Cuando la noche no tiene fin
Y el día está por empezar
Mientras la habitación da vueltas
Necesito tu amor.
Hawkmoon 269,
U2
Primera parte
1
Se quedó mirando las hojitas vetustas, apenas unos tallos insignificantes de cinco
centímetros. Sacó el iPhone del bolsillo del delantal y les tomó una fotografía. «Esto
no pinta nada bien», le escribió por WhatsApp a Marshall, que se ocupaba de la jardinería
en la isla. El hombre, que era lo más parecido a un amigo que Camila había cosechado
durante los últimos dos años, le respondió con un emoji de una cara muerta de risa.
«Se lo dije», escribió el hombre después.
Camila permaneció en el terraplén, contemplando primero el océano Atlántico hacia
el este y luego los canales y pantanos que separaban aquella porción de tierra con
nombre pretencioso del resto de Carolina del Norte. Era cierto que Marshall se lo
había advertido: «No importa que traiga la mejor tierra del mundo, señora Jones, aquí
el aire del mar se mezcla con el del continente, y eso no es bueno». Marshall se ocupaba
de los jardines de las casas de la isla desde hacía más de veinte años, así que sabía
de lo que hablaba. Solía referirse con añoranza a esas épocas de prosperidad laboral
y juventud, cuando unas treinta familias adineradas se instalaron allí y apostaron
a que Queen Island se convertiría en un sitio exclusivo, cosa que jamás sucedió.
La casa que Camila había comprado para transitar su retiro del periodismo era el símbolo
de ese pasado prometedor. La casa de cristal, como la llamaban los lugareños, estaba
emplazada en el punto más alto de la isla y era una construcción moderna de dos plantas
con una vista magnífica. Un verdadero desperdicio para una mujer sola y su perro.
Mientras Camila se lamentaba moviendo la cabeza, Bobby la observaba desde el otro
extremo de la plantación. El beagle, que había vivido con pesar perruno la transición
entre un lujoso apartamento en Nueva York y...esto, tenía como afición fiscalizar cada uno de los fracasos botánicos de Camila. Era
un perro viejo —y trasladarse nunca había sido su actividad favorita—, sin embargo, hacía acto de
presencia cada vez que había una oportunidad para reforzar la idea de que todo tiempo
pasado fue mejor.
Camila acababa de cumplir cincuenta y dos años y a veces también echaba de menos su
antigua vida.
—Vamos, Bobby. Quieres comer, ¿no?
Bajaron por el terraplén y bordearon el canal que marcaba el límite de la propiedad
en esa zona. Marshall decía que hacía años que no veía caimanes, pero a veces Bobby
se quedaba mirando el agua como si percibiera una de esas criaturas merodeando bajo
la superficie. Esta vez se limitó a trotar con indiferencia.
Camila subió los escalones del porche trasero sintiéndose optimista. En la isla tenía
días buenos y días malos, y este en particular parecía ser uno de los buenos a pesar
de su anunciado fracaso con las plantas de remolacha. Se quedó de pie en el centro
de la cocina, debatiéndose entre prepararse el desayuno o ir al sótano y cumplir con
la parte más dura de su rutina. A veces prefería hacerlo así, y otras se torturaba
todo el día sabiendo que tenía que bajar en algún momento.
Nunca, ni siquiera en sus momentos más oscuros, Camila había creído que sería tan
difícil. Cuando tomó la decisión de renunciar a su trabajo y largarse de Nueva York,
pensó que sería la mejor forma —quizás la única— de dejar atrás una vida de investigaciones ajenas y poner su capacidad
al servicio de su propio pasado. Se convenció de que tenía la experiencia y los contactos
para convertirse en el centro de su propia investigación, sin pensar en las dificultades
que esto supone. Durante años se dijo que la única razón por la que no echaba un vistazo
por encima del hombro era por falta de tiempo. Y terminó creyéndolo.
Cuando finalmente se animó, le dijo a Richard Ambrose, su productor de siempre y amigo,
que necesitaba tomarse un tiempo lejos de los sets de televisión. Un tiempo indeterminado,
aclaró. Richard no se sorprendió, la había cubierto más de una vez durante sus ataques
de pánico y las limitaciones que vinieron a consecuencia de ello. Fue él quien le
sugirió prestarle su casa en Queen Island para que pudiera estar tranquila y reflexionar,
pero, para sorpresa de Richard, Camila insistió en comprársela y dejarlo todo. «Alex
se va a la universidad, es el momento perfecto.»
Para Richard fue un alivio desprenderse de la casa, que había construido por un capricho
delirante tras convertirse en un productor de éxito. La parte negativa fue la pérdida
de su figura más relevante al frente de «El peso de la verdad», uno de los programas
de investigación más prestigiosos del país.
Camila se instaló en la casa de cristal y durante los primeros meses se limitó a descansar.
Leer, ver películas, aprender a cultivar, incluso se animó a escribir un poco. Se
lo merecía. Habían sido años enteros de trabajo prácticamente ininterrumpido. Cuando
se dispuso a poner manos a la obra y enfrentarse a sus fantasmas personales, los ataques
volvieron, más intensos que nunca. Quizás se había precipitado, pensó. Decidió guardar
en el sótano los recortes y las pocas pertenencias que conservaba desde su juventud
y las cosas mejoraron un poco.
La misma situación volvió a repetirse otras tres veces, hasta que empezó a convencerse
de que, quizás, revolver el pasado no era una buena idea después de todo.
A Alex le dijo que su alejamiento de la televisión tenía que ver con retomar una vieja
investigación, pero nunca le aclaró que ella era el centro de esta. Su hijo estudiaba
Derecho en la Universidad de Boston y una o dos veces por semana la llamaba por Skype.
A veces, al terminar las videollamadas, Camila bajaba la tapa del portátil y se ponía
a llorar. No era el hecho de no contarle toda la verdad —¿qué sentido tenía?—, sino el tenerlo lejos y no poder abrazarlo todos los días. Camila
estaba orgullosa de ese chico al que había criado con la culpa de no poder pasar mucho
tiempo con él. Ahora tenía todo el tiempo del mundo y estaba sola.
Bobby la miraba. Camila se había dejado llevar..., a veces la soledad tiene eso.
¡Oye, me tienes a mí! Y hasta donde recuerdo ibas a darme una ración de Royal Canin.
Camila le sirvió la comida a Bobby y a continuación se dirigió a la puerta del sótano.
Es curioso cómo funciona el universo a veces. Cuando se disponía a abrir la puerta,
algo le llamó la atención en una de las ventanas. Se volvió justo a tiempo para ver
a un hombre cruzando el jardín delantero sosteniendo una pila de carpetas. Tendría
unos treinta años y llevaba el cabello un poco largo. Camila no lo reconoció.
Sonó el timbre y Camila sopesó seriamente la idea de no contestar. No le gustaban
las visitas, y menos si eran inesperadas.
Abrió la puerta de mala gana. El joven debió de advertirlo de inmediato porque su
rostro se transformó y las palabras salieron atropelladamente de su boca.
—Buenos días, señora Jones. Soy Tim Doherty, periodista y director delHawkmoon Overfly, el periódico de...
—Conozco el periódico local.
Una sonrisa nerviosa se dibujó en los labios del joven.
—Necesito hablar con usted acerca de la desaparición de Sophia Holmes. Tengo...
—¿Cómo sabes dónde vivo?
El periodista iba a responder cuando advirtió que una de las tres carpetas estaba
a punto de caerse. Se mantuvo en pie solo con la pierna izquierda y se valió del apoyo
de la rodilla derecha para acomodar las carpetas en su sitio. La torpe maniobra fue
presenciada por Camila con cierta lástima.
—En el periódico tenemos buenas fuentes —respondió Tim—. Sabemos que vive aquí desde el primer día. Nunca hemos publicado nada.
Camila se limitó a asentir.
Tim tomó aire.
—Creo que debería usted implicarse en el caso de Sophia Holmes —dijo Tim con una solemnidad que parecía ensayada. A continuación le dio un golpecito
con la barbilla a la carpeta de más arriba—. No existe una investigación más exhaustiva
que esta, señora Jones.
Camila miró la carpeta durante un brevísimo instante. Vio el tamaño irregular del
contenido e imaginó los recortes de periódico, las hojas con notas, las fotografías
y las fotocopias con información relevante. Camila era de la vieja escuela, y una
carpeta como aquella despertaba en ella una atracción inmediata. Se preguntó si Doherty
lo habría intuido y por eso se había presentado a su puerta con las carpetas; a fin
de cuentas, bien podría haberlas dejado en el coche.
—No voy a involucrarme en ninguna investigación —dijo ella finalmente—. Lamento que hayas venido hasta aquí para esto.
Tim suspiró.
—¿Está al tanto del caso?
Lo cierto es que Camila no sabía mucho. Se había mantenido deliberadamente alejada
de las noticias del caso Holmes porque era consciente de que tenía los ingredientes
necesarios para obsesionarla. Sabía que Sophia había ido al cine con unos amigos y
que, justo antes de empezar la película, les había dicho que tenía que hacer algo
y jamás regresó. Más tarde había sido vista cerca del puente Catenary y la policía
había encontrado trozos de su vestido en el río, con lo cual cobró fuerza la hipótesis
del suicidio. Los que conocían a Sophia, una chica de catorce años que parecía tenerlo
todo, sostenían que era inconcebible que hubiera tomado semejante determinación.
—Sé lo que sabe todo el mundo... —dijo Camila mientras buscaba el nombre de su interlocutor—. Escucha, Tim, no estoy
interesada en el caso; ni en este, ni en ningún otro. Es parte del propósito de haber
venido aquí. Lo entiendes, ¿verdad?
—Claro, por supuesto.
—Voy a pedirte amablemente que te marches.
Tim la observó con horror.
—Algo sucedió hace cinco días —dijo con desesperación—. No lo hemos publicado todavía. Caroline Holmes, la madre
de Sophia, encontró una nota clavada en la puerta de su casa. Unos vecinos vieron
la nota pero nadie llegó a leerla. Poco tiempo después, la mujer cayó de la terraza.
Está en coma.
Eso sí parecía un intento de suicidio, pensó Camila.
—No lo sabía. Es una noticia muy triste. —Camila lo observó con severidad.
Tim colocó bien las carpetas, que otra vez estaban a punto de caerse.
—Le pido perdón por haberme presentado de esta forma, señora Jones. ¿Puedo dejarle
mi número para que me llame si cambia de opinión?
—No hace falta. Si necesito hablar con usted, sé dónde encontrarlo.
—Que tenga un buen día, señora Jones.
—Igualmente. Cuidado con los escalones.
Camila cerró la puerta. De regreso a la cocina sacó el móvil del bolsillo y realizó
una búsqueda rápida de Tim Doherty. Los primeros resultados le confirmaron que aquel
hombre era quien decía ser. Un enlace en particular atrajo su atención: «Madre e hija
pierden la vida en un extraño accidente». Levantó la mirada y vio a Tim, ya bastante
alejado, avanzando como si caminara sobre una cuerda floja. Toda su atención estaba
puesta en las tres carpetas, y no en el suelo. Camila supo lo que iba a suceder incluso
antes de que el pie derecho de Tim chocara contra una de las boquillas de riego y
cayera de bruces en el césped.
2
Apenas entraron, Bobby festejó la llegada de Tim con alegría desbordante; cualquier
desconocido servía para recordar sus paseos por el Boston Common con decenas de extraños
caminando a su lado.
—¿Estás seguro de que no te has torcido el tobillo?
Tim negaba enérgicamente. No cojeaba al caminar. Al menos no todavía.
—Siéntate. Voy a buscar hielo.
—No hace falta, de verdad. Muchas gracias.
Tim dejó las carpetas sobre la mesa baja, junto a un libro con un marcapáginas que
asomaba más o menos por la mitad. Era una novela de Bioy Casares y el título estaba
en español:La invención de Morel. Se sentó en el sillón y Camila lo hizo en el sofá de enfrente.
—Te imaginarás que si he elegido vivir de esta forma —dijo ella abarcando la habitación con un gesto— es porque valoro mi privacidad.
—Por supuesto.
—Y aun así has decidido venir a verme.
—Realmente creo que debe escucharme.
—Me parece que ya he dejado claro que voy a hacerlo.
Tim se acomodó en su asiento.
—Va a cumplirse un año desde que Sophia Holmes desapareció —dijo Tim—. La policía no ha cerrado el caso porque no hay pruebas suficientes, pero
ellos están convencidos de que Sophia murió ahogada en el lago Gordon. Si no han resuelto
el caso hasta ahora, no van a hacerlo nunca. Usted lo sabe mejor que nadie.
Camila se encogió de hombros.
—Si tú lo dices.
—Está el caso Holmes —continuó Tim, e hizo un gesto como si sostuviera una bola invisible en su mano izquierda—.
Y por el otro lado está usted, señora Jones. —Ahora sostenía otra bola invisible en su mano derecha. Tim sopesó ambas bolas y las
acercó a su rostro. Era como si pudiera verlas—. Para mí es bastante simple. No sé
por qué ha elegido vivir aquí, pero yo veo un propósito.
Camila asintió con pesar.
—Seguramente conoces las estadísticas de niños que se pierden todos los días —dijo Camila—. Podría haber elegido cualquier punto de este país y hubiese sido lo
mismo.
—El caso de Sophia es especial —dijo Tim negando con la cabeza—. Demasiados interrogantes. Ese chico muerto. Ahora
la madre en coma. Alguien ahí afuera sabe algo. Hay que encontrar ese hilo del que
tirar para desentrañar el misterio, estoy convencido de ello. Y para que eso suceda,
el caso tiene que estar vivo. Si usted se implica en él, será como administrarle un
electroshock.
—Eres joven para ser el director de un periódico.
Tim pareció descolocado con el cambio de tema.
—No es un mérito, señora Jones, se lo aseguro. El director anterior se jubiló y fue
una situación de esas donde nadie quiere dar un paso al frente.
—Eres modesto.
—Y usted es hábil para cambiar de tema.
Camila sonrió.
—¿Lo soy? Pensé que esto tenía que ver con que colabore con tu periódico.
Tim pareció verdaderamente ofendido por el comentario. Había en sus ojos un dejo de
tristeza que por momentos se hacía más evidente. Camila se preguntó si realmente estaba
allí o si ella lo estaba infiriendo en función de lo que había averiguado de él.
—No se me ocurriría pensar que usted podría rebajarse a trabajar para elOverfly. No soy tan estúpido. He venido porque Sophia la necesita, tanto si está viva como
si no. Y nadie sabe más del caso que yo.
Tim se inclinó y apoyó su mano sobre la carpeta como si estuviera a punto de prestar
juramento.
Ella se lo quedó mirando entre intrigada y sorprendida. Tim Doherty tenía una gran
dosis de ingenuidad, pero al mismo tiempo parecía muy seguro de sí mismo.
—No sé las razones por las que ha decidido dejarlo todo, pero la integridad y el compromiso
no se pierden nunca. Al menos es lo que yo creo. Sophia necesita alguien que lleve
adelante su causa. ¿Qué está haciendo aquí, señora Jones?
El rostro de Tim delató su osadía. Aun así no se retractó.
Camila se puso de pie. Hubo un instante de expectación, quizás deliberado, durante
el cual Tim estuvo convencido de que su visita había llegado a su fin.
—¿Puedo ofrecerte un café? —dijo Camila.
Tim se la quedó mirando.
—Sí, claro —atinó a decir.
Camila fue a la cocina y regresó unos minutos después con una bandeja que apoyó sobre
la mesa baja. Tim la observó con interés. Junto al café había un termo, y a su lado
un recipiente de madera con forma de pera. Contenía algo muy parecido a estiércol,
y una pajilla de metal sobresalía como una antena de unos diez centímetros.
—Se llamamate. —Camila había pasado por la misma situación infinidad de veces—. En Argentina casi
todo el mundo lo toma, y supongo que sabes que me crie allí. Esta de aquí es labombilla.
La expresión de perplejidad seguía dibujada en el rostro de Tim. Camila movió la bombilla
formando suaves círculos y le dio al mate un golpecito sobre la mesa. Tomó el termo
y se sirvió un hilo de agua caliente.
—Nunca debe hervir —explicó mientras inundaba la boca del peculiar recipiente.
—¿Qué contiene?
—Yerba mate. Es una planta que crece en Sudamérica. Las hojas se muelen y es esto
que ves aquí. Es una bebida amarga.
Camila se llevó la bombilla a la boca y produjo, al sorber, un breve sonido de succión.
Luego volvió a llenar el mate de agua y se lo tendió a Tim.
—¿Quieres probar?
A Camila le gustaba ver la expresión de horror cuando ofrecía un mate por primera
vez. Antes de que Tim ensayase alguna excusa, explicó que compartir el mate era normal
en Argentina, y que incluso en ciertos círculos podía hasta considerarse irrespetuoso
rechazarlo. Entendía cuán extraño podía resultar a los ojos de un extranjero.
A Tim la explicación debió de parecerle salida de una cultura alienígena porque no
dejó de observarla con recelo, como si creyera que todo aquello era algún tipo de
engaño para ponerlo a prueba. Se refugió en su taza de café humeante, que saboreó
como la exquisita bebida que era. ¿Quién necesitaba beber hojas molidas con sabor
amargo?
—Antes de escucharte, Tim, quiero que sepas que no cambiaré de opinión —dijo Camila—. Voy a decirte lo que pienso, y quizás pueda orientarte en algún sentido,
pero eso será todo. ¿Entendido?
Tim estuvo de acuerdo. ¿Qué otra opción tenía?
—Quizás cambie de opinión cuando me escuche.
—Te aseguro que no será así —sentenció Camila—. Y ahora dime qué le sucedió a la madre de esa chica antes de que
me arrepienta.
Tim se inclinó y cogió una carpeta. Se dio cuenta de que no era la que necesitaba
y pasó a la siguiente. Bobby, que los había estado observando desde lejos, se interesó
por la pesquisa y olfateó los dedos del periodista. Camila advirtió que llevaba una
gruesa alianza de plata.
—Una vecina fue a su casa y la encontró en el patio, agonizando. Cayó desde la terraza
de su habitación.
Tim hizo una pausa y sacó de la carpeta una fotografía de gran tamaño. Camila alcanzó
a ver un cuerpo despatarrado en el suelo de cerámica roja.
—Por favor, no necesito ver eso —lo detuvo.
Él guardó la fotografía de inmediato.
—El día del...accidente, Caroline no fue a correr como solía hacer, sino que se quedó en casa. Philip Holmes
le dijo a la policía que la noche anterior había mantenido una discusión con su esposa,
así que quizás eso tuvo algo que ver con el inusual comportamiento de Caroline. Aparentemente,
ella estaba hablando con Vince Naroditsky para pactar una entrevista y Phil no estaba
de acuerdo.
La mención de Naroditsky hizo que Camila frunciera los labios. Hacía años que no lo
veía —algo bueno para el universo—, pero recordarlo seguía produciéndole ganas de vomitar.
Hacía mucho tiempo, en una galaxia muy muy lejana, Vince y ella habían sido amigos.
O algo parecido. Resulta difícil desarrollar un vínculo cuando una de las partes tiene
el ego del tamaño del peñón de Gibraltar. Camila y Naroditsky eran colegas; nunca
coincidieron en la misma cadena pero el mundo es pequeño y empezaron a relacionarse
de manera ocasional. Personas como Naroditsky eran las responsables de que ella se
hubiese alejado de la profesión.
—Ahí tienes a alguien con ganas de llevar adelante la causa de Sophia —dijo Camila.
Tim comprendió de inmediato la ironía.
—Permítame leerle un extracto de las declaraciones de la secretaria de Naroditsky...
Tim abrió la carpeta y la acercó hacia sí. Pasó las páginas.
—La señorita Karin Moldow declaró, y cito textualmente, que «Caroline Holmes me dijo
que tenía pensado decir toda la verdad, incluso aquello que había callado hasta ese
momento. También dijo que tenía unas cuantas razones para echarse atrás, pero que
no lo haría».
Tim cerró la carpeta.
—Tengo un medio hermano —continuó Tim—. Se llama John y es doce años mayor que yo. Ahora vive en Colorado.
Phil Holmes fue su mejor amigo en la escuela. Ahora han perdido el contacto, por la
distancia y esas cosas. Conozco a Phil Holmes y he podido hablar con él en varias
oportunidades; podría decirse que confía en mí. Phil está convencido de que su esposa
no tenía nada nuevo para revelarle a Naroditsky en la entrevista, que lo único que
buscaba era mantener el caso vivo de alguna forma.
—¿Y tú le crees?
Tim dudó.
—Le creo en cuanto a que él no sabía lo que su esposa iba a decir. Pero Caroline Holmes
es una mujer inteligente y estoy seguro de que algo importante iba a revelar en esa
exclusiva. No me parece el tipo de persona capaz de generar semejante expectativa
en vano.
—Pues déjame decirte —replicó Camila— que me he topado infinidad de veces con familiares de víctimas que
buscan reflotar sus historias a cualquier precio. Se trata, posiblemente, de la parte
más dolorosa de este trabajo, al menos para mí.
—¿Es esa la razón por la que se alejó de la profesión? —preguntó Tim.
—No hay una sola razón... Continúa, por favor.
Camila empezó a prepararse otro mate.
—Es imposible saber si Caroline iba a revelar algo en esa entrevista o no —dijo Tim—. La policía tampoco lo sabe. Lo que sí sabemos con certeza es que algo extraño
sucedió la mañana que cayó desde la terraza. Caroline encontró esa nota clavada en
la puerta de la casa y estaba muy molesta; varios testigos lo confirmaron, inclusive
una vecina que la conocía bastante.
—¿Y dices que nadie leyó la nota?
—Exacto. Todos la vieron de lejos. Un detalle importante es que estaba sujeta con
un clavo.
Camila meditó las implicaciones de ese detalle. Podía desconocer los acontecimientos
recientes del caso, pero sí sabía de su relación con el asesinato a martillazos de
Dylan Garrett, un matón escolar con quien Sophia y sus amigos habían tenido problemas
en el pasado. Las teorías más disparatadas hablaban de una venganza cuidadosamente
planificada por parte de la chica.
—La utilización de un clavo no es casual —dijo Tim.
Camila empezaba a sentir esa pulsión que se manifestaba cuando intentaba encastrar
piezas que parecían no tener sentido.
—¿Ese detalle ha sido publicado?
Tim negó con la cabeza.
—Pero pronto se filtrará.
Camila tenía la extraña sensación de haber alcanzado una inesperada familiaridad con
Doherty, como si lo conociera de alguna parte.
—¿Tú crees que Sophia puede estar viva? —disparó Camila.
El periodista suspiró.
—Primero le diré lo que no creo. —Hizo una pausa—. No creo que Sophia se haya quitado la vida tirándose del puente Catenary.
Pero eso no significa que esté en el grupo de los que creen en teorías vengadoras.
Quiero decir, ¿Sophia se marcha de su casa, permanece meses vaya uno a saber dónde
y varios meses después asesina a Dylan Garrett de un martillazo? No tiene mucho sentido.
—Tim se masajeó el mentón, un gesto que había repetido por lo menos dos veces desde
su llegada.
—Coincido en que no tiene pies ni cabeza. Además, tengo entendido que la policía ya
tiene al asesino de Garrett.
—Así es. Y posiblemente sea lo único que han hecho bien.
Tim apoyó la mano sobre las carpetas. Como si allí estuvieran todas las respuestas.
—Todo lo que he averiguado está aquí. La nota que recibió Caroline en su casa demuestra
que hay algo que no estamos viendo. Caroline iba a ofrecer esa entrevista y aparece
la nota, se altera y unas horas después cae desde la terraza de su casa y se salva
de milagro. Para la policía ha sido solo un accidente doméstico.
—No te caes de tu propia terraza. O se tiró o la empujaron.
—¿Qué quiere que le diga, señora Jones? La mujer está viva. La policía no va a esforzarse
para dilucidar algo que ella misma podrá revelar cuando despierte.
—¿Cuál es su estado?
—Crítico.
Camila meditó el asunto. Paseó la mirada por el salón y se quedó mirando por uno de
los amplios ventanales.
—Permítame que le muestre algo —dijo él.
Camila se alarmó al ver que Tim volvía a abrir la carpeta.
—No se preocupe —la tranquilizó—, no será nada escabroso.
Tim buscó tres fotografías y las colocó sobre la mesa. Eran tres tomas diferentes
de un espacioso salón decorado con buen gusto. Camila examinó las fotografías sin
saber exactamente qué debía mirar.
—Estas fotografías fueron tomadas en la casa de los Holmes y forman parte de la investigación
—dijo Tim—. Créame, nadie les ha prestado atención. La policía se enfocó en el jardín
y en la terraza.
Camila volvió a concentrarse en las fotografías. Nada parecía fuera de lugar. Tim
señaló un objeto en una pequeña mesa redonda, junto al sofá.
—Un mando a distancia —apuntó Camila.
—Y en el respaldo del sofá hay una manta —dijo Tim—. Caroline tenía la costumbre de prepararse una copa, cubrirse con esa manta
y ver Netflix. Eso hizo el día anterior. Vio los dos primeros capítulos de la serieThe Sinner.
Camila guardó silencio. Entendía perfectamente lo que Tim insinuaba, pero él igualmente
lo expresó en voz alta.
—¿Quién empieza a ver una serie de misterio si tiene pensado quitarse la vida al día
siguiente?
Guardaron silencio un momento.
—De una forma u otra, la nota alteró los planes de Caroline Holmes —dijo Tim.
—¿Cómo sabes lo que vio Caroline en la televisión el día anterior?
Tim se masajeó el mentón.
—Como le he dicho, tengo una buena relación con Phil Holmes. Le pedí que lo comprobara
en el historial de la plataforma. Al principio se negó, pero finalmente lo hizo.
Camila se quedó pensativa.
—Creo que no te equivocas al pensar que hay algo extraño en el caso —dijo Camila finalmente—. Los elementos que apuntan al suicidio son débiles; el vestido
bien pudo haber sido lanzado al río por alguien para que la policía lo encontrara.
La nota que recibió la madre y lo que sucedió después tiene que estar relacionado
de alguna forma. Pero eso tú ya lo sabes. Lo único que puedo decirte es que, si Naroditsky
se implica de lleno en el caso, su prioridad no será la verdad.
—Eso me temo —dijo Tim.
El periodista suspiró y guardó silencio un momento.
—Hay una cosa más que quiero que sepa, señora Jones. Y me gustaría que lo considere
antes de tomar su decisión...
—Ya he tomado mi decisión.
—Déjeme decírselo de todas maneras. Yo sé que Sophia no se quitó la vida en el puente
Catenary. Lo sé porque yo mismo la vi aquel día.
3
Camila no era Jennifer Lopez, podía caminar por la calle sin que la gente se le echara
encima. El suyo era un rostro reconocible que despertaba cierto interés, pero nada
que no hubiese podido manejar en el pasado. En un buen día, y con la ayuda de unas
gafas de sol, podía pasar desapercibida y nadar en el bendito océano del anonimato.
A lo sumo, dependiendo de dónde estuviera, era abordada una o dos veces, lo que constituía
una dosis de fama que no llegaba a ser opresiva. En general eran encuentros amigables,
respondía algunas preguntas —últimamente siempre las mismas— y eso era todo.
«¿Por qué te retiraste? ¿Tienes pareja? ¿Vas a regresar a "El peso de la verdad"?»
Casi no había tenido encuentros hostiles. En una ocasión una mujer se le acercó en
un restaurante y le preguntó si era cierto que tenía cáncer. Cuando Camila se negó
a responderle, la amabilidad de la mujer desapareció como por arte de magia y le exigió
una respuesta bajo el pretexto de que Camila era una persona pública y que los televidentes
tenían derecho a saber. La situación derivó en un griterío de acusaciones cruzadas
y en el descubrimiento por parte de Camila de que no era buena para manejar invasiones
descaradas de su privacidad.
Con Ed no tenía que tomar ninguna precaución. Para él, Camila era unacompatriotamás que visitaba su tienda en busca de yerba para el mate y dulce de leche. Ed vivía
en Estados Unidos desde hacía casi cuarenta años; se había escapado de Argentina a
los veinticinco y no había vuelto nunca. Tiempos difíciles los de aquella época, le
decía a veces a Camila con ojos soñadores y tristes: «Vos eras muy chica pero seguro
tus viejos lo vivieron».
Camila había encontrado la tienda Sabores Argentinos gracias a Facebook. Uno de los
nietos de Ed se ocupaba del mantenimiento y de publicar la llegada de nuevos productos.
Cuando Camila tomó la decisión de irse a vivir a una isla minúscula con su perro,
no contempló muchas cosas, y una de ellas fue cómo se abastecería de los productos
argentinos que su asistente solía comprarle en una exclusiva tienda de Nueva York.
Ed fue su salvador.
Camila disfrutaba conduciendo los treinta kilómetros hasta Leland, un pueblo en el
condado de Brunswick, al oeste de Wilmington. Cuando Ed la veía llegar en su Mercedes
descapotable se le iluminaban los ojos. Quizás se emocionaba de la misma forma con
cada argentino que iba a verlo, aunque a Camila le gustaba pensar que entre ellos
había una conexión especial. «Bienvenida a la loma del orto», decía el viejo con los
brazos abiertos.
Ed le había insinuado una vez que nunca volvió a Argentina porque no se atrevía, y
en eso Camila lo entendía mejor que nadie.
—¡Camila, querida! —le dijo esta vez.
Ed caminaba con una leve cojera, pero de alguna forma saltó de la alegría.
—¿Cómo está mi porteño preferido? —lo saludó ella en un español que había dejado de ser perfecto.
Sharon, la muchacha que ayudaba en la tienda, estaba acostumbrada a esas conversaciones
cantarinas de las que entendía apenas un puñado de palabras.
Ed invitó a Camila a la trastienda, como hacía siempre. Allí había una ciudad de cajas
acumuladas y una modesta cocina. El viejo puso la pava en el hornillo y preparó el
mate. Antes de colocar la yerba, exhibió el paquete con orgullo.
—¿Nueva marca?
—La mejor —dijo él, ahora de espaldas, sacudiendo el paquete con suavidad para que la yerba cayera
en la medida justa—. Listo el pollo y pelada la gallina.
A Ed le gustaba hacer alarde de sus modismos.
Mientras el agua se calentaba, se sentó. Estaban en la esquina de una mesa cuadrada
atiborrada de cosas.
—Perdoná el desorden —se disculpó Ed—, esto parece un nido de caranchos. Recibimos la mercadería hoy y Sharon
estuvo toda la mañana atendiendo clientes y preparando pedidos. Yo ya no puedo hacer
las mismas cosas que antes.
—¿Otra vez la espalda?
—Sí. Tengo días buenos y días malos. Hoy es uno de los malos.
Cuando el agua estuvo lista, Ed preparó el primer mate y se lo entregó a Camila. Ella
lo dejó reposar un rato mientras hablaban de banalidades, después aspiró por la bombilla.
Saboreó el agua, amarga y caliente, y asintió en señal de aprobación. La pava con
la que Ed agasajaba a las visitas era chica y servía para ocho mates, así que las
conversaciones entre ellos normalmente se extendían alrededor de media hora. El mate
era un fabuloso metrónomo.
—¿Puedo preguntarte algo, Ed? —dijo Camila mientras le devolvía el mate.
El tono de seriedad hizo que el hombre elevara una ceja.
—A ver...
—¿Por qué nunca volviste?
—Ah, ¡te viniste recargada! —La pregunta no pareció ofenderlo en absoluto—. Mirá que después te voy a preguntar
lo mismo a vos.
Ella sonrió.
—A ver, dejame pensar —reflexionó Ed—, a lo mejor nunca volví para no darme cuenta de que me equivoqué. A
veces sueño... con el barrio de Flores, la plaza a una cuadra de mi casa donde jugábamos
al fútbol con los pibes, detalles insignificantes, como el silbato del afilador que
pasaba todos los domingos o el olor a choripán. Ahí tenés otro ejemplo, nunca volví
a probar un choripán... porque no podría ser mejor que en mis recuerdos.
Camila se puso a pensar que ella tampoco había vuelto a probar esos monstruosos embutidos
atrapados entre dos panes.
—¿Por qué me preguntás eso? ¿Estás pensando en volver?
Camila hizo una mueca.
—No, para nada. Mi vida está acá. Alex acaba de empezar la universidad.
Ed asintió.
—¿Entonces? —dijo Ed.
—No sé, estaba pensando en eso cuando venía. Si las personas como nosotros, que se
ven obligadas a irse de su país, acaso no desarrollan algún mecanismo de autoconvencimiento.
Para no sufrir.
Ed se la quedó mirando.
—Nunca me dijiste que te fuiste obligada.
—Bueno, es una forma de decir, y una historia para otro día.
Él asintió.
Camila le entregó el mate y Ed se ocupó de volver a llenarlo.
—Te voy a decir una cosa —dijo Ed mientras inclinaba la pava y un hilo de agua mojaba la yerba—. Cuando me vine
estaba leyendoEl corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Me vine de raje, con lo puesto. Armé una valija chica, metí un
poco de ropa y no sé por qué metí algunos libros, entre ellos el de Conrad. Nunca
lo acabé. Lo tengo en la biblioteca, con la punta de una de las hojas dobladas. No
sé por qué en esa época no usábamos señalador.
—¿Nunca volviste a leerlo? —dijo Camila maravillada.
—Nunca. No me preguntes por qué. Pensé hacerlo varias veces, pero ahí sigue, en la
misma página en la que lo dejé hace casi cincuenta años. Así que a lo mejor tenés
razón y el exilio nos deja una cicatriz...
—Que nos impide mirar atrás —completó Camila.
Ed asintió mientras tomaba su último mate.
La conversación se extendió un rato más, pero se ocuparon de que discurriera por carriles
más convencionales. Antes de salir de la trastienda, Ed rebuscó entre las cajas y
le entregó a Camila un pequeño objeto cuadrado.
—Es un Havanna nuevo. Setenta por ciento cacao, y va de regalo.
A Camila se le iluminó el rostro al ver el alfajor.
—Este debe ser una delicia.
—Lo es. ¿Sabés que ahora allá conseguís estos alfajores en cualquier parte?
—No sabía. Antes te tenías que ir a la costa para traerte una cajita y salían una
fortuna.
—¿Viste? El viejo Ed siempre te canta la justa.
Volvieron a la tienda y Sharon le entregó el pedido; suficiente para cuatro o cinco
semanas.
Camila se despidió de Ed con un abrazo. El hombre le dijo que la esperaba pronto y
se marchó con cierta urgencia. Volvió a cruzar la puerta arrastrando la pierna izquierda.
Camila se quedó mirando la puerta cerrada con cierta preocupación.
Sharon la observaba expectante desde el otro lado del mostrador. Camila deslizó su
tarjeta de crédito por el lector y, mientras esperaba la confirmación, vio algunos
periódicos de la zona. Distraídamente, tomó uno y lo dejó en el mostrador. En la esquina
inferior estaba la fotografía de Sophia Holmes, acompañada por el siguiente pie de
foto: «Ángel o demonio. ¿Qué supo su madre antes del trágico accidente?».
Camila se quedó mirando la fotografía de Sophia. Al levantar la mirada descubrió que
Sharon la observaba con fijeza. Estaba claro que la muchacha sí sabía a quién tenía
enfrente.
4
En Queen Island Camila había recuperado sus hábitos nocturnos. Después de años viviendo
en un apartamento con vigilancia las veinticuatro horas del día y con sistemas de
seguridad de última generación, al principio no supo si podría volver a sentirse segura
estando sola. Alex fue uno de los que creyeron que no lo soportaría, y hasta le suplicó
que reconsiderara su decisión de aislarse de semejante forma. Camila no culpaba a
su hijo por preocuparse; Alex había vivido toda su vida protegido en una mole de hormigón
y no concebía que adaptarse a algo diferente fuera posible. Para ella fue como volver
a sus raíces.
La noche siguiente a la visita de Tim Doherty, Camila se encontraba en la mesa del
porche leyendo el periódico que había comprado en la tienda de Ed. Bobby, que solía
acompañarla a regañadientes, levantaba la cabeza cada vez que escuchaba el gemido
de un somorgujo y la miraba con una mezcla de hastío y súplica.¿Teniendo una casa gigantesca y confortable, me explicas cuál es el propósito de estar
aquí afuera en medio de una nube de insectos?
Cuando Camila leía un libro lo hacía con una pequeña lámpara de pilas de esas que
se sujetan a la parte superior de las hojas. Para el periódico había encendido la
luz del techo y eso había atraído una cantidad importante de insectos. Camila los
apartaba sin ser del todo consciente.
Junto al periódico estaba la carpeta que Tim Doherty le había dejado, aunque Camila
se había mostrado inflexible en su decisión. El periodista le había pedido —casi suplicado— que le echara un vistazo en cuanto pudiera.
La carpeta estaba abierta por la primera página.
Allí había una breve cronología de lo sucedido en las horas previas a la caída de
Caroline Holmes. Estaba escrita con lápiz y sin mayores detalles. Junto a una de las
líneas de texto había una anotación: «¿Dónde está la nota que encontró Caroline?».
Empezó a leer los documentos. La nube de insectos era cada vez más densa y los grillos
cantaban formando un ruido demencial.
Su muñeca vibró y en el reloj vio el mensaje de Alex: «¿Hablamos?».
Camila sonrió. Había aprendido a no estar siempre encima de su hijo, pero era una
conquista relativamente reciente. Cuando él empezó a salir con sus amigos, ella se
angustiaba si no tenía noticias y necesitaba llamarlo para cerciorarse de que todo
estaba bien. No hay mejor forma de enfrentarse con un adolescente que llamarlo unas
cuantas veces al día para preguntarle qué está haciendo. El método resulta infalible.
Para Camila llegó a convertirse en una situación angustiante que no podía controlar.
Él le decía que era por los horrores que ella veía a diario en sus investigaciones
—y quizás tuviera razón—, y que necesitaba confiar en él. Camila confiaba plenamente
en Alex, pero, aun así, no podía dejar de pensar en escenarios fatalistas.
Con el tiempo había conseguido dominar esos pensamientos apocalípticos. Ahora celebraba
cada vez que él proponía una llamada entre ellos.
Fue al salón y abrió el portátil. Alex la saludó desde su habitación en el campus
de la UMass. Llevaba puestas sus gafas de lectura.
—Hola, mamá.
Alex se acercó a la pantalla. Tenía los mismos ojos color almendra que ella, el resto
era de su padre. Miró en todas direcciones.
—Aquí lo tienes —dijo Camila adelantándose a la petición de su hijo. Levantó el portátil y lo inclinó
hasta que Bobby entró en escena.
—¡Hola, amiguito!
El beagle movió la cola sin demasiado entusiasmo.
—¿Has puesto la alarma, mamá?
—Sí. Estoy encerrada en la casa desde las cuatro de la tarde.
—Muy graciosa. ¿Qué estabas haciendo?
—Leyendo un poco. ¿Tú?
—Tratando de estudiar —dijo él negando con la cabeza—. Cosas aburridas.
Camila asintió. Alex estudiaba Derecho, como había hecho su padre. Estaba en el primer
año y las cosas no iban del todo bien.
—No quiero ser una pesada, ya sabes lo que pienso. No busques la respuestafuera.
—Sí, lo estoy pensando, créeme. No lo tengo tan claro todavía. ¿Y tú?
—Yo, ¿qué?
Alex esbozó una sonrisa.
—¿Qué estás haciendo en esa isla, mamá?
Le había formulado la misma pregunta infinidad de veces. Alex bromeaba con que si
insistía y la cogía desprevenida, quizás algún día conseguiría que le dijera la verdad.
Ella le decía lo mismo de siempre, que se había agotado de la exposición y que mataba
buena parte del tiempo investigando casos antiguos no resueltos. Era una verdad a
medias.
—Tengo muchas ocupaciones aquí. Mis plantas...
Alex sonrió.
—Eso es gracioso.
—... estoy aprendiendo a cocinar.
—Eso esmuygracioso —dijo Alex divertido, y a continuación observó—. Bobby tiene cara de prisionero de
guerra.
—Digamos que el pobre no se resigna. —Camila se inclinó y agarró a Bobby, lo sostuvo delante de la cámara para que Alex
pudiera verlo otra vez. Efectivamente, tenía la expresión de un prisionero de guerra.
—Ahora es peor —dijo él—. Como si supiera que le espera la inyección letal.
Camila lo dejó de nuevo en el suelo. Al volver su atención a la pantalla se encontró
con un Alex diferente.
—A veces mis amigos me preguntan por qué te fuiste y no sé qué responderles. —Alex miró al techo como si buscara ordenar sus pensamientos—. No es que sea importante
lo que les digo a mis amigos, ni a nadie, quiero decir, supongo que soyyoel que no termino de entenderlo. Te gusta tu trabajo, tienes el reconocimiento...
Camila suspiró.
—Es algo que necesito hacer, Alex. Es a lo que me refería antes cuando te decía que
la respuesta está dentro de ti. Quizás los demás no terminen de entenderlo; lo importante
es que tú lo tengas claro.
Alex no insistió. Se dijeron con la mirada todo lo que hacía falta. Camila pensó en
preguntarle por Cassie, la chica con la que Alex se estaba viendo desde hacía unos
meses —y de la que Camila se suponía que no sabía casi nada, salvo por sus extensivas pesquisas
clandestinas en Facebook—, pero aquí también valía la premisa de preguntar lo menos
posible. Camila se mordió el labio y se dijo que trataría de que él se lo contara
la próxima vez.
Hablaron un rato más y se despidieron. Como cada vez que bajaba la tapa del portátil
después de hablar con Alex, Camila sintió un vacío desolador. Eran unos instantes
horribles en los que imaginaba no tener a su hijo.
Media hora después regresó al porche, ahora con un café caliente y la carpeta de Tim
Doherty. Bobby la observó horrorizado y esta vez no la acompañó.
5
—Tim, soy Camila Jones.
Una pausa.
—¡Señora Jones! Me alegro de oírla.
—He leído buena parte de tu investigación —dijo ella sin preámbulos—. Has hecho un muy buen trabajo. Quizás me precipité al darte
una respuesta.
A través de la línea llegó el bullicio de la calle y el ruido de una puerta al cerrarse.
—¿Es un mal momento? —preguntó Camila.
—No, para nada, estoy entrando en este momento a la redacción. Estoy sorprendido.
—Lo entiendo. Ayer te manifesté mi firme decisión de no formar parte de una investigación
y hoy te estoy llamando por teléfono para decirte exactamente lo contrario. Créeme,
eso es algo que difícilmente va a volver a suceder.
—Me parece fantástico que quiera participar en la investigación.
Camila habló antes de que Tim pudiera añadir algo más.
—Mi forma de trabajar no es negociable, Tim. Voy a involucrarme en el caso, sí, pero
primero necesito empaparme de todo. Solo entonces decidiré qué hacer al respecto.
Por lo pronto, voy a hablar ahora mismo con mi productor para decirle que estoy interesada
en investigar la desaparición de Sophia. Estará encantado, pero no le prometeré nada.
Mientras tanto, tú y yo trabajaremos juntos, y eso significa que todo lo que publiques
deberemos discutirlo primero. Escucharé tu opinión, porque claramente conoces la investigación
y la idiosincrasia de Hawkmoon, pero yo seré quien tenga la última palabra. ¿Tienes
algún problema con eso?
No hubo respuesta. Una puerta se abrió y se cerró y a continuación se escuchó el sonido
de unas llaves al caer. Camila imaginó a Tim agachándose para recogerlas.
—Creí que podríamos colaborar más... como un equipo —dijo él.
—Seremos un equipo, pero yo tomaré la decisión final en caso de que no lleguemos a
un acuerdo, algo que, déjame decirte, sucederá en algún momento.
Incluso a través de la línea Camila pudo percibir el desconcierto del joven.
—Mira, Tim, no es necesario que me des una respuesta ahora mismo. Piénsalo.
—No es eso. ¿Usted cree que su productor estará interesado?
Camila no tenía ninguna duda. Richard se lo había pedido muchas veces.
—Lo único que quiero en este momento es saber si podemos salir con la historia a nivel
nacional si es que lo necesitamos.
—Sí, sí, claro.
—Tú y yo podríamos vernos mañana para trazar los pasos que debemos seguir.
Tim se quedó callado.
—¿Sigues ahí?
—Sí, lo siento mucho, pero mañana no es un buen día —dijo Tim en un tono de voz que había perdido parte del entusiasmo inicial—. ¿Pasado
mañana, quizás? Podríamos almorzar en Molly's.
—Preferiría que no fuera en un sitio público —dijo Camila—. ¿Puedo ir a la redacción delOverfly?
—Por supuesto.
—Perfecto. Te veré allí a las diez.
—Muy bien. —Tim dudó—. ¿Puedo preguntarle algo, señora Jones?
—Adelante.
—¿Qué la ha hecho cambiar de opinión?
Camila no quería empezar una relación profesional con una mentira, no obstante, lo
que dijo a continuación fue tan poco preciso que bien podría calificarse como una.
—Encontré algo en el caso que me ha tocado de forma personal.
Tim guardó silencio otra vez. Probablemente pensó en preguntar a qué se refería Camila
exactamente, pero no lo hizo.
Cuando cortó la comunicación Camila se quedó mirando por la ventana. Marshall cortaba
el césped vestido con su mono azul y un sombrero de paja; el hombre levantó la mano
en señal de saludo y Camila se lo devolvió. Su cabeza iba a toda velocidad. No era
del todo consciente de lo que acababa de hacer. Hablar con Doherty había puesto en
marchaalgo. Mantuvo presionado el número dos de su móvil y el contacto pregrabado de Richard
Ambrose se marcó a toda velocidad.
—¿Camila?
—Hola, Richard.
—¿Hoy es mi cumpleaños?
—Ja, ja. Muy gracioso.
Richard tenía sesenta y seis años. Convivían en él un hombre medido y racional y otro
temperamental e impulsivo. El secreto de su éxito era hacerlos compartir el mismo
cuerpo. Uno de sus lemas era: «Noventa por ciento cabeza, diez por ciento arrojo y
estupidez». Richard sabía navegar en las aguas de un multimedio como nadie, y Camila
lo admiraba por eso y por muchas otras cosas. Buena parte de lo que había aprendido
se lo debía a él.
—Quiero volver, Richard. ¿Estás familiarizado con el caso de Sophia Holmes?
Richard se quedó en silencio. Algo cambió en ese preciso momento y Camila fue perfectamente
capaz de advertirlo incluso a casi mil kilómetros de distancia.
—¿Qué sucede, Richard?
—Lo conozco —se limitó a decir él.
Camila apartó el móvil de la oreja para comprobar que la llamada seguía en curso.
—¿Vas a decirme qué sucede?
Richard resopló.
—Camila, nada me hace más feliz que saber que quieres volver, aunque sea para un especial,
diez minutos, lo que sea. Pero hay algo que debes saber.
—Te escucho.
—Antes que nada, te pido discreción. Si se filtra me colgarán de las pelotas. Estamos
negociando con Naroditsky para que se una a «El peso de la verdad».
Camila sintió un ligero dolor en el pecho e instintivamente se sentó en la silla que
tenía al lado. Tragó una bocanada de aire.
—Camila, ¿estás bien?
No, no estaba bien. Juntó fuerzas y se levantó de la silla. Todavía con el teléfono
en la mano, llegó a la puerta de la calle y salió al porche. El dolor en el pecho
no disminuía. Camila miró al cielo.
Richard seguía haciéndole la misma pregunta, ahora con mayor insistencia.
—Estoy bien —dijo ella finalmente, apoyada contra una de las columnas de madera.
Marshall había detenido la cortadora de césped y la observaba. Ella le mostró el pulgar.
—¿Seguro que estás bien? Perdona por no habértelo dicho antes. Es algo reciente.
—¿Naroditsky? —dijo Camila sin salir de su asombro.
—Lo siento, Camila. Necesitamos dar un golpe de timón con una figura de primera línea.
Sin tu presencia el barco se hunde.
—Eso lo entiendo. Pero... ¿Naroditsky? Tú conoces a Vince mejor que nadie.
—No es solo decisión mía, Camila. Las negociaciones están muy avanzadas, casi cerradas.
—Y déjame adivinar, el caso de Sophia Holmes es uno de los elegidos.
—Más que eso —dijo Richard—. Es el caso estrella. Naroditsky asegura que será lo más impactante
que se ha visto en mucho tiempo. Los ejecutivos han comprado la idea.
Camila cerró los ojos mientras negaba con la cabeza.
—¿Sigues ahí, Camila?
—Sí.
—Lo siento mucho. Si me hubieras llamado antes... Quizás podamos buscar la forma de...
—Sabes que eso es imposible, Richard. Vince y yo no podemos estar en la misma cadena.
Por Dios, no podemos estar ni siquiera en la misma ciudad.
—Lo siento mucho.
Terminaron la conversación con la promesa de volver a hablar después de unos días
y de buscar algún tipo de solución.
Camila entró en la casa con la esperanza de encontrar a Bobby, pero el perro no estaba
a la vista. Realmente necesitaba hablar con alguien.
—Lo más impactante que se ha visto en mucho tiempo... —farfulló mientras entraba en la cocina.
Una cosa estaba clara: no condicionaría sus decisiones en función de Vince Naroditsky.
No cometería el mismo error dos veces.
Abrió la puerta del sótano con determinación y se quedó parada frente a la boca oscura.
Llenó los pulmones de aire y cerró los ojos.
Bajó los primeros peldaños con lentitud, aferrada al pasamano. Conforme fue ganando
confianza aceleró el paso hasta detenerse en el descansillo, donde la escalera giraba
noventa grados hacia la derecha.
«Hasta aquí todo bien», se felicitó.
En el segundo tramo de la escalera el dolor en el pecho volvió a aparecer. Esta vez
no fue una molestia, como durante la conversación con Richard, sino una flecha dolorosa
que se le clavó a la altura del esternón. Se dobló por la mitad y ahogó un grito.
Para Camila era la antesala de la muerte.
Empezó a contar en voz baja: «Uno, dos, tres...».
6
Sophia discutió con Janice mientras regresaban de la escuela. Todo empezó cuando Janice
le pidió que la acompañase al autocine abandonado, donde tenía planeado ver a Dylan
Garrett, un chico de tercero de secundaria de quien decía estar enamorada.
Sophia, cuya opinión sobre Garrett ya había quedado clara en un sinfín de ocasiones,
volvió a despacharse con lo mismo de siempre: que era un engreído, que de no ser por
las conexiones de su padre hubiese sido expulsado de la escuela unas diez veces y
que vivía hostigando al resto para llamar la atención. El pobre era un cliché andante.
¡Y además no era guapo!
A Janice nada de eso pareció importarle y le lanzó un ultimátum.
—¿Vas a acompañarme o no?
—¡Claro que no!
Todos en la escuela sabían lo que pasaba en el autocine abandonado. Los chicos mayores
se reunían a escuchar música, beber y fumar. Si un chico y una chica querían algo
de intimidad, no tenían más que ir con el coche detrás del muro que en otro tiempo
había servido como pantalla de proyección. Las autoridades nunca merodeaban por esa
parte del bosque.
—Voy a ir de todos modos —la desafió Janice.
Sophia no recordaba haberse sentido tan ofuscada en su vida. Tenían catorce años y
Janice nunca había estado con un chico, ni siquiera con uno de su edad. Ahora estaba
entrando en una etapa de rebeldía donde quería hacer lo que le daba la gana sin detenerse
a analizar si era una estupidez o no. Y encontrarse con Dylan Garrett en el autocine
abandonado era la estupidez más grande imaginable. ¿Por qué no podía verlo?
—¿Y qué vas a hacer si Dylan quiere estar contigo en su camioneta?
—No hay que planificarlo todo, Sophia. Quizás acepte, no lo sé.
—¿¡Estás loca, Janice!? No puedes ir. Sabes que tengo razón.
—¡Claro, tú siempre tienes razón!
Se habían detenido en un cruce. Era el punto donde el camino habitual se desviaba
hacia el bosque.
—No voy a formar parte de esto —dijo Sophia.
—Perfecto. —Janice dio media vuelta y caminó a toda velocidad.
Sophia estuvo a punto de ir corriendo y agarrarla de los hombros, zarandearla y hacerla
entrar en razón. No lo hizo porque en parte sabía que no iba a servir para nada. En
ese momento, Janice se volvió, más enojada que antes, y le gritó que estaba cansada
de que Sophia se creyera la dueña de la verdad. ¡Y que Dylan sí era guapo!
Eso dolió.
Sophia llegó a su casa todavía enfadada, pero también preocupada. Dejó la mochila
en uno de los sillones y fue en busca de su madre. Cuando llegó al estudio y vio el
ordenador apagado y la habitación en penumbras, recordó que aquel miércoles en particular
Caroline iría a la oficina. Normalmente trabajaba desde casa, pero de vez en cuando
se reunía con su equipo de trabajo e iban a almorzar todos juntos.
Recién entonces Sophia fue a su habitación, un muestrario variopinto de sus múltiples
intereses. Había una biblioteca con libros de todo tipo —ciencias en su mayoría—, un globo terráqueo, pósteres de Taylor Swift —su ídolo más absoluto junto con Stephen Hawking—, un micrófono profesional con su
amplificador, un telescopio y un montón de libretas con notas. Si algo le interesaba,
Sophia se lanzaba en pos de ello.
Se tiró de medio lado en la cama y se quedó mirando por la ventana. Su habitación
era la única que estaba en la planta baja, y desde ese ángulo podía ver parte de la
calle Clayton y las casas vecinas.
La frase de Janice seguía rebotando en su cabeza. Odiaba cuando alguien la acusaba
de creerse la dueña de la verdad. Era algo con lo que luchaba desde muy pequeña, cuando
sus padres se dieron cuenta de que tenía una inteligencia superior a la media.
A los tres años, Sophia utilizaba el lenguaje casi como un adulto, y a los cuatro
leía y razonaba de una forma absolutamente fuera de lo normal. Cuando empezó la escuela,
la diferencia con sus compañeros era abismal. A la segunda semana, la señorita Coleman
citó a los Holmes, entre consternada y alarmada, pero mayormente alarmada. Los recibió
en el aula después de clase. Les dijo que durante la clase del día anterior había
estado enseñándoles a los niños los principios básicos de la suma. Sophia, por supuesto,
sabía todas las respuestas. Para mantenerla ocupada, le pidió a Sophia que sumara
todos los números del uno al cien, asumiendo que eso le llevaría un buen rato y que,
de ese modo, podría retomar la clase en paz. Sophia se la quedó mirando y al cabo
de cinco segundos le dio la respuesta. «Cinco mil cincuenta», dijo la pequeña con
aire triunfal. La propia señorita Coleman aceptó que no sabía el resultado y tuvo
que pedirle a Sophia que le explicara cómo había llegado a la solución tan rápido.
Caroline, que se había licenciado en Administración de Empresas y poseía cierta facilidad
para los números —aunque nada remotamente parecido a Sophia—, consiguió vislumbrar la razón de aquella
aparente velocidad de cálculo. Era imposible que la niña hubiese sumado cien números
en cinco segundos, por supuesto, pero, según les había explicado la señorita Coleman
con fascinación, «¡Sophia había multiplicado los extremos!». «Los extremos siempre
suman 101. Es decir, 1 + 100, 2 + 99, 3 + 98... y así sucesivamente. ¡Todos suman
ciento uno! Sophia solo tuvo que multiplicar 101 y 50 para obtener la respuesta.»
Y esto último agregaba una nueva revelación: Sophia había aprendido a multiplicar
por su cuenta.
Ese día, de regreso a casa, Sophia estuvo en silencio la mayor parte del trayecto.
Justo antes de llegar les dijo que había entendido que no estaba bien hacerse la listilla
en clase, que todos tenían que aprender, no solo ella. Dijo que no volvería a hacerlo.
Y así fue.
Desde entonces, Sophia fue una niña con excelentes calificaciones, pero nunca iba
más allá. Aprendió que la exigencia estaba fuera de la escuela, no dentro. Todos los
maestros estaban encantados con ella.
Sophia giró sobre la cama. Ahora miraba la pecera donde Tony nadaba de un lado para
otro.
—Eres una estúpida —se retó.
El mismo principio había aplicado siempre con sus amigos y seres queridos. A las personas
no les gusta que les señalen sus equivocaciones. Más aún, Sophia sabía que no servía
absolutamente para nada. La mejor forma de aprender era que nosotros mismos nos diéramos
cuenta de las cosas.
Enfrentarse a Janice había sido un error. Tendría que haber intentado razonar con
ella.
7
Unas manzanas después, a Janice se le había pasado el enfado y hasta pensó en regresar
a buscar a Sophia, pero no lo hizo. Se conocían desde primer grado y discutían a menudo;
era parte de su dinámica habitual. Sus mundos eran muy diferentes y, aun así, era
su mejor amiga. Sophia decía que la amistad entre ellas era unasingularidad, algo que Janice nunca había terminado de entender por completo, por lo menos no
en los términos en los que su amiga lo planteaba. Cada vez que ella intentaba explicárselo,
haciendo enrevesados paralelismos con el universo, Janice fingía dormir y roncar y
luego se reían a carcajadas. Se había convertido en una especie de gracia. Lo cierto
es que, mientras Sophia analizaba las cosas desde todos los ángulos imaginables, Janice
prefería la incertidumbre. A sus catorce años, Janice empezaba a descubrir que a veces
era mejor apartarse un poco del camino, como cuando probaba un acorde extraño en alguna
de sus canciones y el resultado era inesperadamente bello. Había algo reconfortante
en no saberlo todo y dejarse llevar.
Si a Janice le gustaba Dylan Garrett y tenía ganas de verlo, aunque eso significara
espiarlo de lejos, ¿por qué no hacerlo? No tenía que ser el amor de su vida. Era un
chico que le gustaba —el primer chico que le gustaba, de hecho—, y nada más.
Se internó en el bosque y al cabo de un rato llegó a un área de pícnic desolada. Se
sentó en una mesa, se quitó la mochila y sacó del interior su kit de maquillaje y
el estuche con lospiercings. Se los colocó con rapidez: uno en la nariz, otro en la lengua y el tercero en la
ceja. Cuando devolvía el estuche a la mochila un ruido a sus espaldas la sobresaltó.
Se volvió con el corazón desbocado para descubrir a una pareja de ardillas que había
surgido de unos arbustos y la observaban con interés.
Janice soltó el aire sonoramente.
—No tengo nada para comer. Lo siento.
Los animales se miraron con los hocicos olfateando el aire. Janice les explicó que
a la escuela no podía asistir con maquillaje, así que no tenía más remedio que utilizar
su patio de recreo para maquillarse. Valiéndose de un espejito se pintó los párpados
de negro y delineó una gruesa línea debajo de sus ojos. Para sus labios eligió un
tono natural no demasiado llamativo.
Las ardillas se fueron en algún momento y Janice se sintió sola y vulnerable; necesitaba
ponerse en movimiento cuanto antes. Se puso bien la chaqueta de cuero y se fue a toda
velocidad, pero las cadenas que colgaban de su pantalón anunciaban su presencia y
se las metió en el bolsillo. No era una buena idea que una chica anduviera sola por
el bosque; su decisión de acortar camino por aquella zona poco transitada no había
sido la más atinada.
El autocine abandonado estaba ubicado al norte de la ciudad. Janice se asomó desde
detrás de un tronco grueso y examinó primero la explanada de hormigón y después la
inmensa pantalla, gris y descascarillada. A veces había chicos de su edad, arremetiendo
con susskatesde un lado para el otro, rebotando en las paredes o haciendo piruetas en las tuberías.
Por lo general, los chicos mayores los echaban cuando llegaban con sus coches y su
música.
La inconfundible 4Runner de Dylan estaba en el centro del terreno. El propio Dylan
estaba apoyado en la parte delantera de la camioneta; bebía cerveza y miraba embelesado
la pantalla como si en ella se proyectara una película que solo él podía ver. Estaba
alejado del resto y Janice pensó en tomarle una fotografía con el móvil y añadirla
a su colección, pero estaba demasiado lejos. Unos metros más alejados estaban Casey
Flechner y Steve Camp, dos de los mejores amigos de Dylan. Una especie de rap horrible
surgía de alguno de los coches.
La buena noticia era que los chicos estaban solos. No había rastro de Maggie Gill,
la cabeza hueca que decía ser la novia de Dylan, ni de Sally O'Donnell o cualquiera
de las otras. Acercarse con ellas presentes hubiera resultado imposible, y ahora que
Janice tenía el camino libre sintió un miedo paralizante. Había repasado la situación
en su cabeza unas mil veces. Lo único que tenía que hacer era acercarse de un modo
casual, entablar una conversación con Dylan y quizás pedirle un trago de cerveza.
Janice había probado la cerveza; a veces su padre y sus amigos dejaban bebidas a medio
terminar y ella era la encargada de limpiar todo el desorden. La había probado una
vez, solo por curiosidad, y a pesar de haberla encontrado repugnante, creía ser capaz
de tolerar un sorbo.
En sus fantasías siempre encontraba el valor para acercarse. Cualquier frase servía
para romper el hielo. Le podría decir, por ejemplo, que su padre tenía una Harley
de los años ochenta y que la reparaba él mismo en su taller y Dylan se sentiría impresionado
de inmediato. A Dylan le gustaban los coches, incluso quería ser piloto profesional.
Además, ¿qué podía salir mal? Si no la tomaba en serio, no tenía más que seguir su
camino.
Pero Dylan sí la tomaría en serio. Porque había algo que Janice sospechaba, y era
que en el fondo ambos eran iguales: dos rebeldes incomprendidos. Por alguna extraña
razón sentía que conocía a Dylan Garrett aunque apenas hubiera cruzado unas cuantas
palabras con él.
«¡Acércate ya!»
No podía.
¿Por qué no podía?
Entonces encontró la excusa perfecta para quedarse donde estaba. A lo lejos, en el
extremo opuesto del terreno, vio a un grupo de chicos de su edad. Estaban prácticamente
escondidos a un lado de la construcción que albergaba el sistema de proyección, seguramente
a la espera de que los mayores se marchasen. Janice reconoció de inmediato a uno de
los chicos: negro, delgadísimo y alto como el Empire State. Incluso a esa distancia
supo que no podía ser otro que Tom. Y si estaba Tom, entonces también debía de estar
Bishop, a quien no tardó en divisar, en precario equilibrio sobre su tabla, desproporcionadamente
grande. Tom y Bishop eran amigos suyos, y una parte de ella sintió el deseo irrefrenable
de ir corriendo para unirse a ellos.
«Solo que has venido a hablar con Dylan de una vez por todas.»
¿Y si Tom o Bishop la veían?
Sabía que seguía buscando excusas. ¿Qué importaba si la veían? Nada en absoluto. Ella
era libre de hacer lo que quisiera. Además, sus amigos no iban a quedarse mucho más
tiempo. Bishop vivía con su madre y ella era flexible con los horarios, pero los Johnson
seguían de cerca los movimientos de Tom, que además era el menor del grupo y todavía
tenía doce.
Janice decidió esperar. Una vez que Bishop y Tom se marcharan, ella podría seguir
adelante con su plan. Dylan no se iría a ninguna parte, seguía con la mirada perdida
en las grietas del muro.
Se sentó en una roca, detrás de un árbol que la mantenía oculta. Se colocó los auriculares
y seleccionó una de sus listas de reproducción favoritas, con música de verdad y no
ese ruido computarizado carente de armonía que salía de uno de los coches. El rock
pegadizo y potente de Aerosmith la reconfortó, la transportó a la seguridad de su
habitación, donde había recreado ese momento al detalle y donde tenía el valor suficiente
para acercarse a Dylan. Los minutos corrieron, Aerosmith dio paso aGuns N' Rosesy ella seguía en el mismo lugar. Ni siquiera se volvió para ver si Bishop y Tom seguían
cerca o si se habían marchado. Ya nada importaba, porque en el fondo sabía que no
encontraría el valor para salir de detrás de ese árbol y caminar los mil kilómetros
que la separaban de la 4Runner.
«No llores, o el maquillaje va a quedar hecho un asco.»
Otra oportunidad desperdiciada.
Si Sophia estuviera con ella las cosas serían bien distintas. Ella elucubraría un
plan en dos segundos, sabría exactamente cómo acercarse a los chicos para que resultara
creíble. Dylan y los demás nunca se burlarían de Sophia.
Veinte minutos después de haber llegado tenía el culo frío y plano como una tabla.
Eran las tres pero parecía mucho más tarde; una capa de nubes negras se había formado
en algún momento sin que ella se diera cuenta. Cuando se asomó por un lado del tronco
vio que uno de los coches tenía encendidas las luces.
Tom y Bishop se habían marchado, al igual que el resto de los chicos de su edad. Dylan
seguía sentado sobre la camioneta, ahora en compañía de Casey. Buscó a Steve Camp
con la mirada y no lo encontró. Empezaba a preocuparse cuando una rama se quebró detrás
de ella.
—¿Nos estás espiando?
Janice se volvió. Tuvo que levantar la cabeza al máximo para poder mirar a la cara
a Steve Camp.
Camp era el mayor de los tres. Llevaba además una chaqueta enorme que lo hacía parecer
una tienda de campaña. Tenía el rostro redondo, nariz pequeña y dos ojos negros y
juntos como los cañones de una escopeta. Janice apenas lo conocía; sabía que había
repetido un año en otra escuela y que lo llamaban el Oso.
—Estaba esperando —dijo Janice. La frase simplemente surgió de su boca, completamente carente de sentido.
—¿Qué dices?
Esta vez a Janice las palabras la abandonaron, quizás para mejor. Las manos le temblaban.
—¿Quién diablos eres? —disparó Camp.
—Ja... Janice. Janice Hobson.
Camp por alguna razón lo encontró gracioso y sonrió.
—¿Entonces vas a decirme por qué nos espiabas, Ja... Janice Hobson?
Camp dio un paso. Medía como trescientos metros e iba a echársele encima. Janice se
cubrió instintivamente. Bajó la cabeza.
—Buscaba a Dylan —dijo ella en un tono apenas audible.
—¿A quién?
Janice tembló. Ahora sí que se sentía incapaz de pronunciar una palabra más.
—¿Qué sucede, Oso? —dijo una voz lejana.
«¿Dylan?»
Efectivamente, Dylan Garrett llegó segundos después. Apartó a Camp, o este se movió
por su cuenta, y ahora eran dos figuras las que observaban a la chica vestida de negro.
—Dice que ha venido a verte. ¿La conoces?
—¿Cómo voy a saberlo si no puedo verle la cara?
Janice levantó la mirada lentamente y se apartó el cabello del rostro.
Dylan la miraba con curiosidad. ¿Hubo reconocimiento en sus ojos? Janice creyó que
sí. Ver que Dylan la reconocía le devolvió algo de valor.
—Hola, Dylan. Soy...
—Ja... Janice —dijo Steve Camp, y empezó a reírse.
—Cállate, Steve.
El grandote obedeció de inmediato.
—¿Dices que has venido a buscarme?
Janice asintió. Se sentía incómoda sentada en aquella roca helada pero no se atrevía
a ponerse de pie. Dylan debió de advertirlo porque le pidió a Steve que se marchara.
—Oso, ve con Casey.
—¿Es en serio? —dijo entre divertido e indignado.
—Vete.
Antes de largarse, Steve Camp le lanzó una mirada fulminante a Janice, como si ella,
de alguna forma, ejerciera el control de la situación.
Cuando se quedaron solos, Dylan extendió su mano. Janice la aferró y permitió que
él la levantara. Era la primera vez que había contacto físico entre ellos. La mano
de Dylan estaba templada y Janice hizo que el contacto entre ellos durara lo máximo
posible.
—Gracias.
—Te he visto en la escuela —dijo él.
No fue una pregunta. Janice asintió. Decirle que ella también lo había visto a él
le pareció una obviedad, por lo que guardó silencio. La razón empezaba a imponerse.
Dylan la tranquilizó. Las cosas empezaban a ser como ella siempre las había imaginado.
Dylan no era un monstruo, podía hablar con él, claro que sí.
—¿Quieres un trago? —Dylan extendió la botella casi vacía—. No queda mucho, pero tengo más en la camioneta.
Ella aceptó la botella y bebió un trago.
—Me gusta tupiercing—dijo él. Se bebió el resto de la botella y la tiró despreocupadamente a un lado.
—Me lo hice hace unos meses. Tengo otro más, en la lengua.
Dylan asintió con la mirada perdida. Luego sacudió la cabeza como si se deshiciera
de un mal pensamiento.
—Estás muerta de frío. ¿Cuánto llevas aquí sin moverte?
Ella se encogió de hombros.
—Espérame detrás de la pantalla y yo iré con la camioneta dentro de un momento. La
calefacción te hará bien.
Janice dudó.
—¿Puedes ir sola o quieres que te acompañe?
—Puedo ir sola.
—Genial. Espérame allí.
Dylan se marchó y el recuerdo de su presencia no tardó en adquirir cualidades oníricas.
¿De verdad le había agarrado la mano? No solo la había reconocido de la escuela sino
que además la había tratado bien, no como el odioso de Steve Camp.
Caminó por el margen del bosque. La capa de nubes era cada vez más espesa y allí,
entre los árboles, el bosque había adquirido un aspecto tenebroso. Al rodear la explanada
y llegar al otro lado de la pantalla las cosas no mejoraron. Nunca había estado en
esa parte del autocine y su estado general era deplorable. El inmenso muro no tenía
revoque y los ladrillos lucían un aspecto desigual; había hierros retorcidos que sobresalían
como flechas oxidadas, decenas de pintadas de diversas valías artísticas y algunas
plantas trepadoras. En la base, el desorden era completo, había dos barriles llenos
de basura, botellas y latas aplastadas, una montaña de escombros... Janice arrugó
la nariz cuando se acercó al muro. El olor a orina era insoportable. Se alejó unos
metros hasta donde había una huella dejada por un coche. Imaginó que Dylan llegaría
por allí.
Esperó, con las manos colocadas en las correas de la mochila. No sabía si mirar en
dirección al muro, donde sabía que encontraría cosas que no le apetecía ver, como
jeringuillas usadas o cosas peores, o en dirección al bosque, que empezaba a resultar
verdaderamente amenazante. La sola idea de saber que tenía que regresar sola la deprimió.
Una parte de ella deseó salir corriendo y encerrarse en la seguridad de su habitación
a tocar el bajo. ¿Qué se suponía que estaba haciendo? Dylan no iría a buscarla. En
ese momento estaría con Camp y Flechner, los tres revolcados de la risa burlándose
de la niña pintarrajeada que se había creído que tenía alguna oportunidad de ligar
con Dylan, uno de los chicos más guapos y populares de la escuela. ¿Por qué se fijaría
en alguien como ella? Aunque estaba de pie, se sintió más empequeñecida que cuando
estaba acurrucada junto al árbol. Maggie Gill, que estaba obsesionada con Dylan, tenía
el cuerpo de una modelo y sus padres le habían regalado una operación de tetas para
los quince; aun así, Dylan se negaba a formalizar una relación con ella. Janice era
exactamente lo opuesto a Maggie Gill. ¿Solo por eso había imaginado que tenía una
oportunidad? ¿Cómo se suponía que iba a conquistarlo? ¿Con una chaqueta negra de Target
y un poco de maquillaje barato? Se abrazó el pecho y estuvo a punto de llorar.
Lo hubiera hecho de no ser porque en ese momento los potentes faros de la camioneta
surgieron desde un lado del muro.
Janice contuvo la respiración. Quiso sonreír pero no lo consiguió del todo.
El imponente vehículo avanzó con lentitud. Giró y se detuvo de manera que la puerta
trasera quedó justo frente a Janice. Los cristales eran negros, así que ella no podía
ver el interior. La puerta se abrió mágicamente. En el asiento trasero no había nadie,
desde luego, y una agradable nube cálida surgió para abrazarla e invitarla a entrar.
Dylan se bajó de la camioneta y se acercó. El muro silenciaba las voces del otro lado.
—Entra. Vas a congelarte.
Janice lo hizo sin dudarlo. Se deslizó por el asiento y dejó la mochila a sus pies.
Rápidamente empezó a sentir como su cuerpo recuperaba la temperatura. Dylan se sentó
a su lado y cerró la puerta.
El motor del coche era un suave zumbido tranquilizador.
—Ahora podemos presentarnos formalmente. Dylan Garrett.
Él extendió una mano y ella se la estrechó. Ahora sí consiguió sonreír.
—Janice Hobson.
Dylan se quitó la chaqueta y Janice hizo lo mismo. Ella llevaba puesta una camiseta
de los Sex Pistols que había seleccionado especialmente porque le quedaba un poco
ajustada. Dylan se la quedó mirando unos segundos.
—¿Los conoces?
Al principio él la miró sin comprender.
—No realmente. ¿Son buenos?
—Lo eran. Mi hermano es mayor que yo y me hizo conocer un montón de música.
Dylan seguía sin apartar la mirada de la camiseta. Había algo demencial en su mirada,
un trance distante. Entonces su mano surgió de la nada y se lanzó en pos del pecho
derecho de Janice. Al principio ella se asustó. La mano de Dylan se abría y se cerraba.
—¿Es la primera vez que estás con un chico?
—No —mintió ella.
—Tranquila —susurró él.
Dylan se acercó un poco más. Ahora estaba casi en el centro del asiento. Las ventanillas
del coche estaban completamente empañadas.
—Me gusta mucho tu maquillaje.
—Gracias.
Janice no conseguía relajarse. Cerró los ojos y se obligó a controlar la respiración.
La emoción de estar con Dylan —¡finalmente!— la embargaba. Era un sueño hecho realidad.
—Mira...
Janice abrió los ojos.
8
Tom conocía el vecindario porque su familia había vivido en la calle Avery. Cada vez
que iba a buscar a Bishop le gustaba quedarse un rato frente a su antigua casita y
ver qué cosas habían cambiado. Todo en general lucía peor. Las plantas de su madre,
por ejemplo, que ella siempre había cuidado con tanto esmero, se habían convertido
en la versión botánica deThe Walking Dead
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