I
La inspectora Hulda Hermannsdóttir, curtida en mil batallas, ya estaba acostumbrada a ver esa reacción en sus interlocutores, incluso en quienes no tenían nada que ocultar: para nadie era plato de buen gusto verse obligado a contestar a las preguntas de la policía, daba igual que fuese al tomarles declaración en comisaría o en una charla informal como esa. Estaban sentadas una frente a otra en una pequeña sala de descanso, detrás de la cocina del personal, en la residencia geriátrica de Reikiavik donde la mujer trabajaba como auxiliar de enfermería. Rondaba los cuarenta años; pelo corto, aspecto cansado; saltaba a la vista que la inesperada visita de la inspectora la había puesto nerviosa. Pese a que su reacción podría tener una explicación lógica, Hulda estaba bastante segura de que la mujer no era trigo limpio.
A lo largo de los años había interrogado a tantas personas que le resultaba fácil detectar cuándo alguien intentaba engañarla. Algunos lo llamarían intuición, una palabra que Hulda detestaba.
—¿Que cómo te he encontrado? —repitió Hulda con tono sereno—. ¿No querías que te encontraran? —Sabía que era un argucia por su parte, que estaba retorciendo sus palabras, pero debía coger las riendas de aquella charla.
—¿Eh? No, no es eso lo que...
Flotaban trazas de café en el aire —llamarlo aroma sería una exageración—, y la salita estaba lejos de resultar acogedora.
La mujer había apoyado la mano en la mesa y, cuando se la llevó a la mejilla, dejó una reveladora huella de sudor en el tablero. En circunstancias normales, Hulda se habría alegrado ante la posibilidad de haber atrapado al fin a su culpable, pero esta vez no había ni rastro de esa alegría.
—Necesito hacerte unas preguntas al respecto de un incidente que ocurrió la semana pasada —dijo Hulda tras un breve silencio.
Hablaba deprisa pero con voz cálida y alegre, como era su costumbre; una fachada positiva que había aprendido a adoptar en su vida profesional, incluso en casos difíciles como este. En cambio, por la noche, una vez en casa, su actitud no podía ser más distinta y, con todas sus reservas de energía agotadas, dejaba que el cansancio y el abatimiento la atrapasen.
La mujer asintió con la cabeza: era obvio que sabía cuál iba a ser la siguiente pregunta.
—¿Dónde estuviste el viernes por la mañana?
La respuesta no se hizo esperar:
—En el trabajo, creo recordar.
Hulda casi se sintió aliviada al darse cuenta de que iba a pelear con uñas y dientes por su libertad.
—¿Estás segura de eso? —insistió mientras se recostaba en la silla con los brazos cruzados, como solía hacer cuando interrogaba a alguien, y observó atentamente su reacción.
Sabía bien que, al verla en esa postura, algunos pensaban que estaba a la defensiva o que no empatizaba. ¿A la defensiva? En absoluto: solo era un modo de atarse las manos, controlarlas para que no la distrajesen de lo importante. Y en cuanto a su falta de empatía, Hulda no sentía ninguna necesidad de empatizar más de lo que ya lo hacía; el trabajo le pasaba factura: se volcaba en él de lleno, con un empeño que a veces rayaba en la obsesión. Aun así, intentaba dar buena impresión.
—¿Estás segura? —repitió—. Es fácil de comprobar. No querrás que te pillemos en un renuncio.
La mujer callaba, pero era evidente que estaba incómoda.
—Atropellaron a un hombre —comentó Hulda, como si tal cosa.
—¿Ah, sí?
—Sí, seguro que lo has visto en la prensa o por televisión.
—¿Eh? Ah, sí, puede ser. —Tras un breve silencio, añadió—: ¿Cómo está?
—Saldrá adelante, si es eso lo que quieres saber.
—No, no; no exactamente... Yo...
—Pero nunca se recuperará del todo. Sigue en coma. ¿De modo que te suena el caso?
—Lo habré... Supongo que lo he leído en algún lado —contestó la mujer.
—Los periódicos no han informado al respecto, pero se trata de un pederasta convicto.
La mujer ni siquiera cambió de expresión al oírlo, así que Hulda siguió adelante:
—Es de suponer que cuando lo atropellaste ya estabas al tanto.
Ninguna reacción todavía.
—Fue condenado hace años; ya había cumpl...
—¿Por qué cree que tengo algo que ver con eso? —la interrumpió la mujer.
—Como iba diciendo, ya había cumplido su condena. Pero, tal y como ha revelado la investigación en curso, eso no implica que se hubiese rehabilitado. Tenemos razones de peso para creer que el atropello no fue un accidente, así que entramos en casa de ese hombre en busca de un móvil. Y fue allí donde encontramos todas esas fotos...
—¿Fotos? —preguntó, con los nervios a flor de piel—. ¿Fotos de qué? —Contuvo el aliento.
—De niños.
Saltaba a la vista que la mujer quería hacer más preguntas, pero se mordió la lengua.
—Incluido tu hijo —añadió Hulda para contestar a la pregunta no formulada.
Ahora se abrieron las compuertas de las lágrimas.
—¿Fotos... de mi hijo? —tartamudeó a través de los sollozos.
—¿Por qué no lo denunciaste? —preguntó Hulda, intentando que no sonase a reproche.
—¿Eh?... No sé, está claro que debería haberlo hecho... Pero pensé en él, ¿sabe?, pensé en mi niño. No podía hacerlo pasar por eso. Habría tenido que..., que hablar de ello..., testificar ante un juez. Tal vez fue un error...
—¿Atropellar a ese hombre? Sí, lo fue.
—Pues... sí... —dijo la mujer tras un breve titubeo—, pero...
Ahora Hulda esperó, quiso darle tiempo para confesar. No sentía ningún placer por haber resuelto el caso; el problema era que no estaba en absoluto convencida de que la mujer que tenía sentada frente a ella fuera la verdadera culpable, aun suponiendo que fuera la responsable. Probablemente era más bien la víctima.
La mujer lloraba a lágrima viva.
—Yo..., yo lo seguía... —Se quebró, incapaz de hablar.
—¿Lo seguías? Vivís en el mismo barrio, ¿verdad?
—Sí... —susurró a través de las lágrimas—. Vigilaba a ese desgraciado. No podía soportar la idea de que continuara con aquello. —La ira parecía darle una especie de energía extra, aunque seguía llorando—. Me despertaba por las noches con pesadillas, imaginando que había escogido a otra víctima. Y..., y... que la culpa era mía, porque no lo había denunciado. ¿Entiende?
Hulda asintió con la cabeza, y no mentía.
—Y entonces lo vi allí, junto al colegio. Yo acababa de acercar a mi hijo en coche. Aparqué y lo estuve observando; lo vi hablar con algunos chicos, con esa..., esa asquerosa sonrisa en los labios. Se quedó en el patio del recreo durante un rato y yo iba poniéndome cada vez más furiosa. No lo había dejado, está claro, los tipos como él nunca lo hacen. —Se enjugó las lágrimas que rodaban por sus mejillas, aunque seguían brotando a raudales.
—Cierto.
—Después, la oportunidad surgió sin más. Cuando se alejó del colegio fui tras él y vi que cruzaba una calle desierta; allí no había nadie aparte de él, nadie que pudiera verme, así que pisé el acelerador. Eso es todo. No sé en qué estaría pensando, ¿entiende? En realidad, no pensaba en nada. —Volvió a enterrar el rostro entre las manos y se dejó llevar de nuevo por el llanto. Cuando retomó la palabra, estaba temblando—: No quería matarlo, o no creo que quisiera. Solo estaba asustada y enfadada. ¿Qué va a pasar ahora? No puedo..., no puedo ir a la cárcel. Solo somos los dos: mi hijo y yo. Su padre es un completo inútil; seguro que ni siquiera querrá hacerse cargo de él.
Hulda se levantó y puso la mano con delicadeza en el hombro de la mujer, sin decir nada.