Las contribuciones de la biodiversidad y la naturaleza a las personas son nuestro
patrimonio común y el sistema de seguridad más importante para la vida de la humanidad.
El exilio del Edén nos permite reflexionar sobre nuestros orígenes y nuestras relaciones
con otras criaturas, sobre el bien y sobre el mal y, en último término, sobre la posibilidad
de que estemos provocando nuestra propia extinción.
Violeta del Carmen Parra Sandoval, la gran Violeta Parra, compositora y cantante chilena
y universal, lanzó en 1966 su último disco, grabado con sus hijos, cuya primera canción
se titulaba Gracias a la vida. Hoy cualquiera la conoce, todos la hemos oído alguna vez, pues forma parte del paisaje
musical de nuestras vidas. No en vano ha sido versionada por decenas o cientos de
enormes artistas, como Cecilia, Mercedes Sosa, Alberto Cortez, Joan Baez, Raphael,
Plácido Domingo, Chavela Vargas, María Dolores Pradera, Laura Pausini y muchísimos
muchísimos más. «Gracias a la vida, que me ha dado tanto», comienza cada una de las
estrofas, y la última se remata con la misma frase. El bellísimo texto festeja la
capacidad de vivir y disfrutar de la autora y, de rebote, de cualquier ser humano.
Agradece a la existencia haberle brindado la vista y el oído, la posibilidad de hablar
y caminar, de sentir y de amar, agradece «el fruto del cerebro humano», la risa y
el llanto... Se ha etiquetado la canción como himno humanista, y lo es. Pero se queda
en lo humano. Violeta no pensó al escribirla, por más que mencionara grillos y canarios,
que la vida era mucho más extensa que nosotros, que existía mucha vida alrededor a
la que debemos, en gran medida, el bienestar que encomiaba. Es lógico que lo obviara.
En los sesenta del siglo pasado a nadie se le ocurrían esas cosas, y todavía hoy la
mayor parte de la gente no es consciente de ello.
Han transcurrido cuatro lustros (¡parece mentira!) desde que mi padre, el novelista
Miguel Delibes, me telefoneó a Sevilla, donde vivo, para proponerme con cierta timidez
que escribiéramos un libro juntos. «Sé que estás muy ocupado, de ninguna forma te
sientas en la obligación de hacerlo. Pero quiero que sepas que me gustaría. Piénsalo
y me contestas cuando puedas.» No le dejé colgar. Él tenía entonces ochenta y tres
años, le habían operado varias veces de un cáncer y sus distintas secuelas («soy un
eterno convaleciente», solía decir), y le faltaban ánimo y fuerzas para casi cualquier
cosa, así que el mero hecho de que anhelara algo me impelía a ayudarle. Además, si
a él le hacía ilusión mucha más me hacía a mí publicar a su lado, aunque me costara
imaginar de dónde íbamos a sacar el tiempo y la manera de generarlo. «No necesito
pensarlo —le respondí—, por supuesto que haremos ese libro; ya veremos cómo y cuándo,
pero mis vacaciones de verano pueden ser una buena opción.» El resultado, unos meses
después, fue La Tierra herida, una conversación trasladada al papel donde repasábamos los problemas ambientales
globales.
Hablando con Miguel Delibes constaté lo difícil que resultaba, incluso para personas
sensibles y formadas, como él, valorar adecuadamente la biodiversidad, la plétora
de seres vivos. Habíamos comentado sobre el calentamiento global, el adelgazamiento
de la capa de ozono, la desigualdad y la injusticia ambiental, el incremento de la
población humana y del consumo, la contaminación, etc., y todo ello le había interesado
e inquietado. Pero cuando tocamos la pérdida de biodiversidad, el exterminio de poblaciones
animales y vegetales, su actitud cambió: «Mira, hijo, comprendo que te disguste la
extinción del lince y que trabajes para evitarla, también me disgusta a mí; pero no
puedes comparar su gravedad con la de los otros asuntos que hemos tratado; la desaparición
de especies es muy triste pero no dramática, no creo que nos afecte demasiado». Llegó
a pedirme que elimináramos esa parte del libro, y como yo me negara a hacerlo (argumentando,
entre otras cosas, que era lo único que conocía de primera mano), a la hora de comer
transmitía, lastimero, su queja a mis hermanos: «Miguel se empeña en hablar de plantas
y animales, que no digo que no lo merezcan, pero desdibujan el escenario trágico hacia
el que nos encaminamos; el libro perderá interés».
Ya entonces me dije que tenía que convencerlo, que debía escribir Gracias a la vida, un texto agradeciendo sus aportaciones a toda la naturaleza, a esa diversidad de
vida que nos acompaña y hace amigable, y posible, nuestra existencia en este planeta
(ese pequeño punto azul pálido, visto desde el espacio, que, como nos recordó Carl
Sagan, es «el único hogar que hemos conocido»). Debía contarlo. Se lo merecían mi
padre y todas las personas inquietas por el devenir del mundo que son, pese a ello,
poco conscientes de que la crisis de biodiversidad es una crisis de humanidad. Pero
pasó el tiempo y no lo hice. Solo cuando la pandemia del COVID-19 nos forzó a recluirnos
en casa, años después de que mi padre hubiera fallecido, recordé la deuda contraída
con él y comencé a escribir. Desde entonces lo he cogido y dejado a temporadas, pero
finalmente el resultado está aquí.
Soy consciente de que el abordaje por el que he optado no es el más científico. Los
humanos somos parte de la naturaleza, hemos evolucionado con ella, y en consecuencia
toda nos es necesaria. Fragmentarla para explicar qué es lo que recibimos de tales
plantas, o qué nos ofrecen aquellos microbios, puede resultar engañoso. Pero es, pienso,
pedagógico. Imaginen por un momento el cuerpo humano, al que celebraba Violeta Parra.
Es evidente que los ojos, esos «dos luceros que cuando los abro, perfecto distingo
lo negro del blanco», nos permiten ver, pero ¿de qué valdrían los ojos si faltaran
la sangre, los músculos, el hígado, los nervios, el cerebro? El cuerpo es uno, todo
está relacionado. En la naturaleza que nos incluye ocurre más o menos lo mismo y debemos
esforzarnos por recordarlo, por más que a lo largo del libro aparezca parcelada, igual
que en el colegio estudiábamos por separado, como si no tuvieran nada que ver entre
ellos, el sistema circulatorio, el aparato digestivo, el sistema nervioso y el esqueleto.
Los seres vivos nos dan muchas cosas, ya lo he dicho, pero algunas son tan obvias
que no les dedicaré particular atención. Por ejemplo, comemos materia viva, pues como
animales que somos no nos queda otro remedio, y con frecuencia nuestros alimentos
proceden directamente de la naturaleza (indirectamente, lo hacen siempre). Tal ocurre
con, aproximadamente, la mitad del pescado que ingerimos, extraído de océanos y ríos
(el resto procede de cultivos marinos). Otro ejemplo sería la madera de nuestros muebles
y construcciones, o el papel de nuestros libros, que proceden de árboles solo en parte
cultivados. Creo que no hace falta convencer a nadie de que merluzas y sardinas nos nutren,
y pinos y nogales nos sirven para fabricar armarios y mesas. A lo largo del libro
pondré el énfasis en prestaciones menos evidentes que, aun siendo fundamentales para
nuestra existencia, tal vez pasan inadvertidas.
Las Naciones Unidas, en su evaluación del papel de la naturaleza dentro del programa
sobre los «Objetivos de Desarrollo del Milenio», definió de una forma muy simple lo
que llamamos servicios ecosistémicos: «Son los beneficios que obtienen las personas producidos por los ecosistemas». Posteriormente,
como se encarga de recordarnos con su habitual energía mi querida Berta Martín López,
profesora en la Universidad Leuphana en Lüneburg (Alemania), el término servicios ha sido superado por el más inclusivo de «contribuciones de la naturaleza a las personas»,
que resalta la importancia de los lazos entre la gente y el mundo natural, pues la
asistencia que este nos presta no es solo material, sino también social, cultural,
espiritual, etc. En todo caso, en cada capítulo aludiré a una o varias de las contribuciones
de la naturaleza que estimo más generales (es decir, valiosas para todos o casi todos,
al margen de preferencias culturales y espirituales), usando como punto de partida
seres vivos que las protagonizan. Y escogeré para empezar, lo aviso de antemano, organismos
poco apreciados por parte de la sociedad urbana occidental. Podría usar, pongo por
caso, las mariposas para referirme a la polinización de las cosechas, pero antepongo
los escarabajos. Igualmente, las golondrinas y ruiseñores servirían para explicar
el control de las poblaciones de insectos, pero prefiero dar protagonismo a los murciélagos.
Intento hacer ver que incluso las formas de vida a primera vista menos atractivas
o simpáticas son útiles, nos hacen falta. Pretendo animar al lector a que, desde el
título de cada capítulo, se interrogue a sí mismo: «¿Qué perdería yo, o qué perderíamos
los humanos, si no existieran tales bichos, o si desaparecieran aquellas plantas?».
Por supuesto, no seré exhaustivo, tan solo expondré algunos casos con unos cuantos
ejemplos. Además es necesario recordar que, si no todas, muchas aportaciones importantísimas
(como la regulación del clima global) son prestadas por los ecosistemas en su integridad,
siendo difícil atribuir el papel principal a unos u otros protagonistas concretos.
Todos los organismos son imprescindibles, porque todos forman, junto con el medio
físico, un conjunto funcional perfectamente integrado tras muchos millones de años
de evolución. De cualquier forma, en el epílogo volveré sobre este punto.
Es obligado incluir otra cautela, que también reiteraré al final. A lo largo del libro
se recurre con alguna frecuencia a valorar en términos monetarios la utilidad de los
seres vivos. Al decir que los medicamentos obtenidos de la naturaleza representan
tantos miles de millones de euros, por ejemplo, o que sustituir a los polinizadores
silvestres de las cosechas nos costaría más de cien mil millones de euros al año,
estoy dando una idea de su importancia, sin duda, pero también reforzando una visión
sesgada. La vida de cualquier persona es valiosa en sí misma, independientemente de
lo útil que pueda resultar a los demás; no es reemplazable, ni hay dinero que pueda
pagarla. Con la naturaleza ocurre otro tanto, tiene un valor inherente, suyo, propio.
Si la valoramos exclusivamente en términos crematísticos parecemos animar a descuidarla
cuando no rinde lo suficiente. Eso invierte la carga de la prueba: no debería hacer
falta demostrar que la naturaleza es rentable, sino asumir que, de entrada, merece
ser conservada y nos hace falta en su integridad. No obstante, en un mundo gestionado
de acuerdo con criterios económicos antiguos y sin duda mal orientados, sugerir la
importancia pecuniaria del capital natural se antoja, al menos coyunturalmente, muy
recomendable.
Remato esta introducción. En los tiempos que corren, y por motivos plenamente justificados,
los escritos sobre temas ambientales suelen ser agoreros, cuando no directamente catastrofistas.
Mi intención es la contraria. Me gustaría que este libro pudiera entenderse como un
himno a la vida, igual que la canción de Violeta Parra, aunque en este caso dirigido
a la naturaleza, a la inmensidad de la vida no humana. Es cierto que no será posible
excluir por completo de sus páginas la preocupación, el dolor, porque la vida siempre
lleva emparejada la muerte. La abundancia y diversidad de organismos están disminuyendo
a pasos agigantados y todo lo que nos dan corre riesgo de perderse o, al menos, de
menguar severamente. En gran medida, las consecuencias de esta pérdida deberá deducirlas
el lector, por más que en ocasiones resulte inevitable insinuarlas en el texto. Recordemos
que solo un año después de componer Gracias a la vida, esa celebración de la existencia, Violeta Parra se suicidó; algo de lo que recibía
de la vida falló y decidió que no merecía la pena seguir. Destruyendo la naturaleza,
la humanidad está en trance de suicidarse también, aunque nos cueste admitirlo y ocurra
muy a nuestro pesar.
Hasta que a uno mismo o a una persona cercana no le recetan Sintrom, no cae en la
cuenta de lo extendido que está su uso en la sociedad. Se trata de un fármaco anticoagulante,
antagonista de la vitamina K (en el colegio aprendimos que era antihemorrágica), que
utilizan pacientes con problemas cardiovasculares para prevenir trombos, embolias
y otras complicaciones. Un exceso de vitamina K es malo para esas personas, pero un
déficit excesivo puede provocarles hemorragias graves. Es preciso un difícil equilibrio,
por eso la dosis diaria de Sintrom tiene que ajustarse cuidadosamente. Citados en
salas, días y horas exclusivos para ellos, los usuarios del producto visitan con periodicidad
el centro de salud y arman en la espera animadas tertulias: «Esto de venir cada semana
es una lata», «Pues fíjate en mí, que ando en seis y no acabo de bajar», «Yo estoy
bajo y me ponen heparina», «Es que en verano el Sintrom se desajusta», «¡Será por
la cerveza!», «La cerveza perjudica, es mejor el vino»... Así hasta que aparece la
médica y aclara que todo se puede hacer con moderación, que lo importante es mantener
los hábitos alimenticios, y que si en la dieta habitual hay mucha vitamina K, habrá
que tomar más Sintrom, y si hay poca, menos: «Lo peor es que, tras ajustaros aquí
la dosis, vosotros queráis reforzar su efecto cambiando la comida, porque entonces
os pasaréis por el otro lado».
Existe todo un grupo social, con cultura propia, de usuarios de anticoagulantes antagonistas
de la vitamina K, pero la mayoría de ellos seguramente ignora de dónde proceden esos
compuestos (tanto el Sintrom o acenocumarol, como la warfarina, más popular en los
países anglosajones). La historia de su descubrimiento, como la de muchos otros hallazgos
científicos, incluye porciones de casualidad, de serendipia (chiripa, lo define la Fundación para el Español Urgente) y de determinación.
Todo empezó con unos pastos para vacas. El meliloto (Melilotus officinalis), trébol amarillo, trébol oloroso, o coronilla real, que por todos esos nombres se
lo conoce, es una leguminosa «de dos a seis palmos de altura según la fertilidad del
terreno», escribe don Pío Font Quer, famoso autor del clásico Plantas medicinales. El Dioscórides renovado. Luce «flores amariposadas, pequeñitas (de 4 a 7 mm), amarillas», y el fruto es «una
pequeña legumbre ovoide de unos 3 mm». En nuestras latitudes, florece en mayo y prosigue
la floración durante todo el verano. La planta, que cuando seca despide un aroma agradable,
como a vainilla, crece en cunetas, barbechos y campos abandonados, sobre suelos más
bien pobres. Bien podría tildarse de una mala hierba, como tantas otras de las que
adornan nuestros baldíos.
Originario de Europa y el centro de Asia, el meliloto había sido introducido en Norteamérica
en el siglo xvii (en la actualidad se considera una especie invasora). A principios del siglo xx, unos ganaderos inmigrantes en las zonas poco productivas de Dakota (Estados Unidos)
y Alberta (Canadá), en vista de que allí no conseguían sacar adelante las cosechas
de heno a las que estaban habituados, decidieron cultivar los ubicuos melilotos como
plantas forrajeras. En principio les fue bien, pero ocasionalmente las vacas mostraban
una debilidad inesperada: se desangraban por cualquier pequeña herida y llegaban a
morir por hemorragias internas. En los años veinte empezó a hablarse de la «enfermedad
del trébol oloroso» y se relacionó con el consumo de forraje húmedo. Un veterinario
inglés que trabajaba en Ontario (Canadá), llamado Frank Schofield, comprobó que el
problema solo surgía cuando el heno de meliloto estaba en mal estado y tenía moho;
para verificar su idea, dio de comer a unos conejos plantas de meliloto secas y a
otros mohosas, y los últimos murieron (al parecer, los responsables universitarios
le impidieron continuar con sus investigaciones y, desencantado, marchó a enseñar
bacteriología a Corea, donde colaboró en la lucha por la independencia del país).
Casi al mismo tiempo, otro veterinario, Lee Roderick, en este caso de Dakota, mostró
que las vacas enfermas por consumir paja de meliloto mohoso se curaban con una transfusión
de sangre de una vaca sana.