A los diez años, un accidente en una montaña rusa cambió el curso de mi vida. Aunque
aquella tarde apenas alcanzaba la estatura suficiente para subirme, estaba entusiasmada
ante la perspectiva de tener mi primera experiencia en una montaña rusa. A lo largo
de los años, mis dos hermanas mayores habían disfrutado de esta atracción mientras
yo las observaba de lejos. ¡Esta vez, no! Me dieron la aprobación y empecé a subir
las escaleras con emoción, seguida de mis hermanas y mi padre.
Yo era una niña curiosa y aventurera por naturaleza. Nada me gustaba más que un desafío,
¿y qué era más desafiante que una aterradora montaña rusa? Una vez sentada y con el
cinturón abrochado, aunque no dejaba de hacerme la valiente, estaba muerta de miedo,
pero era un miedo distinto de otros que había experimentado, intensificado por el
hecho de que ya no podía cambiar de opinión. Por suerte, mi hermana mayor estaba en
el asiento de atrás y su presencia me hacía sentir un poco más segura y tranquila.
El recorrido empezó lentamente, con los sonidos rítmicos del vagón avanzando por las
vías, y tardó poco en hacerse más rápido al tomar la primera curva. Con los ojos cerrados
con fuerza, me repetía: «Esto es divertido», aunque en el fondo no tenía esa impresión.
Después de pasar a toda velocidad por la primera curva, abrí los ojos con precaución
y volví la cabeza para mirar a mi padre y a mi otra hermana, subidos al vagón que
nos seguía. Entonces, giramos con brusquedad otra vez y el tren aceleró pendiente
abajo. Cuando miré al frente de nuevo, vi que el vagón que teníamos delante se había
parado; sin embargo, el nuestro no parecía frenar, sino que seguía ganando velocidad,
hasta que se estrelló con el vagón de delante. El impacto impulsó mi cuerpo sin que
pudiera evitarlo, con lo que el cinturón de seguridad se me clavó dolorosamente en
el pecho.
De inmediato, nuestro vagón empezó a retroceder a bastante velocidad (estábamos a
una distancia considerable del vagón de mi padre) y, al cabo de unos segundos, volvió
a avanzar hacia delante. Todo fue tan rápido que pensé que estaba planeado, que formaba
parte de la atracción. Era como si los vagones se hubieran transformado en una especie
de coches de choque y el nuestro se propusiera sacar de la vía al delantero. Volvimos
a chocar con él y esa vez nos quedamos quietos.
Tras el segundo impacto, el tiempo se detuvo y me sentí como si hubiera entrado en
un sueño. En ese sueño, estaba a salvo y no había nada en el mundo que marchara mal.
Oía débiles aullidos de dolor, pero lejanos. Si me quedaba muy muy quieta, con suerte,
la cosa aterradora que estuviera provocando esos aullidos no podría alcanzarme.
«¿Cómo estás?». Era la voz de mi padre; se había apeado del vagón de detrás del nuestro
y había bajado por las vías de la montaña rusa. En el momento en que su rostro apareció
frente al mío, la burbuja estalló. Los sonidos quedos y lejanos de mi sueño se convirtieron
de repente en rugidos atronadores y, entonces, me di cuenta, aterrada, de que apenas
podía respirar.
El pánico se apoderó de mí. Cada fibra de mi ser gritaba que quería salir de allí.
Traté de liberarme, frenética, pero el cinturón de seguridad me aprisionaba el pecho
con tanta fuerza que no podía moverme. Estaba atrapada.
En el transcurso de las horas siguientes, entré y salí varias veces de mi estado de
ensoñación. Cada vez que recuperaba la lucidez, oía el bullicio a mi alrededor. Observaba
los helicópteros que nos sobrevolaban, los andamios que instalaban. Aparecieron unos
sanitarios que me pusieron una máscara de oxígeno y desaparecieron. Al final, nos
sacaron a mi hermana y a mí del vagón, nos sujetaron a unas camillas y nos devolvieron
a tierra firme.
Unos días después, me explicaron que un fallo mecánico había provocado la parada del
vagón que iba delante del nuestro. Habían trasladado al hospital a varias personas
más, pero les habían dado el alta el mismo día. Mi hermana y yo habíamos sufrido las
lesiones más graves. Yo tardaría un mes en volver a casa.
Casi todas mis lesiones eran internas: tenía el bazo lacerado, me había dislocado
un hombro y, lo más grave de todo, había sufrido daños en el corazón: el impacto me
había provocado una contusión miocárdica. Al principio, la preocupación fundamental
era que sufriera un ataque cardiaco. Afortunadamente, no ocurrió, pero mi frecuencia
cardiaca era (y sigue siendo) muy alta.
Después de que me sacaran de urgencias para trasladarme a planta, mi familia me llevó
una bolsa con ropa y mi posesión más reconfortante y querida: Po, mi Teletubby roja.
Todas las noches dormía a mi lado. Durante el mes que pasé en el hospital, tuve que
someterme a pruebas diarias. También me practicaron una intervención quirúrgica para
comprobar si tenía obstruida una arteria del corazón. Aunque Po me acompañó al quirófano,
no logró salir: nadie fue capaz de encontrarla. Eso fue un golpe tremendo para mí,
y no lo superé hasta mucho después de haber recibido el alta.
Cada día de hospitalización es largo: para una niña de diez años, un mes parece una
eternidad. Sin embargo, que me permitieran volver a casa fue agridulce, porque tenía
que llevar un monitor cardiaco. Me daba una vergüenza terrible usarlo debajo de la
ropa del colegio, pues era complicado disimular los cables. Además, durante los ocho
años siguientes, tuve que acudir con frecuencia al hospital y someterme a pruebas
físicas.
En la actualidad, cuando me concentro en el accidente, mis recuerdos son increíblemente
vívidos y, al mismo tiempo, difusos. Puedo visualizar ciertos momentos, pero luego
es como si hubieran pasado un borrador por la siguiente parte de la anécdota, dando
como resultado una línea temporal inconexa y confusa.
Ese desconcierto, la falta de continuidad y de resolución, era lo que más me asustaba,
sobre todo a los diez años. Me caló en los huesos, hasta el punto de que a diario
cargaba con el peso de sentir que ya no encontraba sentido a las cosas y que cualquier
control que hubiera tenido sobre mí y sobre el mundo que me rodeaba se había hecho
añicos. Esa sensación se apoderó de mí.
Sin embargo, mi mente estaba en plena negación, fingiendo y sosteniendo que no pasaba
absolutamente nada, que la experiencia no me había impresionado y que no necesitaba
ningún tratamiento especial. Dentro de mí, se libraba una batalla constante: mi cuerpo
contra mi mente.
Poco a poco, me fue invadiendo un entumecimiento que se apoderó de mí, amortiguando
el dolor físico, emocional y psicológico de la experiencia y creando una coraza que
me protegía de mí misma, así como de las preguntas y expresiones de preocupación de
las personas que me rodeaban. Esta burbuja protectora era impenetrable en su mayor
parte, pero mientras dormía era incapaz de mantenerla. Una y otra vez, me despertaba
sin aliento, acosada por la abrumadora sensación de estar atrapada y deseando levantarme
y huir de todo aquello.
Con el tiempo, mi impotencia y frustración fue en aumento. Me tenía por una persona
fuerte; así pues, ¿por qué seguía sintiendo dolor y teniendo pensamientos negativos?
Eran cosas que consideraba propias de la gente débil. La lista de frustraciones era
interminable, e incluía las frecuentes visitas al hospital, tener que usar dispositivos
médicos que no me cabían en los bolsillos del pantalón del colegio y verme obligada
a responder a preguntas sobre mi estado. Al principio, la frustración estaba dirigida
a mí misma, pero acabé agitada y molesta con todos los demás. ¿Por qué daban tanta
importancia a lo ocurrido? ¿Por qué no me trataban con normalidad?
Las secuelas de mis lesiones físicas también me irritaban. A causa de los daños permanentes
que había sufrido mi corazón, me costaba mucho mantener el ritmo cuando tenía que
gastar más energía. Cosas tan sencillas como toser o estornudar me elevaban la frecuencia
cardiaca a más de doscientos latidos por minuto (la frecuencia saludable en una niña
de diez años está entre sesenta y cien). El cansancio me acompañaba en todo momento:
no podía aguantar un día entero de clases, no podía practicar deporte y no podía ser
la niña dinámica de antes del accidente.
No tardé mucho en cansarme de ser «la niña que tuvo un accidente en una montaña rusa»
y en sentirme atrapada por la persona en que me había convertido. Lo que quería era
volver atrás y recuperar mi versión anterior, pero no sabía ni por dónde empezar.
Ese día de primavera había pasado de enérgica, extrovertida y aventurera a agotada,
huraña e hipersensible.
La verdad es que el término o el concepto de salud mental no era algo en lo que hubiera pensado antes del accidente, y no estaba preparada
para las batallas que tuve que librar. Cuando mi mente vagaba a lugares siniestros,
no lo entendía. Tampoco sabía controlar mis emociones. Ni siquiera contaba con el
lenguaje necesario para comunicar claramente cómo me sentía. En consecuencia, empecé
a tener miedo de mí misma y del mundo que me rodeaba. Lo único que podía hacer era
intentar reforzar esa coraza protectora que había construido como defensa. Si conseguía
ocultar mis verdaderos sentimientos o emociones, me sentía más segura.
Estadísticamente, la probabilidad de lesionarse en un accidente de montaña rusa es
tan solo de una entre veinticuatro millones, por lo que resulta estremecedor que me
pasara a mí. Sin embargo, es aún más estremecedor lo mucho que se han generalizado
las experiencias de trauma. Según una encuesta reciente, nada menos que el 70 % de
los adultos de Estados Unidos ha experimentado al menos un suceso traumático a lo
largo de su vida. Eso equivale a unos 223,4 millones de personas; aproximadamente,
uno de cada tres estadounidenses.
Durante décadas, el término trauma ha evocado imágenes de guerra, violencia y desastres naturales aterradores: experiencias
increíblemente traumáticas que afectan a muchas personas. En consecuencia, durante
la mayor parte de mi adolescencia y hasta el principio de mi edad adulta, nunca consideré
que lo que había vivido fuera un trauma. No había estado en la guerra, no había sido
víctima de violencia y no había sufrido un desastre natural; para mí, un accidente
en una montaña rusa no daba la talla. Ya tenía algo más de veinte años cuando tuve
una idea más amplia de lo que era el trauma y me di cuenta de que, en efecto, lo había
experimentado.
Más de diez años después del accidente, poco a poco, empecé a encontrar cierto sentido
al mundo: mi sensación de desconexión; los patrones de pensamientos negativos persistentes;
las largas y asfixiantes noches de insomnio, y la disociación entre quien pensaba
que era y mi manera de mostrarme..., por fin, todo iba cuadrando. Me volví ávida de
conocimientos e información, lo que me llevó a licenciarme en Ciencias Aplicadas (Psicología),
un trampolín que utilicé para saltar al posgrado en Asistencia Sociopsicológica. Sin
embargo, no era suficiente: tenía la impresión de estar tocando solo un aspecto de
un problema multidimensional. Luego, me convertí en profesional certificada en tratamiento
clínico de la ansiedad, en coach de salud y nutrición, en instructora de respiración y en terapeuta integrativa del
trauma somático (este término tiene su origen en la palabra griega soma, que significa «cuerpo» y, en esencia, se refiere a cualquier cosa relacionada con
el cuerpo o que lo afecta).
La tarea en la que me sumergí, aunar todas estas modalidades, prácticas, teorías y
recursos científicos, fue un proceso orgánico a partir del cual creé un nuevo enfoque
terapéutico verdaderamente integrador y holístico para la ansiedad, el estrés y el
trauma. Utilicé estos nuevos conocimientos para comprenderme poco a poco y, con el
tiempo, recuperar mi cuerpo y mi salud mental. A lo largo del camino, fui ampliando
constantemente una base de conocimientos que ahora estoy deseosa de compartir.
Te doy la bienvenida a El poder maravilloso de tu sistema nervioso. Independientemente del motivo por el que hayas llegado hasta aquí, espero que la
información contenida en estas páginas te ayude a recuperar la conciencia sobre ti
mismo, la felicidad y la vitalidad. Sé lo difícil que es sentir que las experiencias
pasadas, la ansiedad y el estrés nos están dominando: ese sentimiento de vacío que
tenemos dentro y que hace que todo sea un signo de interrogación en nuestra mente;
la agotadora incapacidad para relajarnos, el constante zumbido de pensamientos y preocupaciones;
el cansancio que nos sigue como una nube oscura después de casi cualquier interacción
social; la intensa sensación de agobio ante ciertos sonidos, olores, sabores y sensaciones;
la confusión que surge de no poder expresar los sentimientos con palabras, y la distancia
que sentimos respecto a otras personas y al mundo que nos rodea, como si se nos hubiera
perdido algo dentro: lo sé porque yo también he pasado por ello. Pero la verdad es
que tenemos la capacidad y el poder innatos para sanar y superarlo.
Al elegir este libro, has dado el primer paso en tu viaje de curación, eligiendo el
camino de las terapias somáticas (del cuerpo o relacionadas con él), comprometiéndote
a comprender tu sistema nervioso y a entender la influencia cotidiana del nervio vago
en tu energía, estado de ánimo y salud física y emocional.
LA CURACIÓN Y LA RECUPERACIÓN SON POSIBLES
Las experiencias vividas se conservan en el cuerpo, en la fisiología y en el sistema
nervioso (lo ampliaremos en el capítulo 1), y el pasado sigue influyendo en las experiencias
del presente, así como en las del futuro. Pero tenemos el poder de encontrar las claves
para la verdadera curación y la autorrecuperación. Al hacerlo, nos liberamos de la
ansiedad, la confusión mental y el síndrome del impostor, así como de problemas físicos,
como la inflamación y las complicaciones intestinales, todo lo cual puede apuntar
a un desequilibrio del sistema nervioso.
El cuerpo tiene la capacidad innata de procesar y liberar para volver a un estado
de seguridad y conexión. Tradicionalmente, nos hemos centrado en la mente, ya que
en ella radica nuestra humanidad. Los seres humanos somos únicos debido a nuestra
capacidad cognitiva, ¿no es así? ¿Y si te dijera que esta inteligencia funciona al revés? ¿Que, para procesar de verdad los problemas que surgen cuando
estamos atrapados en nuestra cabeza, debemos volvernos hacia el interior, escuchar
a nuestro cuerpo y aprender a conectar con la sabiduría innata que guardamos en él?
Tenemos que procesar plenamente las experiencias que han cristalizado en nuestro comportamiento
y que nos causan tanto dolor y angustia cuando tratamos de comprenderlas. ¿Y si pudiéramos
sintonizar con nuestro mayor poder de autocuración y aprender a aprovechar el inmenso
potencial del nervio vago para, de manera consciente y deliberada, procesar el estrés
y los traumas que hemos atravesado, liberarnos de ellos y sanar? Este libro te mostrará
cómo hacerlo.
Como terapeuta somática, he trabajado con miles de personas de todo el mundo que han
sufrido ansiedad crónica, depresión y trauma. A lo largo de mi viaje de autodescubrimiento,
me he dado cuenta de que el bienestar se puede alcanzar de diversas formas. Sin embargo,
han sido mis experiencias dolorosas y traumáticas las que me han impulsado a buscar
una nueva manera de estar en el mundo, una abiertamente vulnerable, pero también auténtica
y resiliente. Asumí la misión de compartir, apoyar y guiar a otras personas para que
también descubran sus propias verdades y adquieran una mayor conciencia de sí mismas.
He vivido de primera mano hasta qué punto algunas herramientas y técnicas, como las
que te enseñaré en este libro, son útiles para curarse, crecer y hasta florecer. He
tenido el honor de acompañar a muchas personas y de observarlas abrirse y liberarse
de dolorosas experiencias del pasado y de síntomas cotidianos en apariencia crónicos.
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