Apenas contaba veintitrés años cuando, en un viaje a la ciudad británica de Cambridge
cayó por primera vez en mis manos el libro de Albert LansingEndurance: Shackleton's Incredible Voyage. Corría el año 1988 y el destino me había llevado hasta una librería de segunda mano,
de las llamadasde viejoporque sus estantes acumulan tesoros por descubrir entre el polvo y el olvido. Y allí
estaba: una primera edición de la obra de Lansing, de 1959, con la historia de uno
de los grandes exploradores polares de todos los tiempos.
Por entonces, precisamente me encontraba en la famosa universidad para visitar el
Scott Polar Institute, uno de los mejores centros de investigación del mundo sobre
los territorios polares. Ya estaba planificando la que sería la gran aventura de mi
vida: la expedición Circumpolar, que me llevaría desde Groenlandia hasta Alaska, cruzando
todo el Ártico americano únicamente a bordo de un trineo de perros y de un kayak para
las zonas navegables. Aquel sería un largo viaje de tres años en el que todo un mundo
desconocido se abriría ante mí, siempre desafiante, lleno de misterio. Un mundo que
marcó desde entonces el devenir de mi vida.
Antes de emprender aquel desafío, dediqué mucho tiempo a buscar la inspiración y la
sabiduría en los clásicos de la exploración polar; quería encontrar claves que me
ayudaran en la vida de quienes antes que yo se habían enfrentado a aquel inhóspito
mundo, y habían sobrevivido para contarlo, o por el contrario no lo habían logrado.
La lectura del libro de Lansing solo me duró una noche. Desde el momento que abrí
sus amarillentas páginas, no pude levantar la vista y aún recuerdo que daban las cinco
de la mañana cuando, irresistiblemente fascinado, sumergido de lleno en la epopeya
de Ernest Shackleton, puse fin a aquella Expedición Imperial Transantártica. Entendí
entonces por qué, sin realizar ningún hito geográfico, ha pasado a los anales de la
historia.
Quizá lo más sorprendente de esa voracidad lectora es que ya conocía los detalles
de los hechos que se narraban, pues antes que leer la obra del periodista norteamericano
ya había caído en mis manos el relato que escribió el propio Shackleton,South: The Endurance Expedition, pero la calidad literaria de Lansing logra una comprensión de la aventura que supera
con creces la versión que nos había dejado su principal protagonista.
Aun así, para entender por qué logró convertirEnduranceen unbest seller—de hecho, aún hoy es un libro de referencia—, hay que tener en cuenta que lo escribió
en el año 1959, justo cuando el geólogo anglo-alemán Vivian Funchs y el neozelandés
Edmund Hillary acababan de culminar con éxito la primera travesía de la Antártida.
Era la misma ruta que en 1914 ya había intentado realizar por primera vez Shackleton,
aunque no lo consiguió. Casi cuarenta y cinco años más tarde, estos dos exploradores
lo habían logrado, y el pionero británico volvía a estar de actualidad.
Además, cuando Lansing se puso a investigar los hechos, hacía ya décadas que habían
pasado los turbulentos tiempos de la Primera Guerra Mundial que habían «pillado» a
Shackleton en plena aventura, pero no tanto como para que el autor no pudiera encontrar
y entrevistar a una decena de miembros de aquella expedición. Gracias a sus testimonios
y al tiempo transcurrido desde entonces, pudo tener una perspectiva histórica privilegiada
sobre lo acaecido, de la que había carecido el explorador británico.
Por otro lado, el libro recuperaba una expedición y a un personaje que habían caído
en el olvido. Shackleton se consideraba un fracasado, aunque había logrado regresar
a su país con todos sus hombres vivos. Y sin embargo, su historia quedó totalmente
eclipsada por otro fracaso mucho más dramático: la muerte en 1912 de su compatriota
el capitán Robert Scott y de los cuatro camaradas que iban con él. Ocurrió en la carrera
por la conquista del Polo Sur, que ganaría finalmente el noruego Roald Amundsen.
El afán de Scott por llegar a la meta el primero aun a costa de su vida, su decepción
al saberse perdedor, el sufrimiento de sus últimos días, que dejó plasmado en una
emotiva carta a su esposa… Todo ello convirtió al militar en un mártir, en una leyenda
que ocupaba plenamente el imaginario popular como héroe antártico.
Y no hay que olvidar que cuando Shackleton regresó de su expedición antártica a su
país, en 1917, Inglaterra se hallaba envuelta en la Primera Guerra Mundial. Era un
momento en el que las historias de heroísmo personal, de sufrimiento y de muerte ocupaban
las páginas de la actualidad cada día. Y eran dramas que llegaban desde las lúgubres
trincheras del frente oriental de Europa, donde toda una generación de jóvenes de
la misma edad que gran parte de los miembros de la expedición se desangraba y moría.
Demasiados héroes sin éxito. Malos tiempos para celebraciones.
De hecho, pasado el rápido tronar de los cañones a su regreso de la Antártida, y tras
una efímera fama después de su muerte, Shackleton pasó al olvido al que la historia
tiene condenado a un gran número de sus héroes victoriosos y, por norma, a todos los
no victoriosos.
Pero no permaneció en la oscuridad. ElEndurancede Lansing, décadas después, inició la recuperación de la memoria de aquel líder incombustible,
que de repente se descubrió como un ser capaz de las más impensables hazañas. No es
de extrañar el éxito que tuvo la obra nada más ser publicada. Es más, sin duda este
libro marcó el comienzo de lo que con el tiempo se convirtió en «shackletonmanía»,
un afán por poner en su lugar el reconocimiento que merecen las cualidades de aquel
personaje irrepetible. Y resulta curioso que, a medida que su figura ha ido tomando
valor, la del capitán Scott ha ido, de forma inversamente proporcional, en detrimento;
hasta el punto de que algunos de sus más alabados méritos comenzaron a no ser considerados
como tales.
Debo reconocer que la vida de Ernest Shackleton siempre me ha fascinado. No por sus
éxitos como explorador, que no los tuvo, sino porque nunca culminó con éxito alguna
de sus expediciones a las tierras polares. Y es que no solo la Transantártica no acabó
como estaba pensada; todas las que dirigió acabaron en un rotundo fracaso. Por ello,
no deja de ser sorprendente que cuando se cumple un siglo de aquella travesía, uno
de los exploradores polares más conocidos del mundo sea el que nunca triunfó. Es una
paradoja que nos ofrece pistas de la excepcionalidad de una persona que consiguió
su última y más perdurable victoria varias décadas después de muerto.
Bien es cierto que la historia y la percepción de la realidad de cualquier acción
humana se modifica con el paso del tiempo, pero en este caso más que el efecto de
los años ha sido posiblemente el libro de Lansing el que más ha influido, y aún lo
sigue haciendo, para que haya tenido lugar ese cambio respecto a los logros del explorador
británico.
A lo largo de las páginas, el autor, que no es conocido más que por esta obra, describe
con enorme brillantez al aventurero, su tremenda capacidad como líder incuestionable,
su actitud siempre positiva ante la adversidad, su afán en la lucha contra dificultades
que a la inmensa mayoría parecían imposibles de superar, su valía para lograr mantener
a su equipo cohesionado cuando todo a su alrededor se estaba desintegrando y cuando
las posibilidades de supervivencia se hacían cada vez más remotas.
La lucha de Shackleton desde que su buque rompehielos Endurance es apresado por los
hielos, y después destruido, y finalmente abandonado el 27 de octubre de 1915, hasta
que consigue rescatar a sus hombres el 30 de agosto de 1916, 10 meses después, en
isla Elefante, se convierte gracias al libro de Lansing en algo más grande que una
gran aventura. Es el triunfo del espíritu humano ante la adversidad más absoluta,
ante la desesperanza, ante el miedo, y se convierte también en un ejemplo imperecedero
de cómo las cualidades personales de un auténtico «jefe», como le llamaban sus hombres,
pueden hacer superar lo insuperable. Y así es como esa desesperada lucha por la supervivencia
pasa a ser algo de más trascendencia que alcanzar una meta, en algo más universal
y atemporal que la consecución del plan previo que tenía marcado.
Cuando se conoce el desfavorable escenario, ingrato para la vida, en el que se desarrolla
esta historia, la eterna pugna por mantener las cualidades necesarias para afrontar
la adversidad, bajo enormes presiones, toma una nueva perspectiva. Y este es precisamente
su verdadero éxito, el que le ha granjeado de algún modo la inmortalidad. Hoy Shackleton
se ha convertido en un icono, en un símbolo del afán de superación del ser humano
desde un punto de vista moderno, porque su figura y los valores que supo transmitir
no han perdido actualidad.
En la otra cara está Robert Scott, un militar imbuido por el ideario de la Armada
británica, que en su época era las más importante del mundo. Un hombre que había sido
formado para obedecer y ser obedecido, que tenía una concepción del mando mucho más
vertical, más clasista y, por tanto, más encorsetada por los prejuicios de su época.
Sus órdenes no podían ser reflexionadas, ni discutidas. Un carácter muy distinto al
de Shackleton, quien tenía claro que lo importante era minimizar las diferencias con
los subordinados, que supo que la forma de ganárselos para su causa era con una mezcla
de increíble fortaleza y valor como los que él tenía; que era necesario poner en marcha
la imaginación para que el equipo funcionara, incluso con estrategias que pudieran
resultar estrambóticas; que había que utilizar la psicología para gestionar el equipo
sin fisuras; y que logró transmitir una genuina preocupación por el bienestar de sus
hombres. El cóctel de todos esos elementos le granjeó el respeto y la confianza total
de sus hombres, que le siguieron, aun cuando sus órdenes les resultaran incomprensibles,
y que fueron tan necesarias para la supervivencia final.
Los acontecimientos que suceden en la aventura son tan dramáticos que el desenlace
está en el límite más extremo que separa lo posible de lo imposible. Incluso hoy,
con toda la tecnología puntera a nuestro alcance, la Antártida sigue siendo un territorio
lleno de peligros. Cuesta creer que la tripulación del Endurance no cayera en la desesperación
paralizadora cuando se vio obligada a abandonar su barco en mitad de un mar de hielo.
Y cuando su «jefe» les conminó a iniciar una desesperante ruta de destino incierto,
arrastrando las chalupas por la banquisa, con el objetivo final de alcanzar tierra
firme a cientos de kilómetros. Y cómo no pensar en la angustia que debieron de sentir
cuando, una vez que estaban alcanzando los bordes de aquella banquisa, observaron
que el hielo comenzaba a desintegrarse y a mezclarse con el agua, convirtiendo las
cercanías de la costa en un chapapote en el que el agua y los icebergs se mezclaban
convirtiendo la navegación en una actividad extremadamente peligrosa. Y qué decir
de la alegría pasajera por la llegada a la inhóspita isla Elefante, donde nadie vendría
a rescatarles porque nadie pasaba por allí. O de la partida de Shackleton y unos pocos
hombres en un pequeño bote, bautizado como el James Caird, hacia la isla Georgia del
Sur, convencido de que regresaría con ayuda a por el resto de los compañeros. Y, por
último, una vez en Nueva Zelanda, cómo no sufrir con su desesperante lucha por conseguir
un barco con el que ir a socorrer a sus hombres.
De hecho, el capitán del Endurance, Frank Worsley, y los otros compañeros que le acompañaban
en el bote salvavidas remarcarían después cómo fue en esos momentos, durante los meses
de junio y julio de 1916, cuando el explorador estuvo más estresado y más tenso. En
pleno invierno antártico, Shackleton era consciente de que cada día que pasaba era
un día perdido para conseguir el barco que podría suponer la vida o la muerte de algunos
o de todos sus hombres. Y como siempre, lo logró, y el rescate final, con todos sus
hombres sanos y salvos, tuvo lugar a finales de agosto de 1916.
Siempre me ha fascinado la lectura en paralelo de los sucesos que estaban teniendo
lugar en la expedición de Shackleton y de los dramáticos acontecimientos que se estaban
produciendo simultáneamente en Europa. Como comentaba antes, coincidía con la Primera
Guerra Mundial, el primer conflicto bélico en el que cientos de miles de jóvenes eran
enviados a una muerte segura en incontables e inútiles ataques de la guerra de trincheras.
Y resulta curioso constatar cómo los generales y los mandos británicos que comandaban
las tropas destacaron, precisamente, por las cualidades opuestas de las que Shackleton
hacía gala en la otra punta del globo terráqueo. Entre los dirigentes de aquella barbarie,
el engreimiento, la incompetencia, el clasismo en las relaciones y la indiferencia
ante el sufrimiento de los subordinados eran las normas que regían el comportamiento.
Este contexto histórico sirve para situar el 1 de julio de 1916, cuando mientras el
explorador, desesperado, recorre despachos en Uruguay en su intento por conseguir
un buque de rescate, a muchos miles de kilómetros comienza la batalla del Somme. Fue
una desastrosa ofensiva a lo largo de 40 kilómetros con la que el ejército franco-británico
intentaba romper el frente alemán. En un solo día, los aliados registraron la mayor
carnicería de su historia. En apenas 24 horas, más de 20.000 jóvenes, británicos en
su mayoría, murieron en una de las jornadas más infames de la historia de Inglaterra.
Esta comparación no hace sino realzar la figura de un Shackleton que trasciende su
época. De hecho, sus cualidades como líder han ido creciendo a comienzos del sigloxxi, donde se han ido incrementando las publicaciones que abordan la historia de sus
aventuras desde las más variadas perspectivas. Hoy, su caso se ha llegado a convertir
en un clásico en las escuelas de negocios, alcanzando el estatus de icono del liderazgo,
un ejemplo de la actitud que hay que tener ante la adversidad. En muchas sesiones
decoachingdirigidas a los ejecutivos de las grandes empresas se cuenta la odisea del Endurance.
Como uno de los pocos que sí hemos cruzado el continente antártico, en mi caso noventa
años después del intento de Shackleton, y también como organizador de expediciones
a los territorios polares, hay algunos aspectos de esta expedición que me llaman mucho
la atención. El primero de ellos es el episodio de la selección del grupo de personas
con el que haría su viaje. Como describe Lansing con gran maestría, el explorador
británico puso un anuncio en la prensa, que se ha hecho famoso:
Busco voluntarios para un viaje peligroso. Se ofrece: sueldo exiguo, frío intenso
y se garantizan largas horas en absoluta oscuridad. Un regreso incierto. Honores y
reconocimiento en caso de finalizar el viaje con éxito.
Más de cinco mil personas se presentaron a la convocatoria, pese a que las condiciones
eran durasa priori. Y eso ya es sorprendente. Pero aún más perplejidad me produce que la elección de
unos u otros fuera más por una mezcla de gente que coincidió por casualidad o, en
todo caso, tras una entrevista que en ningún caso duró más de cinco minutos. El éxito
posterior indica que tenía confianza absoluta en su intuición, y que esta resultó
acertada.
Con este antecedente, podría pensarse que en el grupo resultante, compuesto por veintisiete
personas, tenía asegurados los conflictos por el choque entre personalidades muy distintas.
Sin embargo, su habilidad para gestionar al equipo se percibe en numerosos detalles.
Y esa fue, sin duda, una de sus tareas más difíciles. Las fuertes divisiones en facciones
dentro de un grupo, el cuestionamiento del líder, incluso la generación de bandos
que resultan irreconciliables y hasta el motín abierto son algunas de las desgracias que han asolado a un buen
número de expediciones. Algunas, antes que la suya y que estaban compuestas por equipos
mucho más numerosos, y sometidos también a situaciones dramáticas.
No puedo dejar de pensar en la expedición «Bahía de Lady Franklin», que Adolphus Washington
Greely realizó por el Ártico entre 1881 y 1884. En aquel viaje, promovido desde Estados
Unidos para recoger datos astronómicos, magnéticos y meteorológicos, diecinueve de
los veinticinco hombres murieron de hambre debido a la inexperiencia de la tripulación
en un entorno tan hostil como era la costa de Groenlandia. Greely tuvo incluso que
fusilar a alguno de sus hombres para poder mantener el orden. Podría decirse que estaba
en circunstancias similares de desesperación que el grupo de Shackleton, y sin embargo
los desenlaces fueron totalmente diferentes, algo que solo se puede achacar al carácter
de sus líderes.
A lo largo de toda la obra, la descripción que hace Lansing del aventurero explorador
logra capturar esas facultades del personaje en múltiples ocasiones, pero en pocas
queda tan bien reflejada como cuando relata lo que ocurre después del hundimiento
del barco, cuando su primer oficial, Lionel Greenstreet, y el doctor de a bordo, Alexander
Hepburne Macklin, decidieron irse a cazar focas y, para ello, asumieron el riesgo
de montarse sobre un bloque flotante de hielo. Aquella iniciativa de los dos hombres
no hizo ninguna gracia a Shackleton que, en contra de lo que pudiera parecer, detestaba
cualquier riesgo innecesario —de hecho era conocido como el «prudente Jack»—, y al
líder le bastó una mirada de desaprobación para trasladar su mensaje a los atrevidos
Greenstreet y Macklin, que inmediatamente cejaron en su empeño.
Pero mientras por un lado se hacía patente su aura de autoridad, por el otro se esforzaba
por mantener a lo largo de los meses un comportamiento familiar con sus hombres, y
por ello insistía en tener el mismo tratamiento que los demás, y no toleraba ningún
privilegio con la comida o con la ropa, y hasta realizaba en igualdad de condiciones
las tareas manuales más duras y menos agradables. Contaban sus compañeros, y así lo
traslada Lansing, que el explorador llegaba al punto de enfadarse cuando descubría
que el cocinero le había puesto más cantidad o que su comida era de mejor calidad
que la del resto del equipo.
No menos llamativa resulta la manera en la que Shackleton trataba de evitar que cundiera
el pesimismo y que el negativismo se expandiera como la pólvora entre sus hombres,
un riesgo que aumentaba a medida que el tiempo transcurría y parecía más lejana una
salida airosa. Justamente, utilizó su optimismo y su seguridad para ganarse la plena
confianza de todos y hacer cundir la idea de que, si el grupo seguía cohesionado,
saldrían adelante durante el duro invierno antártico.
No puedo por menos que mencionar las condiciones de la exploración en las que se desarrollaron
los acontecimientos narrados por Lansing. Hoy en día, nadie se aventura en la Antártida
sin las comunicaciones vía satélite, que nos permiten estar conectados con el exterior
para solicitar un rescate en caso de peligro, para informar de nuestra situación o,
sencillamente, para enviar noticias. Hoy, nadie viaja sin sofisticados materiales
que aíslan de temperaturas que pueden superar los –50 ºC, y aun así el frío es helador.
Hoy contamos con instrumentos que nos indican dónde estamos en cada paso que damos
porque no es difícil desorientase en mitad de una ventisca.
Con nada de ello contaba aquel grupo de hombres sobre los que cayó la noche durante
largos, gélidos y tenebrosos días.
Por todo ello, abducido por su valentía y su resistencia, aquella noche, cuando la
obra de Lansing cayó en mis manos, no pude desprenderme de aquellos supervivientes
hasta que no los sentí a salvo, de regreso a sus hogares. Espero que los lectores
de esta nueva edición la disfruten tanto como yo. Aunque en ello vayan horas de sueño.
Apenas contaba veintitrés años cuando, en un viaje a la ciudad británica de Cambridge
cayó por primera vez en mis manos el libro de Albert LansingEndurance: Shackleton's Incredible Voyage. Corría el año 1988 y el destino me había llevado hasta una librería de segunda mano,
de las llamadasde viejoporque sus estantes acumulan tesoros por descubrir entre el polvo y el olvido. Y allí
estaba: una primera edición de la obra de Lansing, de 1959, con la historia de uno
de los grandes exploradores polares de todos los tiempos.
Por entonces, precisamente me encontraba en la famosa universidad para visitar el
Scott Polar Institute, uno de los mejores centros de investigación del mundo sobre
los territorios polares. Ya estaba planificando la que sería la gran aventura de mi
vida: la expedición Circumpolar, que me llevaría desde Groenlandia hasta Alaska, cruzando
todo el Ártico americano únicamente a bordo de un trineo de perros y de un kayak para
las zonas navegables. Aquel sería un largo viaje de tres años en el que todo un mundo
desconocido se abriría ante mí, siempre desafiante, lleno de misterio. Un mundo que
marcó desde entonces el devenir de mi vida.
Antes de emprender aquel desafío, dediqué mucho tiempo a buscar la inspiración y la
sabiduría en los clásicos de la exploración polar; quería encontrar claves que me
ayudaran en la vida de quienes antes que yo se habían enfrentado a aquel inhóspito
mundo, y habían sobrevivido para contarlo, o por el contrario no lo habían logrado.
La lectura del libro de Lansing solo me duró una noche. Desde el momento que abrí
sus amarillentas páginas, no pude levantar la vista y aún recuerdo que daban las cinco
de la mañana cuando, irresistiblemente fascinado, sumergido de lleno en la epopeya
de Ernest Shackleton, puse fin a aquella Expedición Imperial Transantártica. Entendí
entonces por qué, sin realizar ningún hito geográfico, ha pasado a los anales de la
historia.
Quizá lo más sorprendente de esa voracidad lectora es que ya conocía los detalles
de los hechos que se narraban, pues antes que leer la obra del periodista norteamericano
ya había caído en mis manos el relato que escribió el propio Shackleton,South: The Endurance Expedition, pero la calidad literaria de Lansing logra una comprensión de la aventura que supera
con creces la versión que nos había dejado su principal protagonista.
Aun así, para entender por qué logró convertirEnduranceen unbest seller—de hecho, aún hoy es un libro de referencia—, hay que tener en cuenta que lo escribió
en el año 1959, justo cuando el geólogo anglo-alemán Vivian Funchs y el neozelandés
Edmund Hillary acababan de culminar con éxito la primera travesía de la Antártida.
Era la misma ruta que en 1914 ya había intentado realizar por primera vez Shackleton,
aunque no lo consiguió. Casi cuarenta y cinco años más tarde, estos dos exploradores
lo habían logrado, y el pionero británico volvía a estar de actualidad.
Además, cuando Lansing se puso a investigar los hechos, hacía ya décadas que habían
pasado los turbulentos tiempos de la Primera Guerra Mundial que habían «pillado» a
Shackleton en plena aventura, pero no tanto como para que el autor no pudiera encontrar
y entrevistar a una decena de miembros de aquella expedición. Gracias a sus testimonios
y al tiempo transcurrido desde entonces, pudo tener una perspectiva histórica privilegiada
sobre lo acaecido, de la que había carecido el explorador británico.
Por otro lado, el libro recuperaba una expedición y a un personaje que habían caído
en el olvido. Shackleton se consideraba un fracasado, aunque había logrado regresar
a su país con todos sus hombres vivos. Y sin embargo, su historia quedó totalmente
eclipsada por otro fracaso mucho más dramático: la muerte en 1912 de su compatriota
el capitán Robert Scott y de los cuatro camaradas que iban con él. Ocurrió en la carrera
por la conquista del Polo Sur, que ganaría finalmente el noruego Roald Amundsen.
El afán de Scott por llegar a la meta el primero aun a costa de su vida, su decepción
al saberse perdedor, el sufrimiento de sus últimos días, que dejó plasmado en una
emotiva carta a su esposa… Todo ello convirtió al militar en un mártir, en una leyenda
que ocupaba plenamente el imaginario popular como héroe antártico.
Y no hay que olvidar que cuando Shackleton regresó de su expedición antártica a su
país, en 1917, Inglaterra se hallaba envuelta en la Primera Guerra Mundial. Era un
momento en el que las historias de heroísmo personal, de sufrimiento y de muerte ocupaban
las páginas de la actualidad cada día. Y eran dramas que llegaban desde las lúgubres
trincheras del frente oriental de Europa, donde toda una generación de jóvenes de
la misma edad que gran parte de los miembros de la expedición se desangraba y moría.
Demasiados héroes sin éxito. Malos tiempos para celebraciones.
De hecho, pasado el rápido tronar de los cañones a su regreso de la Antártida, y tras
una efímera fama después de su muerte, Shackleton pasó al olvido al que la historia
tiene condenado a un gran número de sus héroes victoriosos y, por norma, a todos los
no victoriosos.
Pero no permaneció en la oscuridad. ElEndurancede Lansing, décadas después, inició la recuperación de la memoria de aquel líder incombustible,
que de repente se descubrió como un ser capaz de las más impensables hazañas. No es
de extrañar el éxito que tuvo la obra nada más ser publicada. Es más, sin duda este
libro marcó el comienzo de lo que con el tiempo se convirtió en «shackletonmanía»,
un afán por poner en su lugar el reconocimiento que merecen las cualidades de aquel
personaje irrepetible. Y resulta curioso que, a medida que su figura ha ido tomando
valor, la del capitán Scott ha ido, de forma inversamente proporcional, en detrimento;
hasta el punto de que algunos de sus más alabados méritos comenzaron a no ser considerados
como tales.
Debo reconocer que la vida de Ernest Shackleton siempre me ha fascinado. No por sus
éxitos como explorador, que no los tuvo, sino porque nunca culminó con éxito alguna
de sus expediciones a las tierras polares. Y es que no solo la Transantártica no acabó
como estaba pensada; todas las que dirigió acabaron en un rotundo fracaso. Por ello,
no deja de ser sorprendente que cuando se cumple un siglo de aquella travesía, uno
de los exploradores polares más conocidos del mundo sea el que nunca triunfó. Es una
paradoja que nos ofrece pistas de la excepcionalidad de una persona que consiguió
su última y más perdurable victoria varias décadas después de muerto.
Bien es cierto que la historia y la percepción de la realidad de cualquier acción
humana se modifica con el paso del tiempo, pero en este caso más que el efecto de
los años ha sido posiblemente el libro de Lansing el que más ha influido, y aún lo
sigue haciendo, para que haya tenido lugar ese cambio respecto a los logros del explorador
británico.
A lo largo de las páginas, el autor, que no es conocido más que por esta obra, describe
con enorme brillantez al aventurero, su tremenda capacidad como líder incuestionable,
su actitud siempre positiva ante la adversidad, su afán en la lucha contra dificultades
que a la inmensa mayoría parecían imposibles de superar, su valía para lograr mantener
a su equipo cohesionado cuando todo a su alrededor se estaba desintegrando y cuando
las posibilidades de supervivencia se hacían cada vez más remotas.
La lucha de Shackleton desde que su buque rompehielos Endurance es apresado por los
hielos, y después destruido, y finalmente abandonado el 27 de octubre de 1915, hasta
que consigue rescatar a sus hombres el 30 de agosto de 1916, 10 meses después, en
isla Elefante, se convierte gracias al libro de Lansing en algo más grande que una
gran aventura. Es el triunfo del espíritu humano ante la adversidad más absoluta,
ante la desesperanza, ante el miedo, y se convierte también en un ejemplo imperecedero
de cómo las cualidades personales de un auténtico «jefe», como le llamaban sus hombres,
pueden hacer superar lo insuperable. Y así es como esa desesperada lucha por la supervivencia
pasa a ser algo de más trascendencia que alcanzar una meta, en algo más universal
y atemporal que la consecución del plan previo que tenía marcado.
Cuando se conoce el desfavorable escenario, ingrato para la vida, en el que se desarrolla
esta historia, la eterna pugna por mantener las cualidades necesarias para afrontar
la adversidad, bajo enormes presiones, toma una nueva perspectiva. Y este es precisamente
su verdadero éxito, el que le ha granjeado de algún modo la inmortalidad. Hoy Shackleton
se ha convertido en un icono, en un símbolo del afán de superación del ser humano
desde un punto de vista moderno, porque su figura y los valores que supo transmitir
no han perdido actualidad.
En la otra cara está Robert Scott, un militar imbuido por el ideario de la Armada
británica, que en su época era las más importante del mundo. Un hombre que había sido
formado para obedecer y ser obedecido, que tenía una concepción del mando mucho más
vertical, más clasista y, por tanto, más encorsetada por los prejuicios de su época.
Sus órdenes no podían ser reflexionadas, ni discutidas. Un carácter muy distinto al
de Shackleton, quien tenía claro que lo importante era minimizar las diferencias con
los subordinados, que supo que la forma de ganárselos para su causa era con una mezcla
de increíble fortaleza y valor como los que él tenía; que era necesario poner en marcha
la imaginación para que el equipo funcionara, incluso con estrategias que pudieran
resultar estrambóticas; que había que utilizar la psicología para gestionar el equipo
sin fisuras; y que logró transmitir una genuina preocupación por el bienestar de sus
hombres. El cóctel de todos esos elementos le granjeó el respeto y la confianza total
de sus hombres, que le siguieron, aun cuando sus órdenes les resultaran incomprensibles,
y que fueron tan necesarias para la supervivencia final.
Los acontecimientos que suceden en la aventura son tan dramáticos que el desenlace
está en el límite más extremo que separa lo posible de lo imposible. Incluso hoy,
con toda la tecnología puntera a nuestro alcance, la Antártida sigue siendo un territorio
lleno de peligros. Cuesta creer que la tripulación del Endurance no cayera en la desesperación
paralizadora cuando se vio obligada a abandonar su barco en mitad de un mar de hielo.
Y cuando su «jefe» les conminó a iniciar una desesperante ruta de destino incierto,
arrastrando las chalupas por la banquisa, con el objetivo final de alcanzar tierra
firme a cientos de kilómetros. Y cómo no pensar en la angustia que debieron de sentir
cuando, una vez que estaban alcanzando los bordes de aquella banquisa, observaron
que el hielo comenzaba a desintegrarse y a mezclarse con el agua, convirtiendo las
cercanías de la costa en un chapapote en el que el agua y los icebergs se mezclaban
convirtiendo la navegación en una actividad extremadamente peligrosa. Y qué decir
de la alegría pasajera por la llegada a la inhóspita isla Elefante, donde nadie vendría
a rescatarles porque nadie pasaba por allí. O de la partida de Shackleton y unos pocos
hombres en un pequeño bote, bautizado como el James Caird, hacia la isla Georgia del
Sur, convencido de que regresaría con ayuda a por el resto de los compañeros. Y, por
último, una vez en Nueva Zelanda, cómo no sufrir con su desesperante lucha por conseguir
un barco con el que ir a socorrer a sus hombres.
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