Un simple esquema
Es de arcilla. Datada en el siglovia. C. Una tablilla babilónica que, según dicen, es el mapa más antiguo que se conoce. Técnicamente se trata de un diagrama que combina el mapa central con la descripción de siete islas míticas que, situadas en medio del océano, conectan la tierra con el cielo. Mientras espero el vuelo de enlace, me entretengo leyendo un artículo sobre cómo el arte representa cartografías que cuestionan las fronteras y las procedencias geográficas. La antigüedad de la tablilla me lleva a pensar en nuestra ancestral necesidad de situarnos y en cómo desde siempre, para encontrarnos, lo hemos colocado todo en una posición determinada en función de los puntos cardinales. Sabemos orientar terrenos, dibujar planos, descubrir rutas, correr campo a través, contrarreloj y sin itinerarios preestablecidos. Nos obligamos, incluso, a pasar por los controles marcados en un mapa. Poseemos la destreza, los instrumentos. Conocemos los mecanismos y las medidas. Representamos diagramas, calculamos distancias, minimizamos el margen de error. Dominamos la cartografía y, aun así, en nuestras vidas a menudo vamos sin rumbo hacia delante y hacia atrás.
Yo nunca he sabido muy bien quién soy, pero no por eso he sido infeliz. Tenía mis certezas, la intuición, las ganas, la alegría. De algún modo, ese no «saberme» me definía. Nunca he estado demasiado segura de lo que debo esperar de mí misma, y tampoco es que eso me inquietara mucho. Hasta ahora no me han faltado las fuerzas para sobreponerme a los momentos de pesimismo, que afortunadamente han sido pocos. Pero nunca he sabido quién soy. Me he estado buscando durante toda la vida.
Cuando pierdo todo aquello que vagamente me define, vuelvo. Lo hago ahora cuando el desasosiego entreteje las noches y los días. Regreso vacilante. No lo equiparo con ningún nubarrón negro y espeso, con ningún lugar oscuro. No es que la vida me pese. Es más impreciso que todo eso: me he desencaminado. Podría reducirlo al desbarajuste profesional que desde hace meses se ha apoderado de mí, alterando todas mis decisiones y desencadenando consecuencias personales que empiezan a revelárseme mientras paso el control de seguridad en este aeropuerto europeo. Por supuesto, podría negarlo y concluir que mi regreso se debe a ella o a todo lo que ella ha hecho que se tambalee. Si intento ponerle un nombre conocido, como crisis existencial, crisis de identidad o crisis de los cuarenta, todavía se hace más grande, más parte de algo. Pero soy yo la que se ha perdido de esta forma singular. ¿Y cómo puede una reencontrarse cuando nunca ha sabido muy bien quién era?
Es conveniente dejar la puerta abierta a lo desconocido, pero cuando lo inexplorado es uno mismo hay que proveerse de herramientas lo bastante precisas como para poder trazar el mapa de la geografía más íntima, esa que delimita quiénes somos más allá de los otros. Escribe la periodista Leila Guerriero: «Se mira hacia atrás con vértigo. Hacia delante con curiosidad. Nunca a los lados. Y se sigue y se sigue». Pero no tiene en cuenta la posibilidad de quedarse atrapada. Lo más seguro es que los míos quieran respuestas. ¿Te quedas aquí ya para siempre? ¿Dejas la corresponsalía? Si me preguntan, y lo harán, les diré que mis padres ya están mayores; no seré capaz de ir más allá y explayarme con todo eso de las ganas de echar raíces, la confusión o la extrañeza. Excepto en el trabajo, no es necesario decir siempre toda la verdad. Así pues, quedamos en que mis padres ya están mayores.
Una manera menos brusca de pasar de Oriente a Occidente es volar desde Beirut haciendo escala en Estambul. Esa ha sido casi siempre la primera opción cuando en los últimos años he ido a visitar a la familia o a los amigos. Me parecía que de este modo iba difuminando los contrastes a un ritmo más adecuado para aclimatarme a cada una de las realidades. Hoy, en cambio, lo hago pasando por Francia para evitar una despedida definitiva. Creo que es importante recordarme a mí misma que esta vez es diferente, mentirme y fingir que, si bien regreso, dejo cosas pendientes, aunque sea algo tan minúsculo como las puñeteras migas de pan de Hansel y Gretel.
En el aeropuerto de París se respira el orden anodino del viejo continente. Beirut queda ya lo suficientemente lejos como para convertir esta escala en un ensayo general: peinarme y maquillarme un poco para que parezca que los estragos del rostro reflejan solo el cansancio del traslado, de las semanas que llevo cerrando temas, llenando cajas físicas y mentales. La terminal recibe a todos los que estamos de paso con el espíritu inconfundible de los espacios que nunca duermen. Los pasajeros se convierten en figuras temblorosas frente a los grandes ventanales recalentados por el sol. Hombres y mujeres anónimos arrastran maletas, buscan la puerta de embarque, comprueban los pasaportes. Algunos viajan unidos por el tedio, otros con ilusiones recién estrenadas; hay solitarios incorregibles y profesionales de todo tipo que pasan deprisa y corriendo, que pierden vuelos y llegan tarde a congresos que vuelven a celebrarse en la otra punta del planeta. Las corbatas torcidas, la ropa arrugada, las hombreras desgarbadas. Fortalezas y debilidades en tránsito, todos dirigiéndose a algún destino en esta encrucijada de relaciones humanas, y las cintas transportadoras que siempre, sin excepción, tienen claro a dónde van.
La terminal como el camerino donde retocarme antes de subir al escenario dentro de unas horas e interpretar la comedia amateur que será mi vida a partir de ahora. Pero no retocaré nada, no lo haré. Estoy demasiado cansada y esta vez viajo de mala gana. Además, para mí los aeropuertos son una especie de campo base donde nunca he necesitado fingir nada. Soy fiel a pocos lugares, pero soy fiel a los aeropuertos. Me adapto siempre a ellos como un guante. Me acomodo a las esperas eternas, a los cambios de horario dramáticos, a los equipajes perdidos. Todo lo que son inconvenientes a los ojos del mundo, a no ser que vaya con prisas detrás de una noticia, yo lo recibo como una buena excusa para permanecer un rato más en esta casa de acogida, en esta lanzadera hacia lo desconocido o lo poco familiar, hacia el inicio o el final de algo.
El azar ha querido que los altavoces de la terminal llamen a unos pasajeros que deberían estar embarcando en un vuelo con destino a Roma. La alusión italiana me provoca una punzada de emoción. «Piemontesa, di Torino», te presentaste la primera vez. Vuelves a estar irremediablemente dentro de mí, haciendo que afloren sentimientos que me reducen a una adolescente incapaz de obedecer a ningún freno. Un puñado de culebras revoltosas me hacen mover los pies cuando me siento en el taburete alto de la barra de la cafetería. Miro al camarero. La tendencia a ver las cosas desde el punto de vista de mi profesión, y mi mente entrenada para mantener conversaciones con desconocidos, provocan que no pueda evitar preguntarle si es de París, si ha notado más movimiento en el aeropuerto ahora que se aproximan las fiestas. Contesta con timidez, un tanto sorprendido de que alguien le dirija la palabra para algo que no sea saciar el hambre o la sed. Después le imploro con la mirada que me dé la oportunidad de contarle algo, pero no lo consigo. Ejecuta su trabajo con diligencia. Los movimientos de sus brazos alrededor de la máquina de café son extraordinarios. Podría dirigir una orquesta, pienso. Lleva las mangas de la camisa arremangadas y un trapo de cocina atado al cinturón del delantal, y su dinamismo mientras prepara las comandas queda suspendido por unos segundos cuando deja delante de mí la taza blanca sobre el platillo. Me mira y sonríe. Hablar con desconocidos siempre me sosiega, pero él no parece advertir que la periodista está perdida, que no encuentra las palabras ni los modos. Todavía esta mañana, en la ducha: si te preguntan no les dirás nada de esta tragicomedia anímica, tampoco que de pronto te cuesta escribir sobre el miedo, analizar la guerra, hallar palabras que conmuevan. Mis padres ya están mayores. Grábatelo a fuego, si es necesario. Aquí nadie pregunta nunca nada, como mucho si quieres azúcar con el café. Podría detenerlo todo aquí. Pararlo todo ahora, en este punto. Quedarme en este no lugar o volar hacia otro destino, reinventarme, empezar de nuevo... Pero ¿acaso no es eso lo que he estado haciendo durante media vida? «No, sans sucre, merci.» Con la mirada fija en el café, intento animarme diciéndome que tengo por delante todo un futuro por estrenar, insuflarme emoción, un aliento de espíritu pionero, pero es una moto que no consigo venderme, más bien me estremezco al pensar que todo lo que dejo atrás caerá silenciosamente en el pozo del pasado. Es verdad que hay una familia que me espera, y también está el asunto de mi nuevo trabajo, y los amigos, pero cuando pienso en ello solo siento un triste confort.
Debería empezar a enviar mensajes para anunciar que ya estoy en Europa. Hago un amago de abrir el WhatsApp y saludar a mi madre con un «Marhaba habibti, estoy en París, casi ahí», pero ya no tiene sentido. Las lenguas son las almas de los lugares, y sus sonidos, la estructura sobre la que transcurre la vida. Durante los últimos años he adornado la comunicación con los de este lado del Mediterráneo con algunas pinceladas de árabe, pequeñas señales para no tener que explicar que yo pertenecía ya un poco a allí, que quería pertenecer a allí. Les enviaba muestras del léxico local como si fueran regalos de Oriente Medio. Era un intento de compartir con ellos lo que tanto amaba: el lugar, las gentes, las costumbres. He establecido una relación íntima entre las palabras y la forma en que percibo el mundo. Cuánto amor en cada grafía. Si lo supiesen. Si lo pudiesen sentir como yo lo he sentido. El árabe. También eso tendrás que ir guardándolo en algún rincón. Primero fue mi nombre de derecha a izquierda, con la inagotable plasticidad de su preciosa caligrafía, como el pelo de un niño pequeño: negro, fino y rizado. De derecha a izquierda. Parecía extraño hasta que se convirtió en normal. Siempre es así. Todo es nuevo hasta que deja de serlo. ¿Quién eras antes de marcharte? Aquí irás de izquierda a derecha. Las cintas transportadoras. Solo tienes que seguirlas. Gírate. Empieza por aceptar que fue más fácil irse que volver.
Cuesta creer que en el intervalo fugaz del vuelo las cosas habrán cambiado para siempre. No quiero dejarme aturdir por esa idea. No admitiré que vuelvo hasta que el avión no haya dejado una gran cicatriz escrita en el cielo. Va, será mejor que lo dejes, solo te falta ahora darte aires de poeta. Es demasiado tarde incluso para convertir todo esto en la metáfora de algo. Si mirase hacia atrás, tal vez llegaría a la conclusión de que he vivido bastante intensamente. Eso podría justificar de algún modo que a mi edad esté regresando a casa de mis padres, que ya me encuentre en París mostrando el pasaporte en la puerta de embarque. Pero no hay marcha atrás ni poesía. Lo único que hay es incredulidad y un nudo en el estómago. Es el concepto de casa en sí. Resulta extraño volver, sobre todo por esta sensación de no haber estado antes allí. De lejos, la idea de casa puede parecer una unidad clara, pero a medida que me acerco la veo como un lugar donde pasar cuentas conmigo misma. Hasta hace unas horas, mi casa era el apartamento del barrio de Hamra en el que he vivido todos estos años. Mi casa era Beirut, el olor aza'atarescapándose de la tienda de especias que hay tres calles más arriba, la decadencia urbana con sus tonos grises y, sin embargo, de pronto, el estallido de color, siempre la sorpresa del color y la vivacidad en un patio, en una nueva cafetería, en una sonrisa amiga. ¿De dónde llegó aquel impulso? La determinación de dejar Beirut, de dejar el trabajo, a los amigos, también de haberla dejado escapar antes a ella. No existía un argumento claro, solo la sensación de haber exprimido una etapa, de querer ser sensata y reconocer mi cansancio en voz alta, esa incomodidad con la forma de ejercer el periodismo y conmigo misma, incapaz de poner orden, de entenderme. Pero ¿era necesario volver? Recupero los discursos que me he dedicado estas últimas semanas y ya no me parecen tan convincentes, es como si de pronto, ahora mismo, buscando el asiento 14 B a bordo de un avión que me llevará a Barcelona, todo lo que me dije y me repetí hubiese sido fruto de la embriaguez y ahora estuviese pagando el precio de una resaca sin precedentes.
El ruido de las turbinas y del tren de aterrizaje lo inunda todo. El avión preparándose, multiplicándose, convirtiendo esto en algo mucho más grande de lo que yo querría. A mi lado, un hombre corpulento que no para de resoplar quiere cambiarle el asiento a una chica de otra fila para poder sentarse junto a su mujer. Sin ningún tipo de consideración, ocupa todo mi espacio, incluso el vital. Me roba el aire que me corresponde, ignorando que si regreso a casa para quedarme seré un pez fuera del agua y que ya he empezado a asfixiarme. Se lo pide con insistencia: «My wife». Señala a una señora mayor y muy maquillada sentada unas butacas más allá, y después se da unos golpecitos en el pecho. «She and I. Sit together.»Su inglés plano y funcional no conecta con ningún paisaje real. Interviene la azafata, pulcra y severa, y finalmente la chica cede resignada, pese a que ya se había acomodado y tenía varias revistas esparcidas sobre la bandeja. El hombre, al levantarse, tira mi bolso al suelo. No se disculpa, y no puedo evitar la visión de su barriga peluda cuando alza los brazos para alcanzar algún bulto del interior del portaequipajes. Ahora es el turno de la chica, que, cargada con una bolsa de mano, auriculares sin cable y un montón de revistas, se dispone a instalarse a mi lado. He de replegar las piernas sobre el asiento y agarrarme un momento las rodillas para que ella pueda acceder al lado de la ventanilla. Me da las gracias con un francés que sí conecta con un mundo viejo y cansado. Lo reducido del espacio, la incomodidad y un ligero olor a sudor del hombre que acaba de alejarse hacen que cierre los ojos durante unos instantes. Cuando al fin la chica se sienta, mi bolso vuelve a caer al suelo y de su interior salen disparados mi bloc de notas y el teléfono móvil, que van a parar debajo del asiento de delante. «Pardon», se disculpa. Me saco una sonrisa de la manga. Hay un mensaje y es tuyo. Lo he esperado tanto, lo he imaginado tantas veces, que soy capaz de identificar tu nombre incluso de reojo y medio a oscuras sobre el suelo de un avión de Air France, pero a miles de kilómetros de distancia intento que «Valeria» sea ya otro nombre, uno que no contenga el peso de los días compartidos. Fracaso en el primer intento. Marea un poco recoger del suelo cada una de las letras italianas y poner el modo avión como un escudo con el mensaje sin leer. Cuando dejas de creer en el amor, el desamor es una sorpresa totalmente inesperada.
Miro a la francesa de reojo. Ha personalizado el espacio con sus pertenencias y parece absorta en un universo de serenidad. Me siento acorralada en mi butaca y hojeo el periódico con cierta dificultad de movimiento. Hablando de la canciónFaith Healer, dice la cantante Julien Baker en una entrevista: «Me di cuenta, mientras seguía escribiendo esta canción, de que no solo nos automedicamos con el alcohol y las drogas, también lo hacemos con las relaciones, con ideologías políticas fanáticas, con atracones de programas de televisión, y con el aislamiento». Recorto con las manos el trocito de periódico donde explica que existen muchas maneras de sentirse mejor, aunque sea a través de decisiones perjudiciales. Me lo guardo en el bolsillo. De eso se trata, pienso. Aislarme. Separarme de todo y de todos una buena temporada.
Cuando por fin el avión despega, empieza a caer sobre París una lluvia fina que salpica la ventanilla con una granizada de gotas horizontales. La ciudad se va alejando a través de un cielo apagado. Tengo la esperanza de que a vista de pájaro podré ver el mundo simplificado y bien definido. Siempre provoca en mí un efecto anestésico que todo lo que hay ahí abajo se transforme en un simple esquema, en una serie de líneas y volúmenes que me hacen pensar que las cosas se pueden ordenar, que puedo conseguir que funcionen y sean comprensibles, pero hoy las nubes apenas me dejan distinguir el cielo de la tierra. Me invade de nuevo esa sensación de engaño voluntario, de ser tan solo una sombra de la que yo era cuando estuve aquí por última vez.