgaba de la lámpara del techo. Durante un reconfortante segundo no recordó dónde
estaba, hasta que giró la cabeza, descubrió que la habían tumbado en uno de los sofás
de la sala común del albergue y todo regresó de golpe. Al otro lado, sentados en una
de las mesas, los peregrinos conversaban en voz baja, a la vez que le dedicaban miradas
cautas.
Un dolor de cabeza infernal le latía en las sienes. Se incorporó con un gemido, justo
en el momento en el que por la puerta entraba una pareja de agentes de la Guardia
Civil acompañando al camarero. El hombre tenía la muñeca envuelta en un trapo con
hielo y parecía muy enfadado.
—¡Esa es! —señaló hacia ella—. ¡Está loca! ¡Casi me parte el brazo! ¡Tenéis que detenerla!
—Bueno, bueno. Que todo el mundo conserve la calma. Primero vamos a averiguar qué
ha pasado aquí —templó los ánimos el más mayor de los dos agentes mientras señalaba al grupo de peregrinos—.
Durán, tú habla con ellos y con este señor, mientras yo interrogo a la mujer.
Entonces se volvió hacia Laura.
—Señora, ¿puede levantarse? ¿Está lo bastante bien como para hablar conmigo?
Ella asintió con la cabeza. Aunque sabía que se había metido en un lío, la presencia
de los agentes le resultaba reconfortante. Si Carlos había desaparecido, ellos la
ayudarían a dar con él.
Siguió al agente hasta el comedor donde, un millón de años antes, se había sentado
con su pareja para disfrutar de la cena. Abajo, la voz airada del camarero se mezclaba
con el tono tranquilizador del otro guardia civil.
—Soy el sargento Vilar —se presentó él mientras tomaba asiento en la mesa y le señalaba la otra silla—. ¿Cómo
se llama usted?
—Me llamo Laura Plaza —murmuró ella, consciente de que debía de tener un aspecto espantoso, pálida, ojerosa,
con el pelo empapado pegado a la cabeza y la ropa hecha un trapo.
—Muy bien, Laura. Antes de empezar, déjeme preguntarle algo. ¿Está drogada? ¿Ha tomado
algo? Necesito que me diga la verdad, porque lo sabré enseguida.
Ella negó con la cabeza.
—Estoy bien. —Señaló con un gesto la copa sobre la mesa—. Solo he tomado un sorbo de vino. La botella
aún está entera.
—Vale, me alegra saber que no está drogada ni borracha. —El sargento se pasó la mano por el pelo cortado a cepillo—. ¿Y ahora me puede explicar
qué ha pasado ahí abajo, por favor?
Laura asintió. Después del desvanecimiento que había tenido un rato antes, se sentía
insólitamente serena, como si la presión se hubiese volatilizado. Ni siquiera notaba
la angustia que antes le atenazaba el pecho. Se dio cuenta de todo eso en una fracción
de segundo, mientras miraba de hito en hito al agente.
—¿Por dónde quiere que empiece?
—Por el principio, si no le importa.
Comenzó a hablar. Le contó al agente todo lo que había sucedido desde que habían llegado
a Pedrafita, unas horas antes, hasta aquel mismo instante. Lo único que omitió fue
el contenido de la extraña llamada de teléfono. Por una parte ni siquiera estaba segura
de que hubiese ocurrido de verdad. Quizá había sido todo una alucinación. Y por otra,
algo le decía que, en caso de ser auténtica, era algo en lo que aquel agente no podría
ayudarla.
—Entonces, a ver si lo entiendo —dijo el sargento mientras repasaba sus notas—. Su pareja había desaparecido cuando
usted volvió de atender una llamada perdida, ¿no es así?
—Eso es.
—Sin embargo, no hay nadie en todo este albergue que lo haya visto. ¿Cómo me explica
eso?
—No lo sé.
—Es raro. —La taladraba con la mirada—. Raro de narices, ¿verdad?
—No estoy loca, si es lo que piensa.
—No lo sé, señora, no soy médico. —Señaló su bolso con el dedo—: ¿Me deja verlo?
—¿Por qué?
—Quiero ver si lo que hay dentro coincide con lo que me está diciendo o no, eso es
todo. No está obligada, pero hará las cosas más fáciles que si la detengo y la registro
en el cuartelillo.
Ella asintió y le pasó su bolso. El sargento le dio la vuelta y sin ninguna ceremonia
lo vació sobre la mesa. Allí estaba su pasaporte, con la tapa trasera ligeramente
desgarrada, un neceser, una barra de labios, un paquete de pañuelos y, para sorpresa
de Laura, las llaves del coche de alquiler. No recordaba haberlas metido allí. Tenía
la certeza de que no habían salido del bolsillo de Carlos en ningún momento. Estuvo
a punto de decirlo, pero antes de abrir la boca se dio cuenta de que sonaría como
una trastornada, así que apretó los labios y se limitó a observar cómo el sargento
Vilar revolvía entre sus cosas.
—Este pasaporte está algo deteriorado —dijo el hombre mientras pasaba las páginas—. Veo que ha estado usted en México.
—Allí fue donde se desgarró la tapa trasera. En Guadalupe, hace un año.
—¿En Guadalupe? —Arqueó la ceja extrañado, y de repente una mirada de asombro sustituyó su expresión—.
No querrá decir que... ¿Estaba eneseGuadalupe el día del atentado?
—Allí mismo.
—Pero eso, ¡joder! —El agente parecía turbado—. Perdón. Quería decir, ¿cómo fue?
—Tan terrible como se vio en televisión. —Se encogió de hombros—. Más, probablemente. Pero no puedo decirle más, por mucho que
insista.
—¿No puede o no quiere?
—No puedo.
—¿Por qué?
Laura cerró los ojos y se recostó contra el respaldo de la silla. Se sentía cansada
más allá de lo normal, y el dolor de cabeza la estaba torturando. Tener que volver
a contar todo aquello no ayudaba en absoluto.
—Ciento treinta y cuatro muertos, seiscientos cincuenta heridos —recitó de memoria antes de abrir los ojos—. Yo fui una de las heridas.
—¿Es allí donde se hizo eso? —El sargento señaló la cicatriz que le bajaba por el cuello.
—Eso... y esto otro. —Laura apartó un mechón de su cabello y le mostró al agente la fea marca en zigzag
que se perdía bajo su pelo apelmazado por la lluvia.
—Coño —silbó entre dientes—. ¿Cómo se lo hizo?
Aquel día había sufrido un traumatismo craneoencefálico cuando un trozo de hormigón
de medio kilo le golpeó la cabeza. La encontraron inconsciente en el suelo y no despertó
hasta seis semanas después. Estuvo en coma y a un paso de la muerte, pero, de alguna
manera, se las había apañado para agarrarse a la vida. Los médicos decían que era
un milagro que pudiese hablar y comer por sí misma. Debería ser un vegetal, en el
mejor de los casos..., pero ahí estaba, valorando qué decir, qué callar, haciendo
cálculos sin saber por qué los hacía.
—Un mal golpe —se limitó a responder con una sonrisa amarga.
—Ya veo —musitó pensativo el sargento—. ¿Y ya está recuperada?
—No del todo —suspiró ella, sabiendo que iba a llegar a una parte de la conversación poco agradable—.
Sufro de amnesia retrógrada desde el día del atentado.
—¿Amnesia retrógrada?
—La memoria y los recuerdos se almacenan de forma algo difusa en el lóbulo prefrontal.
—Se pasó la mano sobre la cicatriz de la cabeza, distraída—. Sufrí un hematoma subdural
en esa zona.
—¿Y no recuerda nada?
—Nada que sucediese antes de despertarme en el hospital. Los médicos dicen que quizá
algún día lo recupere todo o quizá solo una parte. También cabe la posibilidad de
que jamás recuerde nada. ¿Qué le parece?
—Terrible —la interrumpió él—. Entonces... ¿No sabe nada de su vida?
Laura apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia él tratando de encontrar las
palabras, mientras los pensamientos se le apelotonaban en la boca. No, no sabía nada.
O casi nada. No sabía quién era, ni dónde había nacido o vivido toda la vida. No sabía
quiénes eran sus padres o sus amigos, cómo se ganaba la vida, de quién se había enamorado,
cuáles eran sus sueños o sus rutinas. Ni cuentas bancarias, ni redes sociales, nadie
que preguntase por ella, ningún hilo del que tirar. No sabía ninguna de todas esas
cosas que todo el mundo daba por sentadas. Lo único que sabía era que se llamaba Laura
Plaza, que al parecer nació en Madrid hace cuarenta y un años y que había entrado
en México cuatro días antes del atentado de la basílica de Nuestra Señora de Guadalupe
en un vuelo de Iberia..., y todo eso lo sabía porque lo ponía en su pasaporte.
Miró al policía a los ojos, seria, tratando de encarrilar aquello.
—Lo que sé es que vine aquí con Carlos, y que preferiría estar fuera buscándole que
aquí dentro hablando de aquel día.
—Carlos Posadas. —Vilar se dio por aludido y volvió los ojos a su libreta—. Su marido.
—Mi novio —corrigió ella.
—¿Han venido a Galicia por turismo?
—Estamos haciendo el Camino de Santiago. Más o menos.
—¿En coche?
—Ya le he dicho que más o menos.
—Sigo sin entenderlo.
—A veces los afectados por amnesia retrógrada recuperan sus recuerdos si se ven rodeados
de un entorno que resulte familiar —explicó ella mientras sacaba la vieja fotografía de bordes gastados de su bolsillo—.
Carlos pensaba que, si yo estaba en el santuario de Guadalupe el día del atentado
yihadista, tenía que ver con mi fe.
—¿Es usted creyente?
—No lo sé. —Laura se encogió de hombros—. Carlos cree que sí, que eso explica que estuviese allí.
Además, tenía esta foto en un bolsillo.
Le tendió la foto al sargento, que la examinó con atención durante un largo rato.
—La verdad es que podría ser cualquiera de las aldeas de por aquí —aceptó al tiempo que le daba la vuelta y leía el mensaje amputado del reverso—. Sí
que parece Galicia —añadió mientras se la devolvía—, aunque hay un montón de nombres de sitios por la
zona que terminan con esas dos letras. A saber.
—Carlos y yo pensamos que podíamos intentarlo. Hacer la parte gallega del Camino de
Santiago, aunar fe y paisaje. Quizá así saltase algún resorte en mi cabeza. Descubrir
mi pasado. —Se frotó los ojos cansada—. Y si no funcionaba, al menos podría marcar un antes y
un después. El punto de partida para empezar de nuevo mi vida.
—Ya veo —dijo él—, parece un plan razonable. ¿Tiene alguna foto de Carlos?
Laura sintió que sus esperanzas renacían. Aquel hombre la creía. Por fin.
—Sí, en mi móvil. —Ella señaló su terminal, que estaba encima de la mesa—. Puedo enseñárselo, si me deja.
¿Me ayudarán a encontrarle?
—Necesito una descripción, por lo menos.
Le tendió el móvil y ella lo desbloqueó. Con rapidez buscó en la carpeta de fotos.
Desde que habían llegado a España no había dejado de tomar instantáneas de todo lo
que le había llamado la atención. Habían pasado quince maravillosos días en Madrid,
recorriendo museos y las calles de la zona de los Austrias, como una pareja de adolescentes
que descubren el mundo juntos. En la Cava Baja se había hartado de tomar fotos de
ellos dos.
Pero a medida que iba pasando las fotos, la sensación heladora se volvió a apoderar
de ella. Porque por más que buscaba, entre todas las instantáneas del carrete, no
había ni una sola en la que apareciese Carlos.
Como si jamás hubiese existido.
Como si no fuese real.
Un gemido animal trató de abrirse camino por su garganta. Aquello no le podía estar
pasando. Le había contado todo lo que sabía de su vida a aquel hombre, que estaba
dispuesto a ayudarla. Que la creía. Y de repente, todo se deshacía entre sus dedos
como el castillo de arena de un niño. Incluida su propia cordura.
—¿Y bien?
—No sé... No puedo... No encuentro... No...
El sargento Vilar le arrancó con suavidad el móvil de sus manos inertes. Pasó las
fotos con atención, pero la expresión de sus ojos había cambiado por completo cuando
apoyó el terminal y la miró de nuevo.
—Señorita Plaza, escúcheme con atención —le dijo con un tono suave que a Laura le puso los pelos de punta. El tono que se utilizaba
para hablar con los locos, con los trastornados, cuando quieres evitar que se alteren.
Que rompan cosas. Que le hagan daño a un camarero inocente, por ejemplo—. No me cabe
duda de que ha pasado usted por una situación muy complicada, mucho más de lo que
la mayoría de la gente podría soportar. Quiero que sepa que la creo, pero...
—¿Sí? —consiguió articular con un hilo de voz.
—Mire, no soy médico, pero nada de lo que veo me hace pensar que la historia que usted
me cuenta sea real. Aquí nadie ha visto a ese hombre, nadie lo conoce, no tiene fotos
de él, no hay nadie que corrobore su versión. Si usted quiere, puede presentar una
denuncia de desaparición en el cuartelillo, por supuesto. —El mensaje subliminal decía «y la archivaremos antes de que salgas por la puerta»—.
Con respecto al hombre de abajo, al que le torció la muñeca... Bueno, en atención
a sus circunstancias, voy a hablar con él para que no presente una denuncia. Pero
eso es todo lo que puedo hacer ahora mismo por usted. ¿Me entiende? Necesito que me
diga que me entiende, por favor.
Laura asintió. Una lágrima solitaria había empezado a deslizarse por una de sus mejillas,
anticipando la tormenta que ya rugía en su interior. Sabía que cuando comenzase a
llorar, no sería capaz de parar. Que las cuerdas que la mantenían atada a su precaria
realidad se estaban deshaciendo.
La presencia de Carlos durante los largos meses de su recuperación había sido uno
de los motivos que la obligaban a seguir adelante, a buscar el sol cada mañana. Y,
de repente, descubría que no era real. Que a buen seguro las secuelas de sus heridas
eran mucho más graves de lo que podía recordar. Quizá alguien se lo había dicho ya,
quizá no. Podría ser que, simplemente, no lo recordase. Por lo que ella sabía, quizá
se había fugado de un psiquiátrico aquella misma tarde. El pavor que sentía ante el
abismo que se abría bajo sus pies era aterrador.
Entonces, justo un momento antes de derrumbarse, la vio. Sobre el mantel granate pasaba
casi desapercibida, pero su mirada, que se había detenido en ella por casualidad,
la identificó de inmediato. Era un punto diminuto al otro lado de la mesa, casi bajo
los brazos del sargento Vilar, una mancha casi inapreciable.
Aun así, ella sabía quién, cuándo y cómo había dejado caer aquella gota. Recordaba
perfectamente a aquel camarero joven, con su camiseta de Iron Maiden, sirviendo el
vino de forma torpe y derramando una gota justo cuando sirvió la copa del otro lado
de la mesa.
La copa de Carlos. No la suya, que aún seguía sobre la mesa, lejos de aquella mancha.
Quien fuera que había retirado el rastro de Carlos de la mesa había pasado por alto
aquel detalle insignificante, pero que lo cambiaba todo.
Porque aquella simple gota de vino significaba que Carlos era real. Que estaba vivo.
Y que ella no estaba loca.
Y por supuesto, también implicaba más. Mucho más.
Pero eso tendría que afrontarlo después.
—Le agradezco su ayuda, sargento. —Le dedicó una sonrisa trémula, que trataba de parecer contrita y apenada al mismo
tiempo, pese a que el corazón le latía con fuerza—. Las cosas no han sido fáciles
para mí últimamente y, bueno... Iré a pedirle disculpas a ese hombre. No era mi intención
hacerle daño.
—No se preocupe. —Vilar cerró su libreta de un golpe—. Ya me encargo yo. Mejor que no se cruce con usted,
no vaya a ser que se encabrone más.
—Gracias.
—¿Estará bien? —parecía dubitativo—. Quiero decir... ¿Tiene adonde ir? Aquí no debería quedarse.
—Oh, desde luego. —Ella hizo un gesto con la mano—. Buscaré un hotel por aquí cerca. Tan solo necesito
dormir un poco. Mañana estaré mejor, se lo prometo.
—Vale. Mire —le tendió una tarjeta—, llámenos a este número si lo necesita. Si yo fuese usted,
mañana me pasaría por un centro de salud o un hospital, para que le echasen un ojo.
No está de más ser precavidos, ¿verdad?
—Claro que no. —Le dedicó otra sonrisa, antes de mentirle con aplomo—: Le prometo que lo haré.
—Bien. —Vilar dio una palmada satisfecha sobre la mesa—. Pues eso es todo. Cuídese, Laura.
Al cabo de diez minutos, el coche patrulla se alejaba por la carretera dibujando arabescos
con sus luces entre las rachas de lluvia. Ella se quedó mirando hasta que desapareció
por completo detrás de una curva. Solo entonces soltó todo el aire que retenía en
los pulmones.
Le dio la espalda al albergue y echó a andar hacia el coche de alquiler. No le hacía
falta abrir el maletero para saber que allí, en el mejor de los casos, solo encontraría
una maleta, la suya, y que no habría ni el menor rastro de Carlos. Y que los papeles
del alquiler estarían a su nombre.
No sabía quién estaba detrás de todo aquello, pero era meticuloso. Y listo, muy listo.
Se sentó en el asiento del conductor y se quitó la blusa mojada por encima de la cabeza.
Rebuscó a tientas en la parte de atrás y cogió una sudadera, cálida y confortable,
que por suerte seguía allí tirada. A continuación, se reclinó en el asiento y cerró
los ojos.
Y esperó.
No tuvo que aguardar demasiado. Al cabo de un par de minutos, el teléfono móvil lanzó
un suave zumbido, mientras en la pantalla volvía a brillar «Número oculto». Atendió
la llamada con un nudo en la boca del estómago, sabiendo quién contestaría al otro
lado.
—Hola —dijo.
—Hola, Laura —respondió la suave voz sin acento del hombre misterioso—. ¿Crees que podemos hablar
ahora?
3
—Y bien... ¿Qué me dices? ¿Te has quedado muda, querida?
—No soy tu querida —consiguió articular—. Y al menos deberías decirme quién eres. —Su voz sonaba débil, pero logró que no le temblasen las palabras a medida que salían
de su boca.
—Está bien, eso es lo de menos —dijo, y ella casi pudo imaginarse el gesto displicente de su interlocutor al otro
lado de la línea—. Lo que me importa, lo que quiero saber de verdad...
—¿Sí?
—... es si estás dispuesta a escuchar, sin interrumpirme. ¿Está claro?
—Como el agua.
—Eso está mejor —alabó él con evidente satisfacción. Con el mismo tono, pensó Laura, que se emplea
con un perro que sabe dar la pata.
—¿Dónde está Carlos?
El hombre se rio suavemente.
—¿Qué te hace pensar que yo lo sé?
Laura cerró los ojos y respiró hondo. Una, dos, tres veces. Mucho mejor.
—Para empezar, que no me has respondido «¿Quién es Carlos?» ni nada por el estilo,
por lo que demuestras que conoces su existencia. —A su pesar, notaba cómo el enfado crecía mientras hablaba, al mismo ritmo que su dolor
de cabeza—. Y tampoco hay que ser demasiado lista para darse cuenta de que tu llamada
de pervertido y su desaparición tienen que ir de la mano.
—Bueno, veo que el golpe en la cabeza no te ha restado agilidad mental —murmuró él—. Pero no te conviene insultarme si no quieres que haya consecuencias.
—¿Qué consecuencias?
—Pervertido... —reflexionó él en voz alta, sin hacer caso a su pregunta—. No te pega nada. No, con
todo lo que tú eres.
—¿Dónde está Carlos? —Laura apretó el teléfono con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—.
Quiero hablar con él ahora mismo.
Su interlocutor guardó silencio durante un rato tan largo que Laura pensó que se había
cortado la comunicación.
—Carlos está bien —contestó por fin—. Pero ahora no puede ponerse. No creo que esté en condiciones hasta
dentro de un buen rato. Quizá unos días.
—¿Qué le habéis hecho? —La angustia se filtraba en cada sílaba.
—Nada irreversible, descuida. —El desconocido cambió súbitamente a un tono de voz mas apremiante—: Pero ya basta
de hablar de Carlos. Hablemos de negocios.
—¿Negocios? No entiendo...
—Necesito que hagas algo por mí. Algo que solo tú puedas hacer. Tienes que darme una
cosa.
Laura tragó saliva, nerviosa. ¿Qué podía tener ella que nadie quisiera? De repente,
estaba convencida de que aquel hombre iba a pedirle algún tipo de favor sexual a cambio
de la libertad de Carlos. En un carrusel de horrores, por su mente pasaron docenas
de posibilidades, a cuál más desagradable, sucia y aterradora.
—Haré lo que me pidas —se oyó decir entre sorprendida y asustada.
—Hay algo que quiero, pero que ahora mismo no puedo alcanzar. —Sus palabras se habían transformado en un ronroneo ansioso—. Sin embargo, estoy convencido
de que tú no tendrás ningún problema en conseguirlo para mí.
—¿Qué quieres que hagamos?
—Hagamos, no. Quetúhagas. Tú sola.
La cabeza de Laura era un ciclón sin control. Supo en aquel instante que lo que le
iba a pedir el hombre no tenía nada que ver con su cuerpo y, de una manera desagradable,
intuyó que habría sido mejor alternativa si solo le hubiese pedido que se acostase
con él o que le mandase unas fotos subidas de tono.
—Tú me dirás. —Nada más decir esas palabras supo que acababa de abrir una puerta a algo angustioso
y oscuro. Por eso su sorpresa fue mayúscula cuando el hombre habló de forma escueta.
—Huesos.
—¿Cómo dices? —Quizá no había oído bien.
—Huesos —repitió el hombre—. Pero no unos huesos cualesquiera, por supuesto. Unos muy especiales,
muy viejos.
¿Huesos?¿De qué iba todo aquello?
—Espera, espera... ¿Quieres que robe una tumba o algo así? —El asombro dotó de un timbre agudo a su voz.
—No exactamente —rio él—, aunque te has quedado muy cerca.
—Tendrás que ser más claro.
—La Laura de hace un tiempo lo habría entendido a la primera —suspiró—. Quiero los huesos del apóstol Santiago.
Por un instante, fue incapaz de reaccionar. Casi podía oír los engranajes de su cerebro
tratando en vano de darles sentido a las palabras. Laura alzó la cabeza y paseó la
mirada por los alrededores, pero solo había tinieblas, lluvia y las siluetas oscuras
de las pallozas fundidas con el fondo de la noche.
—Que quieres...¿qué?
—Los huesos del apóstol Santiago. Están en una urna, en la cripta de la catedral de
Santiago de Compostela. Quiero que entres, los cojas, salgas con ellos de la catedral
y me los des.
Un silencio pesado, roto solo por el ruido de las gotas que bombardeaban el parabrisas,
se extendió como una mancha de aceite. Y entonces Laura se echó a reír.
Era una risa histérica, que brotaba del fondo de su garganta. Trepaba, incontrolable,
y estalló en su boca, en forma de hipidos incrédulos que se transformaron en jadeos
ahogados al cabo de un rato, cuando se dio cuenta de que su misterioso interlocutor
permanecía en silencio.
A la espera.
—No puedes estar hablando en serio —logró decir al cabo—. Es que..., vamos a ver, ¿cómo pretendes que consiga algo así?
—Si alguien puede hacerlo, esa eres tú. —Hablaba con la paciencia de quien le explica algo evidente a alguien de pocas luces—.
Tienes la capacidad, la inventiva y, sobre todo, tienes el motivo. Dame los huesos
y yo te devuelvo a Carlos. Es un trato sencillo.
—Estás loco —acertó a decir—. Eres un trastornado.
—No encontrarás a nadie más cuerdo que yo —replicó él con aplomo—. Te lo repito: consígueme los huesos del apóstol y te devuelvo
a tu amigo sin un rasguño.
Laura meneó la cabeza. Aquella pesadilla cada vez era más angustiosa. Quizá había
sufrido una recaída de su lesión cerebral y en aquel momento estaba tirada en el suelo
del comedor del restaurante, en coma, mientras Carlos se desgañitaba pidiendo una
ambulancia y ella tenía todos aquellos delirios. Quizá tan solo era un sueño especialmente
desagradable. No podía ser real. Llevada por un impulso, se mordió con fuerza el dorso
de la mano derecha. Clavó los dientes en la carne blanca hasta que notó el sabor salobre
de la sangre corriendo en su boca y un dolor lacerante la sacudió como un latigazo.
No era un sueño. No era un delirio. Era real. Era horriblemente real. El perturbado
del otro lado de la línea había secuestrado a su novio y pedía como rescate nada menos
que una de las reliquias más sagradas del mundo.
Y se lo pedía a ella.
Era tan absurdo que las lágrimas se le agolparon de nuevo en los ojos.
—No puedo hacerlo —gimió—. Quieres algo imposible, por favor. Pídeme otra cosa. Cualquier otra cosa.
—Claro que puedes, ya te lo he dicho —resopló él impaciente—. Y no me gusta repetir las cosas, así que te aconsejo que superes
esta parte de la conversación de una vez.
—Voy a colgar —dijo de repente—. Voy a colgar y llamaré a la policía.
El hombre se rio despectivo.
—¿Y qué les vas a contar? ¿Que tu pareja, a quien nadie ha visto allí contigo, ha
desaparecido, y que alguien te ha ordenado que robes los huesos del apóstol para que
vuelva? ¿De verdad? ¿Ese es tu plan? Me decepcionas...
Laura se mordió el labio, cargada de frustración, mientras las lágrimas se deslizaban
por sus mejillas. Sabía que lo que decía aquel hombre era cierto. Si no había conseguido
que la Guardia Civil la creyese antes, aún menos se creerían una historia tan disparatada
como aquella. Estaba atrapada en sus manos.
Rápidamente revisó sus opciones y una por una las fue descartando. En honor a la verdad,
tampoco es que fuese una lista demasiado larga. Fuera quien fuese aquel hombre, había
planeado todo de tal manera que no le quedaba más remedio que aceptar aquel trueque
descabellado, aunque ella no tuviese ni la más remota idea de cómo iba a cumplir su
parte del trato.
—Supongo que ya te has dado cuenta de que ceder a mi petición es la única salida razonable
—dijo él, como si le hubiese leído el pensamiento—. Ahora, deja de darle vueltas y
abre la guantera del coche, por favor.
Laura estiró la mano hacia el cierre de la guantera a una velocidad que le hacía sentir
que estaba sumergida en un bote de melaza. Sus dedos se cerraron en el tirador y abrieron
el cajón con un suave clic. La luz interior alumbró un cargador de móvil y un sobre
amarillento de papel manila algo abultado en el centro.
—Hay algunas reglas —siguió él—. En primer lugar, ten encendido el móvil en todo momento. Y quiero decirsiempre.Si lo apagas, si se queda sin batería o si tienes la mala idea de ponerlo en modo
avión o alguna tontería semejante, Carlos muere. ¿Queda claro?
Laura asintió mientras lloraba en silencio. El hombre debió de tomarlo como un sí,
porque siguió hablando:
—Ahora abre el sobre.
Ella desanudó el hilo que se enrollaba en el gancho de plástico del sobre y vació
el contenido sobre su regazo, con un gesto de asombro.
Había unos mil euros en billetes pequeños y cuatro pasaportes ligeramente gastados,
como si sus propietarios les hubiesen dado bastante uso. Su sorpresa se transformó
en estupefacción al abrir el primero de ellos. La foto que la miraba desde la primera
hoja era la suya. El pasaporte, mexicano, estaba a nombre de otra mujer, pero la de
la foto era ella. Los otros tres pasaportes —alemán, español y estadounidense— eran idénticos, a nombre de mujeres desconocidas,
con su foto sonriendo en la página principal y unos cuantos sellos de aduanas en las
siguientes.
—Podría darte mucho más dinero, pero creo que es mejor que te las arregles tú sola
—le explicó la voz del otro lado de la línea—. Los pasaportes son una ayuda, pero a
partir de aquí será mejor que te apañes por tu cuenta.
—No sé qué esperas que haga con esto —se quejó amarga—. No tengo ni la más remota idea de por dónde empezar.
—Pues empieza por descansar esta noche. Te aguarda una tarea compleja, así que te
recomiendo que estés fresca. Y por cierto...
—¿Qué?
—No hace falta que te diga que te estaremos vigilando todo el rato. Cada paso que
des, cada conversación que mantengas, cada vez que vayas al baño, cada trago de agua
que bebas, lo sabré. No hagas tonterías y nadie saldrá malparado.
Laura separó el iPhone de su oreja y lo miró con una mezcla de asco y terror. Si ese
hombre había sido capaz de borrar todas las fotos de su teléfono y hacer desaparecer
el rastro de todas las personas que habían visto a Carlos, vigilarla sería un juego
de niños para él. Aquel trasto tenía micrófonos, cámaras y geolocalización, como cualquier
terminal inteligente. Era como llevar un espía en el bolsillo, un chivato incansable
que podía dar cuenta de todo cuanto hacía y decía.
—¿Ha quedado claro todo?
—¿Quién eres? —se atrevió a preguntar por segunda vez.
—¿Yo? —La voz del hombre sonaba divertida—. No sabes lo extraña que es esa pregunta.
—Dime tu nombre. —Y a continuación añadió con un hilo de voz—: Por favor.
Un largo silencio, de varios segundos, interminable.
—Puedes llamarme Arcángel, ya que seré omnipresente para ti —dijo al cabo con un tono que Laura fue incapaz de identificar—. Eso bastará.
—Quiero hablar con Carlos —dijo ella—. Necesito oír su voz, saber que está bien. Por favor, te lo ruego.
—A su debido tiempo —replicó cortante—. A medida que vea que vas dando los pasos adecuados.
¿Los pasos adecuados? ¿De qué estaba hablando?
—Ah, una última cosa —añadió Arcángel de repente, como si fuese una ocurrencia tardía—. Tienes siete días
para entregarme los huesos, a partir de mañana. Te recomiendo que no pierdas el tiempo.
—¿Siete días? —Laura sintió un reflujo ácido—. ¿Cómo que siete días? ¡Pero si no sé ni por dónde
empezar!
—Hasta pronto, Laura. Ya hablaremos.
Y la comunicación se cortó.
Laura miró incrédula la pantalla azulada del terminal. La sensación de ahogo había
regresado y le apretaba el pecho con fuerza, las manos le temblaban, las lágrimas
apenas le dejaban ver la imagen vacía que le devolvía el móvil, mientras notaba la
avalancha irrefrenable de llanto y angustia que se precipitaba sobre ella, como un
alud en plena montaña.
Era imposible.
Y sin embargo, era real.
Tenía siete días para robar las reliquias del apóstol Santiago.
4
Octubre de 1983
Llevaba casi tres horas sentado en el coche y Mijaíl Tarasov empezaba a notar los
músculos agarrotados. Había aparcado el Talbot Horizon lleno de golpes en una de las
vías laterales que daban a la calle General Ricardos, en un callejón estrecho con
las aceras salpicadas de agujeros y baldosas sueltas. Carabanchel comenzaba a desperezarse
a aquella hora de la mañana, aunque desde que las primeras luces del día habían empezado
a clarear se veía un trajín constante de gente con cara de sueño rumbo a sus quehaceres
diarios. Por suerte para ellos, nadie reparaba en los dos ocupantes de aquel coche
bien estacionado, quizá porque en un barrio obrero como aquel una estampa similar
no resultaba extraña. Pasaban perfectamente por una pareja que iba a recoger a alguien
camino del trabajo. Y eso era más o menos lo que hacían, se dijo a sí mismo.
—¿Crees que le falta mucho? —Ivana se removió en el asiento del copiloto, peleándose con su abrigo. Eran las primeras
palabras que pronunciaba desde que habían llegado allí.
Hacía bastante frío, incluso para el otoño madrileño, y los dos iban bien abrigados
en el interior del vehículo. Mijaíl tenía su ventanilla ligeramente bajada, para que
el vaho de sus alientos no empañase el parabrisas. Necesitaba toda la visibilidad
posible sobre el portal que estaba a apenas cien metros.
—Tienen que estar a punto de salir —musitó él tratando de aparentar más seguridad de la que tenía.
Sintió un pinchazo en la vejiga y, por un momento, se le pasó por la cabeza la posibilidad
de aliviarse en una de las botellas vacías de agua que rodaban por el suelo del asiento
trasero, pero lo desechó al instante. Lo último que necesitaba era que el objetivo
saliese por la puerta justo cuando él estuviese metido en faena. Cambió de postura,
en un vano intento por reducir la tensión. Siempre le pasaba lo mismo antes de un
operativo. Los nervios le daban ganas de mear, aunque por lo demás se mantenía tan
frío y calmado como si estuviese a punto de abrir la nevera de su casa. Estaba bien
entrenado.
Ambos lo estaban.
—Vale, ahí sale el hombre. —Ivana se incorporó un poco.
Era rubia y, al igual que él, tenía unos ojos de un tono tan pálido que siempre llamaban
la atención. Baja y fibrosa, cerca de los treinta, no era especialmente guapa, pero
tampoco fea, aunque Mijaíl jamás lo había tenido en cuenta. Lo que le importaba de
ella es que era eficiente y letal. Y en su trabajo, eso era un plus.
Miró en la dirección que le indicaba. Por el portal había asomado un hombre joven,
con un frondoso bigote y aspecto somnoliento. Vestía un traje barato y llevaba un
maletín de piel de imitación en la mano derecha. Se alejó andando por la acera, en
dirección a la parada de autobús que quedaba unos doscientos metros más abajo, mientras
consultaba su reloj. Por el fondo de la calle asomaba ya el 34 y el hombre del maletín
echó a trotar al verlo.
Mijaíl sabía cómo se llamaba aquel hombre. También sabía que trabajaba en una compañía
de seguros, que siempre salía de casa diez minutos antes de que lo hiciese su mujer
con su hija pequeña y que antes de entrar en la oficina desayunaba en el bar de enfrente
mientras leía un diario deportivo.
Además, sabía que había tenido una aventura con una compañera de trabajo (en una carpeta
tenía unas cuantas fotos jugosas sacadas con teleobjetivo) y que, de vez en cuando,
le gustaba jugar más de lo recomendable a las tragaperras, pero nada de eso se le
pasaba por la cabeza en aquel momento.
Porque aunque todos esos datos estaban en el expediente que había revisado docenas
de veces antes de aquel día, él no le interesaba en absoluto.
—Diez minutos. ¿Estás lista?
Por toda respuesta, ella asintió con un gesto seco. Le hubiese sorprendido cualquier
otra cosa. Cada uno tenía su forma de concentrarse.
Al cabo de poco más de ocho minutos el portal se abrió de nuevo, esta vez para dar
paso a una mujer de unos veintitantos, delgada y de pelo rizado, que llevaba de la
mano a una niña de unos tres años. La niña era menuda, tenía un pelo negro como la
noche y la piel muy blanca. Llevaba puesto un mandilón de colores chillones y abrazaba
con fuerza un oso de peluche de un marrón apagado, con la intensidad que solo una
cría de tres años puede tener. Ambas se encaminaron hasta un Ford Fiesta plateado
que estaba aparcado en batería a pocos metros del portal.
Que estuviese allí no era casualidad. La noche anterior, Mijaíl había ocupado aquel
sitio durante horas, esperando con paciencia, hasta que el Ford Fiesta había aparecido
por la bocacalle. La mujer había celebrado, sin duda, el maravilloso golpe de suerte
de poder estacionar tan cerca de la puerta de su casa. Lo cierto es que Mijaíl jamás
dejaba un cabo suelto.
Vieron cómo metía a la niña en el asiento trasero y al cabo de unos segundos ponía
el intermitente y se incorporaba en el caótico tráfico de Madrid. Mijaíl suspiró.
Los dados se habían echado a rodar.
—Vamos allá.
Siguieron al Ford Fiesta entre el tráfico, cada vez más denso, a medida que se acercaban
al otro lado del Manzanares. Si nada se apartaba de lo previsto, tendría que ser un
trayecto corto, de no más de quince minutos.
Sabían adónde iba.
La ficha de la mujer era igual de grande que la de su marido, aunque sin detalles
sórdidos en su caso. La suya era una vida rutinaria y siempre repetía aquel patrón,
como hace casi todo el mundo de manera inconsciente.
Aunque Mijaíl iba dejando una distancia prudencial y tres o cuatro coches entre su
objetivo y ellos, no la perdió de vista en ningún instante. Finalmente, el Ford Fiesta
paró en doble fila en una calle arbolada, frente a un edificio de color arena bastante
anodino con una placa en la puerta. Vieron cómo la mujer se bajaba del coche y llevaba
a la niña al interior. Cinco minutos más tarde salía, ya sola, y arrancaba el motor.
Esperaron otros cinco minutos, hasta que estuvieron seguros de que el Ford Fiesta
se había perdido entre la marabunta del tráfico. Mientras aguardaban, aparcados en
la acera contraria, a unos cien metros, se fueron preparando. Ivana sacó de un estuche
un par de lentillas de contacto y se las puso con gesto diestro; después cogió una
peluca negra de una bolsa y unas gafas de pasta de carey que le achicaban el rostro.
Se miró en el espejo del coche para comprobar el resultado y Mijaíl no pudo menos
que asombrarse ante el cambio prodigioso de su copiloto. Era un disfraz sencillo,
pero efectivo: una mujer morena de ojos marrones y aspecto gris ocupaba el lugar en
el que un momento antes estaba su compañera.
—¿Qué tal?
—Perfecta, ¿y yo?
Ella le escrutó con atención. Su disfraz era algo más elaborado, porque Mijaíl se
iba a exponer bastante más en el operativo. Llevaba lentes de contacto oscuras y cubría
su cabello castaño cortado a cepillo con una prótesis de alginato que simulaba una
calvicie ya marcada con pelo ralo y profundas entradas. Un bigote postizo y unas almohadillas
protésicas en los carrillos, colocadas de tal forma que le permitían hablar con comodidad,
deformaban sus facciones por completo. Ni su madre habría sido capaz de reconocerle
en ese instante.
—Estás listo —afirmó ella.
—Pues vamos allá.
Mijaíl se quitó el abrigo y se bajó del coche. Llevaba puesto un mono de trabajo gris
con el logo de Hidroeléctrica Española en la espalda y, colgada de su hombro, una
bandolera de trabajo llena de herramientas. Con el aspecto de un operario que cumple
su rutina laboral, bajó caminando hasta una caja de registro situada en la esquina
de la calle. Tres días antes, en plena madrugada, había forzado la cerradura de aquel
arcón metálico y hecho una copia de la llave que lo abría. No le había supuesto el
menor esfuerzo.
Mientras silbaba una tonadilla, abrió la portezuela y contempló los cuadros eléctricos
que zumbaban cargados de tensión. Echó un discreto vistazo a los lados para cerciorarse
de que nadie le estaba observando y entonces tiró de uno de los cables hasta desconectarlo.
Era un paso crucial. Estaba casi seguro de que aquel era el conector correcto, pero
no las tenía todas consigo. Lo último que necesitaba era dejar sin luz a toda la manzana.
Se dio la vuelta mientras estiraba los brazos sobre la cabeza y comprobó que la cafetería
del otro lado de la calle seguía trabajando con total normalidad. Todo iba bien.
Miró su reloj. Calculaba que debía esperar unos quince minutos antes de hacer su siguiente
movimiento y, a partir de ahí, tendría muy poco tiempo. Conectó el cable suelto a
una cajita de plástico negra con un temporizador y esta, a su vez, a la toma general.
Durante un rato simuló estar haciendo alguna clase de trabajo en aquel cuadro de conexión,
sacando herramientas sin dejar de silbar, pero en su cabeza llevaba una cuenta exacta
del tiempo que transcurría. Había empezado a sudar, pese al frío, y le picaba el cuero
cabelludo, pero no podía rascarse. Apretó los dientes y continuó la pantomima. En
el último instante, con un gesto rápido, sacó un paquetito blanquecino y lo depositó
con suavidad en el interior del armario antes de cerrarlo de nuevo.
Volvió a mirar su reloj. Ya casi había pasado un cuarto de hora. Tiempo de hacer el
siguiente movimiento.
Nadie le prestaba atención. Tan solo era un técnico de mediana edad, normal y corriente,
que caminaba por las calles de Madrid rumbo a sabe Dios qué. Sus pasos le llevaron
hasta el edificio de color arena donde un rato antes la mujer había dejado a la pequeña.
Mijaíl entró con andar resuelto en el zaguán, fingiendo que comprobaba la dirección.
Miró la placa de la puerta. Era un cartel en el que un payaso con un abigarrado hatillo
de globos de colores en la mano saludaba con una enorme sonrisa. Justo debajo, en
letras mayúsculas, campeaba el poco original nombre deguardería los globos.
Subió las escaleras. El interior estaba en penumbra y todas las luces permanecían
apagadas, como no podía ser de otra manera, ya que quince minutos antes él mismo había
soltado el cable de suministro que daba corriente eléctrica a aquel edificio. Una
mujer joven, de pelo cardado y voluminosas hombreras a la moda, se le acercó como
un rayo nada más verle.
—¡Menos mal que ya ha llegado! ¡Hemos llamado a la compañía eléctrica al menos media
docena de veces! ¿Por qué ha tardado tanto?
Mijaíl se encogió de hombros, como diciendo «Y a mí qué me cuenta». Sabía que el auténtico
técnico aún estaría de camino y no llegaría hasta por lo menos media hora después,
pero contaba con aquella reacción. Cuando la gente está nerviosa, tiende a perder
la paciencia muy rápido y no mide el paso del tiempo de la misma forma que haría en
una situación normal. Aquellos quince minutos sin luz en una guardería atestada de
niños, en la mañana gris de octubre, habría hecho perder los estribos al más pintado.
—He venido en cuanto me han dado el aviso —dijo por toda explicación. Cuanto menos hablase, mejor—. ¿Dónde está el cuadro eléctrico?
—Está por aquí —bufó ella—. Venga conmigo.
La mujer (Mijaíl sabía que era la directora) se giró tan rápido que sus largos pendientes
tintinearon. Mientras la seguía por el pasillo, podía oír la barahúnda que salía de
detrás de las puertas, voces infantiles agudas que gritaban, reían y jugaban. A través
de una ventana pudo ver el patio exterior, donde unos columpios mojados por el rocío
matutino aún esperaban, inmóviles.
—Aquí es. —La directora abrió la puerta de un cuartucho pequeño al fondo del corredor, y en un
gesto reflejo apretó el pulsador de la luz antes de darse cuenta de lo absurdo de
su gesto.
Él la apartó con suavidad, al tiempo que le mostraba una linterna con una sonrisa
socarrona. La mujer balbuceó una excusa y entonces alguien la llamó desde una de las
aulas. Tras musitar un «dese prisa, por favor», se alejó presurosa y le dejó a solas.
Mijaíl se aseguró de que nadie le observaba y cerró la puerta. A la luz de la linterna,
comprobó su reloj. Si todo iba bien, aún tenía cuatro minutos, tiempo más que suficiente
para hacer lo que tenía planeado.
Abrió la mochila y sacó una bolsa de plástico. Se puso unos guantes antes de manipular
su contenido. A simple vista, aquel paquete del tamaño de una tostadora que sacó de
la bolsa era solo un bulto de plástico, pero en su interior había una mezcla de termita,
polvo de aluminio y un par de aditivos químicos marca de la casa.
En una esquina había un montón de cajas de cartón llenas de libretas y material escolar
polvoriento. Mijaíl se subió sobre ellas y apartó uno de los plafones del falso techo
hasta dejar a la vista el hueco que quedaba sobre él. Metió dentro el paquete, no
sin antes adosarle un temporizador parecido al que había utilizado un rato antes.
Al acabar, volvió a colocar el plafón en su sitio y se bajó de las cajas, asegurándose
de que no había dejado huellas. Echó un último vistazo y luego, sencillamente, esperó.
A unos cientos de metros, en la caja de registro que había manipulado al final de
la calle, la cajita negra que había adosado al cable general emitió un suave pitido
y pasó de la posición «cerrado» a «abierto». En ese mismo momento, la corriente eléctrica
se restableció y las luces se encendieron con un parpadeo de los fluorescentes.
Mijaíl comprobó que todo estaba en orden, salió del cuarto de contadores y cerró la
puerta con suavidad a su espalda. Por el pasillo ya se acercaba la directora con una
expresión de alivio en el rostro.
—¡Muchísimas gracias! —exclamó entre un nuevo remolino tintineante de sus pendientes—. La calefacción es
eléctrica y tenemos a más de cien niños pequeños en el centro. Si no llega a ser por
usted, no sé qué habríamos hecho.
—Es mi trabajo, no se preocupe —sonrió Mijaíl—. Tan solo era un fusible quemado, no ha sido complicado.
—Si me acompaña a la oficina, le pagaré el servicio —señaló hacia algún lugar por encima del hombro.
—No será necesario, señora —replicó Mijaíl mientras se encaminaba hacia la salida arrastrando los pies—. La compañía
ya le pasará la factura. Que tenga un buen día.
Deseaba salir corriendo de allí, pero mientras bajaba las escaleras de la entrada
se obligó a mantener el paso cansino de un trabajador aburrido atrapado en un empleo
rutinario. Al salir al exterior comprobó su reloj. Tan solo le quedaban dos minutos.
En la otra acera, Ivana fumaba un cigarrillo sentada en la marquesina de una parada
de autobús. Había estado allí esperando sin perder de vista la puerta. Si por casualidad
el auténtico técnico de electricidad hubiese aparecido, ella se tendría que haber
encargado de distraerlo, pero por suerte el tráfico jugaba a su favor. En cuanto vio
salir a Mijaíl rumbo al coche aparcado un poco más arriba, apagó el cigarrillo y pisó
la colilla. Era su turno.
En la oscuridad del cuarto de contadores de la guardería, el paquete oculto en el
falso techo destelló durante una milésima de segundo. En un parpadeo, el bulto de
termita se transformó en una bola incandescente de varios cientos de grados de temperatura,
que creció desde el tamaño de un puño hasta una bola pavorosa. Se expandía a una velocidad
increíble. La termita y el polvo de aluminio provocaron una reacción explosiva de
potencia devastadora.
Desde la otra acera, Ivana sintió la onda expansiva al mismo tiempo que un estruendo
aterrador sacudió la calle. Las ventanas del edificio volaron en cientos de fragmentos
y una lluvia de cristales salió disparada en forma de afiladas esquirlas en todas
direcciones.
El tiempo pareció detenerse por un instante, justo antes de que empezasen los gritos.
Entonces se quitó el abrigo y echó a correr hacia la puerta de la guardería. Llevaba
puesto un uniforme idéntico al de las profesoras que trabajaban en el centro, pero
nadie le prestó atención. Toda la calle se había quedado paralizada mirando con asombro
hacia las ventanas reventadas del edificio y la espesa columna de humo blanco que
salía a través de los huecos de la explosión.
Subió los escalones de un par de saltos y entró en el pasillo que había cruzado Mijaíl
poco antes. Los chillidos de pánico de las cuidadoras se mezclaban con los lloros
asustados de docenas de niños. El humo que salía del cuarto de contadores, espeso
y maloliente, inundaba en oleadas el edificio. Ivana sabía que aquel humo era totalmente
inofensivo, producto de la reacción de los químicos añadidos a la bomba, pero aun
así contuvo el aliento antes de sumergirse en la densa y oscura niebla creada por
la explosión.
Se cruzó con una mujer con el rostro salpicado de cortes y mirada aterrada, pero estaba
en estado deshocky ni siquiera reparó en ella. Ivana continuó andando, casi a ciegas, mientras contaba
las puertas a tientas con la mano izquierda. Una, dos, tres, cuatro. Esa era.
Abrió la puerta y se encontró el caos. La mayoría de los niños estaban apelotonados
al fondo de la habitación, en distintos grados de estupor. Algunos, los más pequeños,
lloraban desconsolados. La profesora, una chica joven de pelo corto y entrada en carnes,
sostenía en sus brazos a un niño que, rojo por el esfuerzo, no paraba de berrear.
—¿Qué está pasando? ¿Qué ha sido esa explosión? —La mujer se atropellaba al hablar—. ¿Ha sido una bomba de ETA?
—No lo sé. —Ivana paseaba la mirada por la sala buscando una cara en concreto. La de una niña
de tres años, con un oso de peluche.
—Creo que hay un incendio. Tenemos que sacar a todos los niños de inmediato.
—¿Incendio? Pero... ¿cómo?
—¡FUEGO! —Ivana gritó con el rostro casi pegado al de la mujer.
Aquella era la palabra mágica en esas situaciones. Como esperaba, la profesora despertó
de su estupor y se giró hacia sus pupilos para organizar la salida del aula. Ivana
aprovechó ese momento para mezclarse entre los niños y empezar a dirigirlos hacia
la puerta, ayudando en la evacuación.
La niña de pelo negro seguía abrazada a su peluche, con cara de perplejidad, pero
parecía más asombrada que asustada por la situación. Ivana se acercó a ella y le tendió
la mano.
—Vamos, cariño —le dijo con una sonrisa—. Tenemos que salir de la guarde. Cógete a mí.
Se abrieron paso hasta el pasillo. El humo era cada vez más espeso y el corredor se
había transformado en un lugar caótico que parecía sacado del infierno. Las sombras
de docenas de niños asustados, que tropezaban entre ellos y corrían hacia la puerta,
era el escenario perfecto para sus planes.
Ivana sabía que las llamas se habían extinguido casi al momento gracias al retardante
que llevaba la mezcla explosiva, pero aún seguiría saliendo humo durante unos cuantos
minutos. El cuarto de contadores quedaría destrozado después de aquello, pero no había
el menor riesgo de que el fuego se extendiese hacia el resto del edificio. No tenían
intención de provocar una matanza.
O al menos, esa era la teoría. Con los explosivos incendiarios uno nunca podía confiarse,
así que apuró el paso, por si las moscas.
—Te voy a llevar en brazos, ¿vale, tesoro? —le susurró a la niña mientras la aupaba—. Agárrate fuerte a mi cuello.
La acera era un hervidero de gente. Las profesoras luchaban por mantener a los críos
agrupados, mientras los curiosos se acercaban y algunos valientes llenos de humanidad
entraban en el edificio para intentar echar una mano. Con la pequeña en brazos, Ivana
se situó al borde la acera, con la mirada puesta en el fondo de la calle.
En ese preciso instante, el otro artefacto que Mijaíl había dejado en el cuadro eléctrico
general que daba servicio a toda la manzana hizo explosión, con un ruido ensordecedor.
La tapa de plástico salió disparada hasta golpear la luna de la cafetería del otro
lado de la calle. Una lluvia de chispas y humo apareció al mismo tiempo que las luces
de una manzana completa se apagaban de golpe.
En un gesto reflejo, toda la gente de la calle giró la cabeza en dirección al nuevo
desastre, y justo entonces el Talbot Horizon se detuvo al lado de ellas. En apenas
dos segundos, Ivana entró en el coche con la niña. Antes de que tuviese tiempo de
cerrar la puerta por completo, el vehículo ya estaba otra vez en marcha.
Así de rápido.
Así de sencillo.
Nadie se había dado cuenta de lo sucedido, en medio del caos. El Talbot aceleró, alejándose
de las nubes de humo que envolvían la calle. A lo lejos, se empezaban a oír las primeras
sirenas de los bomberos.
—¿Todo bien? —preguntó Mijaíl al volante, sin apartar la mirada de la carretera. Conducía rápido,
pero sin aspavientos ni acelerones. No quería llamar la atención.
—Todo bien —confirmó ella—. Tenemos el paquete.
Mijaíl gruñó satisfecho. Solo entonces Ivana se permitió exhalar un prolongado suspiro
de alivio. Lo habían logrado.
Giró la cabeza hacia la personita que estaba sentada a su lado, que la miraba con
unos enormes ojos azules muy abiertos. Un leve temblor en su labio inferior anunciaba
que estaba a punto de echarse a llorar, asustada. Su mente infantil aún no había logrado
procesar lo ocurrido.
—No te preocupes, niña. —Ivana le acarició el rostro—. No pasa nada. Todo está bien.
—Quiero ir con mi mamá —dijo la niña con una aguda voz infantil, que temblaba—. ¡Quiero a mi mamá!
—No grites, bonita. Todo acabará pronto.
—¡Quiero ir con mi mamá! —berreó la niña entre sollozos.
—¡Te he dicho que te tranquilices, joder! —le gritó la mujer nerviosa, lanzando una ojeada por la ventanilla. La niña no dejaba
de revolverse y si alguien miraba en su dirección podría darse cuenta de que en aquel
viejo Talbot estaba pasando algo raro.
—No le grites —musitó Mijaíl desde el asiento del conductor, con la mirada en el retrovisor—. Está
asustada. Solo es una niña.
—Eso es fácil de decir —replicó la mujer entre dientes mientras forcejeaba con la niña—. La muy puñetera no
se está quieta. Estamos llamando demasiado la atención.
El Talbot se detuvo en medio de una hilera de coches que esperaba a que un semáforo
cambiase de color. Mijaíl aprovechó ese breve momento para soltarse el cinturón de
seguridad y darse la vuelta. Extendió los brazos y cogió las manos de la niña entre
las suyas con firmeza y calidez.
—Oye, ¿te gustaría ver un truco de magia realmente bueno? —Le guiñó un ojo—. ¿Alguna vez has visto una moneda bailando?
La niña hipó tres o cuatro veces, sin dejar de llorar. Seguía asustada, pero en sus
ojos se veía un destello de interés. Finalmente asintió con la cabeza, dudosa, todavía
aferrada a su oso de peluche.
Mijaíl extendió el puño derecho y de repente, salida de ninguna parte, una reluciente
moneda de cincuenta pesetas apareció entre sus nudillos. Con un gesto hábil, hizo
rodar la moneda en un sentido y en otro sobre sus dedos a base de leves empujones
que parecían mágicos. La pequeña estaba tan fascinada con aquel espectáculo que, sin
darse cuenta, había dejado de sollozar.
Él le dedicó una sonrisa tranquilizadora y le revolvió el cabello.
—Me llamo Mijaíl, pero mis amigos me llaman Misha —le dijo con suavidad—. Algunos dicen que es un nombre perfecto para un oso, pero yo
no soy ningún oso, ¿verdad?
La pequeña le contempló muy seria, escondida detrás de su peluche. De repente, un
leve atisbo de sonrisa le asomó por la comisura de los labios.
—Un poco,zi—contestó mientras apretaba con más fuerza a su muñeco—. ComoOzo.
Mijaíl se la quedó mirando sorprendido. Fue su turno para que una sonrisa inundase
su cara.
—Escúchame, ahora necesito que descanses un poco, ¿vale? —Miró de reojo al semáforo, que se acababa de poner en verde—. Te prometo que esto
acabará muy pronto.
—No tengozueño—replicó la niña—. No quiero...
—Chist, tranquila. —En ese instante, Ivana la envolvió desde atrás con un cálido abrazo. Con la mano derecha
destapó la aguja hipodérmica que había aprovechado para sacar de su bolsillo y la
clavó en el cuello de la pequeña—. Todo va a ir bien, bonita. Todo va a ir bien.
La niña emitió un grito quedo y se revolvió entre los brazos de la mujer, pero Ivana
la tenía bien sujeta. El forcejeo fue remitiendo poco a poco, hasta que cesó.
—¡¿Qué narices te pasa?! ¿Por qué has hecho eso? —protestó Mijaíl visiblemente enfadado—. No era necesario, ya lo tenía todo bajo control.
Solo necesitaba un poco de cariño.
—Es el protocolo —le replicó la mujer con un tono cortante que no admitía más discusión—. El semáforo
ya está abierto. Conduce,Misha.
Mijaíl apretó los labios con una mirada de disgusto, pero no dijo nada. En vez de
eso, metió la marcha y se reincorporó al tráfico madrileño.
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