Una pequeña explicación
El escritor Manuel Vilas se encontraba en la ciudad rumana de Bistrita una mañana
de finales del mes de julio. Acababa de cumplir sesenta y un años cuatro días antes.
A la una del mediodía subió en el ascensor gratuito (se supone que el hecho de que
fuese gratuito importó mucho, pues de haber sido de pago no habría entrado en ese
ascensor) a la torre de la iglesia evangélica, una imponente atalaya de más de setenta
metros de altitud construida en el siglo xvi.
En la parte más alta hay un estrecho pasillo que bordea la circunferencia de la torre.
Se ve desde allí una extensión de tierra casi inabarcable: praderas, bosques, ríos,
lagos, casas, colinas, caminos y carreteras. Estuvo haciendo varias fotos con su teléfono
móvil, se hizo también algún selfi en donde se le veía sonriente y yo diría que dichoso,
y las envió por wasap a su mujer, a sus hijos, a su familia y amigos, a mí también
me llegaron dos de esas fotos.
Quienes recibieron ese wasap le vimos conformado y alegre, el rostro de un turista
afortunado, dueño del mundo por un breve momento.
Y contradiciendo de manera radical y siniestra dichas fotos se arrojó al vacío.
Murió en el instante mismo en que su cuerpo se topó con la milenaria piedra del suelo.
Tuvo suerte, así lo reveló la autopsia.
Estaba en Rumanía promocionando su última novela traducida al rumano, como invitado
principal del Festival de Poesía de Bistrita. La noche anterior se había abrazado
con Marín, su traductor, a quien sentía como un hermano y en quien según escribió
en su diario veía que la bondad en el mundo aún era posible. Había cenado unas filloas
que le parecieron las mejores que había comido en su vida, y así lo dijo a todos los
que se encontraban cenando con él. Teorizó sobre las filloas, comentó que las rumanas
llevaban queso, que era mejor aditamento que la nata o la crema, pues reducía el exceso
de dulce; esas teorías suyas..., porque al final de su vida se dedicó a crear teorías
para todas las cosas, como si las cosas tuvieran que ser hijas de una teoría para
poder existir.
Dijo también que le encantaba la habitación del hotel en que lo habían alojado. Hay
wasaps que afirman que durmió bien, raro en un hombre que dormía mal desde los dieciocho
años.
Algo debió de ver o presentir en aquella torre.
Como lo conocí bien, no creo que le fuera ajeno el lugar sin fama o tradición literaria
en el que se hallaba. Quiero decir que no estaba en el Pont Neuf de París o en el
Empire State Building de Nueva York o en la Fontana de Trevi de Roma. Seguro que pensó
que esa torre permanecía inédita en la historia de la literatura.
El anonimato histórico de esa iglesia evangélica debió de enamorarle. Él también se
sentía un ser anónimo en la historia de la literatura, y en la historia en general.
Evoco ahora la claridad que siempre dominó nuestras conversaciones. La claridad en
una conversación ya es un bien escaso hoy. Quizá siempre lo ha sido. Me preguntaba
cosas concretas de mi vida, como ningún otro escritor lo ha hecho, no grandes preguntas,
sino sencillas, como la marca de mi lavavajillas, o si me planchaba yo la ropa, o
si en mi casa había servicio de recogida de basuras o tenía que bajarla yo misma al
patio. Cómo olvidar esas preguntas a través de cuyas respuestas él robaba tu vida,
se llevaba tu vida a su mente, a la profundidad de su mente, «en donde ardía», le
habría gustado evocar a Francisco de Quevedo en ese soneto memorable titulado «Amor
constante más allá de la muerte».
Lo que sigue tras estas palabras que hacen de prólogo es el libro que acababa de terminar,
justo en el momento de cumplir sesenta y un años. Lo dejó bien preparado. Bien nombrado
en la nube electrónica de su ordenador. Bien corregido. Bien pensado. Bien cerrado,
con esas breves líneas finales en donde casi se alumbra una melancólica religión.
No aconsejo al lector que vaya a buscarlas antes de leer el libro, pero si lo hace,
dará igual.
Casi le veo a él, diciéndolo con una carcajada un tanto tristona: «Da igual».
El carácter circular de un libro es el mismo que el de la vida. Todo son circunferencias,
como la tierra, como la luna, como el sol, como las monedas, como las ruedas, como
las vidas.
Y si escribo este prólogo es para dar sentido a las últimas frases que él escribió
pensando en que yo las rematara, cerrara el círculo de esas pocas palabras.
Seguro que habrá descubierto grandes palacios, allá en la extinción de todos los palacios.
Se me pega su estilo, su forma de escribir, sus ocurrencias literarias, este hombre
a cuestas con un lenguaje que más o menos era español. A veces dudaba de si su lengua
era el español, o teniendo el español como base se había ido a otro sitio donde las
palabras y la gramática estaban sirviendo a una mente deteriorada; esa mente era la
suya, claro. Como si su español hubiera degenerado en un esfuerzo de lealtad hacia
la degeneración de la mente del que brotaba.
Algo debió de ver en aquella torre, la lejanía tal vez; quiero pensarlo en los últimos
cinco segundos, allá arriba, con la determinación alcanzada por fin, y eso sí que
me cuesta imaginarlo, porque fue un hombre que dudaba hasta sobre la cantidad de azúcar
que debía echarle a un café cualquiera, tomado en el sitio más anecdótico, en el bar
más prescindible, en el lugar más olvidable.
Una mano que no sabe si abrir uno o dos o tres sobres de azúcar, así era él. Como
si estuviera esperando a alguien que le diera una indicación. Alguien que le dijera
qué tenía que hacer en cada momento de su vida.
Hace muy poco, en una terraza madrileña, me confesó mientras tomábamos un agua con
gas, una Perrier, que eran sus favoritas, algo que le mortificaba.
«Me estoy olvidando de la familia que fundé con mi primera mujer, me olvido de lo
que vivimos juntos, de los viajes que hicimos, me olvido del nacimiento de mis dos
hijos, estoy entrando en el olvido de mi vida, todo se aleja de mí; también me olvido
de mi segundo matrimonio, que fue en el año 15; me olvido de mis padres; me olvido
de todo cuanto he sido; parece una hemorragia cerebral de olvido devastador, todo
parece como si hubiera ocurrido hace cincuenta mil años o cincuenta millones de años,
y sin memoria la vida es frágil y terrorífica, sin memoria todo se lo lleva el terror;
no el dolor, no la tristeza, no la melancolía, no la nostalgia; sino el terror.»
Ya no está entre nosotros este hombre que al final resultó ser un misterio real y
no un misterio fantasioso o literario. Sé que el estar o no estar entre nosotros formó
parte de sus últimas obsesiones, de su endemoniada lucha con la vida para intentar
entenderla, porque quería entender la vida, y en ese deseo creo que no le hizo mal
a nadie salvo a sí mismo.
No podía salvar su memoria. Intentó salvar a sus padres en un libro, la vida familiar
metida en libros, pero ¿qué son los libros sino dulce melancolía para aplazar la muerte?
No estar entre nosotros para él era un gran misterio; ojalá pudiera ir a donde él
está y confirmarle: «Ya no estás entre nosotros, siendo ese el gran misterio de cualquier
vida». Pienso que esa fue su única certeza. Él llamaba a esa certeza de este modo:
la verdad es el adiós.
Muchas veces dudó de que tuviera sentido nombrar las cosas como él las nombraba, porque
nadie las nombra así. Allí donde la gente fallece o se muere, él dijo «la verdad es
el adiós».
Si el lector quiere saber qué le pasó, o qué vio en esa torre, la única respuesta
posible, de existir esta, en las páginas siguientes habrá de encontrarse. Como editora
de El mejor libro del mundo creo que no es empeño vano buscarla. Sea como fuere, son páginas que declaran verdades
humanas, que me liberan por completo de trazar una semblanza o un obituario de quien
además de escritor fue un buen amigo, un hombre al que valió la pena conocer y tratar.
No de todo el mundo podemos decir algo así.
Saber no perder el tiempo que se nos asigna cuando nacemos es un síntoma de inteligencia
práctica. En verdad es lo único a lo que podemos aspirar.
Yo creo que no perdí el tiempo con él; además me gustaba como hombre, aunque entre
él y yo nunca pasó nada, y a mí no me habría importado, pero no creo que en los últimos
años de su vida las mujeres fueran una obsesión, y le fue fiel a la Ana que aparece
en estas páginas. Es una mujer afortunada, no fue un hombre cualquiera el que tuvo
por marido, aunque no sé si a ella le importará eso, porque Ana también es escritora
y al fin y al cabo la vanidad de los escritores, como sé muy bien por mi oficio, es
infinita. Si no se lo dije el día del funeral ni días después, aprovecho para decírselo
ahora, para decirle que tuvo suerte de que un hombre así se enamorara de ella. Aunque
tal vez muchas mujeres, al menos las que hubo en su vida, no piensen como yo.
Cualquier historia de amor siempre tiene que asegurar la supervivencia de los dos
seres humanos que la protagonizan. Ese es el problema del amor.
Resulta difícil separar la obra del ser humano. Casi todos los escritores que he conocido,
aunque no todos, deciden dejar de ser personas concretas y humanas para convertirse
en páginas de libros, páginas de novelas. Es una bonita autoliquidación que sucede
cada día, cada vez que aparece un escritor en el mundo, desde Cervantes, que dejó
de ser Miguel de Cervantes para convertirse en Don Quijote. Todo el mundo habla de
Don Quijote; nadie de Cervantes.
Yo creo que todo eso ocurre por miedo a la muerte y al aburrimiento existencial y
por miedo a ese terrible pensamiento que devasta el corazón de un escritor cuando
cumple sesenta años y se da cuenta de que todo ha sido una fantasía, que vida y obra
son una fantasía, son una irrealidad más de las que acontecen en el tiempo.
Mi querido Vilas usaba mucho la palabra ingravidez, en una acepción suya que nadie entendía. Pero él sí la entendía. Estaba obsesionado
con la vida de sus padres. No he conocido a nadie tan obsesionado con sus progenitores.
Y es un buen enigma que dejó sin aclarar. ¿Por qué los quiso tanto? Todo el mundo,
en general, ama a su padre y a su madre, pero él de ese amor construyó una diminuta
religión. Algo del temperamento de los místicos españoles se coló en su sangre. El
amor a sus padres le ayudó a perderse en el abismo del tiempo, y eso sí perjudicó
su salud mental.
Manuel Vilas pensaba que esa irrealidad que vio al cumplir sesenta años crecería hasta
hacerse con todo, hasta extender su tiranía incluso a las horas del sueño. Allí vio
la frontera, en la edad sexagenaria. Imagino, porque lo conocí bien, que debió de
almacenar sus dudas sobre si esa frontera ocurría en la edad sexagenaria o en la septuagenaria.
Eso tal vez dependa de cada cuerpo.
Él dejó de beber el 9 de junio del año 14, esa fecha la decía siempre con énfasis,
pero lo que ya no decía (y el lector lo verá contado en estas páginas) es que acabó
en manos de otras dependencias. Las drogas dominaron su vida, le tenía mucho miedo
a que esa dependencia pudiera ser considerada una prueba definitiva de su culpabilidad
o de su falta de ejemplaridad, o incluso de honorabilidad.
¿No soportaba la normalidad? Algo de eso hubo, y tal vez desde que era un niño. Al
fin y al cabo la normalidad tiene lo suyo de condena y de tedio y de renuncia. Le
gustaba recordar, como refutación de la normalidad, aquellas ironías de Charles Baudelaire,
aquel párrafo tan decimonónico, ese que dice: «Hay que estar siempre ebrio. Nada más:
ese es todo el asunto. Para no sentir el horrible peso del Tiempo que os fatiga la
espalda y os inclina hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero ¿de
qué? De vino, de poesía o de virtud, como queráis. Pero embriagaos».
Siempre recordaré la suavidad con que pronunciaba mi nombre cuando me llamaba por
teléfono y con fragilidad me decía: «Hola, María, cómo va todo».
Su fragilidad la supo esconder bien en la vida; una suprema fragilidad, que, sin embargo,
creo yo, es el cimiento moral de estas páginas. La fragilidad no debe ser confundida
ni con el miedo ni con la tristeza ni con la cobardía. La fragilidad en él nacía de
la contemplación minuciosa del gran y poderoso espectáculo de la vida.
Ante tan atroz y gigantesco misterio se sintió minúsculo, desvalido y desesperanzado.
«¿Qué soy yo ante el océano Atlántico, o ante la luna, o ante el sol, o ante la nieve,
o ante el Everest?» Él se hacía ese tipo de preguntas. No, más bien vivía esas preguntas
en su propia carne.
Ojalá el lector sea de mi mismo gusto y halle en las páginas que siguen una forma
de pasar por este mundo que regala un poco de dignidad y de belleza. Le temblaba la
voz en los últimos años, y de vez en cuando dejaba caer en la conversación mínimas
confesiones sobre sus adicciones.
«Tengo una personalidad adictiva», decía, y luego se reía, cuando muy probablemente
no había motivo para la risa, pero nunca quiso incomodar. Por no incomodar se habría
dejado matar.
Luego hablaba de los triunfos de la vida, su tema favorito. En las charlas que daba
en público siempre terminaba diciendo que existen los amigos de la vida y los triunfos
de la vida sobre las tinieblas: ojalá tenga razón.
A él le habría encantado gustar con este libro, pero donde está ahora ya no percibirá
nada, o tal vez sí, nunca se sabe con hombres como él, que llevan encima esa acentuada
forma ancestral y primitiva de vivir, llena de visiones y llena de charlas interminables
con los muertos.
M.
Madrid, 2024
Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son
los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores
mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores vayan
acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren
otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la soledad. Acercarse
a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica
y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad
los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un
día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra,
el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres. Todo lo que
empieza como comedia acaba como tragedia.
Roberto Bolaño,
Los detectives salvajes
La tentación de la política es frecuente en el escritor español, ya que solo como
escritor no va uno a ninguna parte.
Francisco Umbral,
Las palabras de la tribu
Primera parte
El mejor libro del mundo
Algo va a pasar mañana
Mañana cumplo sesenta años y no sé qué ha sido mi vida, corrió veloz como los conejos
en el monte, sorteando obstáculos y zigzagueando entre las hierbas, las piedras y
los árboles, sin que en modo alguno, bajo ninguna circunstancia, bajo ninguna mirada
benévola y amable, pudiera apreciarse la construcción de un camino, porque los caminos
exhiben y afirman un pasado y quienes serpenteamos llevamos en las manos una fantasía,
la ilusión de que estuvimos vivos y que amamos y fuimos amados, pero no hay camino
detrás de nosotros.
Y en el abultado error en el que vivo parece que mi vida acaba de comenzar, parece
que todo el rato estoy en el principio, en ese momento en que se crean los proyectos
y nacen los deseos; y la plenitud y la felicidad sucederán mañana. Como si fuese un
niño de seis años y no un hombre de sesenta años.
Mañana los cumplo.
Estoy vivo, y he llegado a esta edad. La gente piensa que si te mueres con sesenta
años o con menos de sesenta años te pierdes cosas importantes de la vida, pero eso
los muertos no lo saben.
La gente comete una frivolidad sin pretenderlo, piensa en ella misma cuando piensa
en los muertos, sin darse cuenta de que estar muerto no es estar enfermo en una cama
o preso en una cárcel, estar muerto es el misterio más grande de todos los misterios.
Puede ser tan misterioso que incluso esté allí, escondida, la libertad.
Quiero decir que la nada me será muy saludable y maravillosa, motivo de gran felicidad,
cuando esté muerto.
Lo más interesante de cumplir sesenta años es que me invento ya una vida de ser humano
póstumo francamente sensacional.
Antes de que tú, lector, y yo naciéramos hubo milenios en los que había otros seres
humanos que no éramos ni tú ni yo. Una vez que nos vayamos, habrá otros seres humanos
que no seremos ni tú ni yo.
Yo los veo, veo a los muertos y veo a los aún no nacidos, ese don sobrenatural lo
tengo; no es un alarde lo que expreso, es más bien una condena, una insania, una avería
cerebral, no es divino, todo lo contario; de ser algo, sería diabólico.
Los muertos están allí todos los días, junto a los vivos, yo los veo; y los aún no
nacidos están allí también, esperando, afilando sus futuros corazones.
Muchas veces, cuando camino por la ciudad de Madrid de noche, veo un desfile, una
manifestación de millones de muertos de todas las edades, de todos los siglos, y veo
otro desfile de millones y millones de seres humanos que ocurre tres metros más arriba,
en el espacio, de billones de seres humanos que están esperando a tocar el suelo,
a descender esos tres metros que los separan de la tierra.
Y sin embargo, el presente en el que tú y yo estamos vivos es el oro de la vida, es
el único reino posible.
Y ellos lo saben, y me lo dicen.
—Queremos tu sitio —dicen unos.
—Queremos que nos devuelvas nuestro sitio —dicen otros.
18 de julio
Hoy es 18 de julio y estoy en el Balneario de Panticosa, en el norte de España.
Vengo de bañarme en el spa. Me he metido en la sauna y he aguantado quince minutos en esa caja de madera caliente
que tiene el poder de hacerte recordar mediante el fuego y el sudor y hacer que esos
recuerdos no importen. La sauna estaba a más de ochenta grados; al menos, eso decía
el termómetro. Yo estaba bien allí dentro, porque el cuerpo se hacía protagonista
de todo; y entonces el pensamiento y los recuerdos cedían su importancia ante ese
protagonismo de la piel, de los músculos y de los huesos.
Cualquier forma de relato se pierde si no está animada por el conflicto, y el conflicto
básicamente se asienta en algún tipo de injusticia, de desorden, de dislocación, de
abismo.
Tenía cincuenta y cinco años cuando publiqué mi novela autobiográfica Ordesa. Mi atención entonces estaba volcada en mis problemas personales y para nada en la
literatura. Con la publicación de la novela, esperaba lo de siempre, lo que venía
siendo hasta entonces mi vida de escritor: algunas reseñas, algunas críticas, algunas
entrevistas, un par de presentaciones, algún lector apasionado, otros decepcionados,
más o menos lo que me había sucedido hasta entonces: una vida discreta de escritor
dentro de la invisibilidad. Una vida, por otro lado, muy tranquila, muy anónima, una
buena vida, eso sí, pues estaba alejada de la mirada pública, e incluso de las pulsiones
de éxito y de fracaso, porque esas pulsiones vienen del espacio social, y el espacio
social del escritor discreto casi no existe.
Una vida discreta ha sido siempre mi ideal en alguna medida, y sin embargo he defenestrado
ese ideal por activa y por pasiva. Esto no lo entenderé nunca, porque la discreción
me había parecido la forma de vida que me estaba destinada desde que, durante la timidez
de mi adolescencia y mi niñez, vi que edificar una personalidad vistosa y pública
me iba a resultar una tarea imposible, y ahora me gustaría saber por qué. Tal vez
porque desde que era un adolescente me pareció que no había verdades sólidas en el
mundo, tal vez lo vi por instinto. Pero me estoy desviando. El caso es que el ideal
de discreción no se cumplió y bien que me apena.
Para mi asombro, nada más aparecer el libro, en enero del año 18, comencé a recibir
mails y wasaps llenos de admiración y de sorpresa. Y mis editores comenzaron a ponerse
felizmente nerviosos: algo estaba pasando. Ordesa se agotaba en las librerías, y las reimpresiones del libro no daban abasto. Todo
el mundo se puso a hablar del libro, y yo no tenía ni idea de por qué esta vez sí
y otras veces no. Parecía una broma, pero ¿de quién?
Eso es, parecía una broma, como si Franz Kafka quisiera reírse de mí, o más bien que
nos riéramos juntos. Yo, que he amado tanto a Kafka, y este, en correspondencia, me
mandaba un regalo misterioso, una broma hermética, una broma indescifrable.
La gente me quería ver, me invitaban de todas partes, y yo agradecía el cariño, el
cariño mucho más que la admiración por el libro. Ahora que han pasado ya cinco años
no es el éxito del libro lo que me causa estos pensamientos, y muchísimo menos la
imperdonable y horripilante vanidad de exhibir el éxito públicamente, algo que parece
muy patético. No, es otra cosa diametralmente opuesta lo que quiero decir. Tampoco
creo que el éxito (de cualquier condición) sea real, que tenga la fuerza de la naturaleza,
más bien parece una superstición más de las sociedades humanas, por tanto alberga
en su intestino melancolía y engaño. Esa otra cosa fueron los acontecimientos que
viví, y para contar esos acontecimientos me ha sido necesario recordar el éxito de
Ordesa, solo por eso, que conste de forma palmaria y terminante, pero es que esos acontecimientos
que viví fueron una comedia, a veces deliciosa, a veces pavorosa. Y esos acontecimientos
tienen que ver con mi origen social y con lo que había sido mi vida hasta entonces.
Y eso sí es interesante y tiene conflicto, es interesante ver cómo a un muerto de
hambre risueño y franciscano, como había sido yo durante cincuenta y cinco años, le
empiezan a cambiar las cosas. Es un conflicto social, y por tanto político.
No digo muerto de hambre en un sentido peyorativo, lo digo en una apelación mística y popular, cariñosa y
expresiva. Y gente que llevaba ignorándome un montón de años de repente me saludaba
en los saraos literarios. Festivales que nunca me habían invitado ahora lo hacían.
Y comencé a viajar. Me volví visible, había abandonado la invisibilidad. Hay dos países
en este mundo: la visibilidad social y la invisibilidad, yo ya creía que me quedaba
a vivir para siempre en el segundo.
Cambió mi percepción de la literatura, o de mi literatura. Como toda mi vida había
sido un muerto de hambre (insisto en la acepción contemplativa de la expresión), aceptaba
todas las invitaciones que me llegaban. Me pasé el año 18 viajando de un lado para
otro. Y Ordesa se situaba en los primeros puestos de libros más vendidos y los lectores se habían
convertido en legión y todos querían decirme algo sobre el libro y yo escuchaba, pero
no sabía qué contestar. Solo decía esto todo el rato: «Muchísimas gracias de todo
corazón»; me aboné a esas palabras, como si esas palabras contuvieran una tarifa plana,
una posibilidad de ser usadas sin recargo.
Muchísimas gracias de todo corazón.
O muchísimas gracias con toda mi alma.
Y las decía como si por mi boca hablara toda mi familia, mis padres, mis abuelos,
a quienes no conocí, mis bisabuelos, mis tatarabuelos, hasta que caía en la profunda
oscuridad de mi origen biológico y político.
Pero esas dos fórmulas de gratitud que decía a la gente me enternecen en este momento,
y me doy cuenta de que llevo sesenta años al lado de la vulnerabilidad absoluta, que
es milagroso que no me haya muerto por carecer de las más elementales armas de vida,
que no las tengo. No sabía cómo expresar mi gratitud, y sigo sin saberlo, pero no
saber expresar tu gratitud te acerca a una forma de conocimiento de la vida que tiene
un cincuenta por ciento de plenitud y otro cincuenta por ciento de melancolía.
Al verme en la necesidad, en una necesidad amable y deseada, de expresar mi gratitud
tuve que abandonar la discreción y la invisibilidad, dos lugares en donde había residido
cincuenta años, dos excelentes y enormes habitaciones soleadas en donde vivir, tomar
el sol y respirar y estar en paz con todo.
Luego, poco a poco, pasado más de un año y medio desde su publicación, el libro fue
descendiendo en popularidad, y me di cuenta de que me había vuelto adicto a ver mi
novela en las listas de libros más vendidos. Cuando vi que se apeaba de los libros
más vendidos fui regresando a mí mismo, a mi segunda división de toda la vida.
Mañana cumpliré sesenta años, y me temo que estas van a ser una tarde y una noche
muy largas.
Urgente, urgente, urgente, mil veces urgente
Antes de que me alcancen los sesenta años tengo que terminar este libro. Eso es imposible.
Solo Franz Kafka fue capaz de escribir algo como la Metamorfosis en una sola noche, o eso dice la leyenda. Pobre Kafka, y siempre Kafka. Llevo cargando
con Kafka toda la vida. Kafka sirve para todo, para cuando te va bien y para cuando
te va mal. El gran tema de la literatura de Kafka es si existe el bien o solo el azar
cómico. Si existe una forma de bien, aunque sea invisible, o terrible, o estúpida.
Muchas veces, en estos últimos años, me he preguntado si los grandes filósofos, desde
el siglo xviii hasta principios del siglo xx, creían en Dios de verdad. Por ejemplo, el caso de Hegel. Un hombre tan asombrosamente
inteligente, que supo verlo todo, ¿creyó en Dios de verdad o aceptó esa creencia para
no tener problemas con la época que le tocó vivir?
Menuda ociosidad, queridos lectores, amigos míos, un hombre que va a cumplir sesenta
años que se pregunta si los grandes filósofos creían en Dios. No puedo creerme que
creyeran en Dios, me parece una tomadura de pelo devastadora, una infección de la
inteligencia crítica. Cómo siendo tan inteligentes fueron capaces de abrazar una superstición
tan obvia, o a lo mejor no es tan obvia, he ahí la cuestión.
Yo noto cómo mi inteligencia flaquea, que mis capacidades menguan, pues mañana voy
a cumplir sesenta años, y es evidente que mi cuerpo y mis facultades mentales se debilitan
porque se han consumido, pero aun así la evidencia de que Dios no existe es un logro
natural de mi capacidad de comprensión de la vida. Ahora sé muy bien que mis padres
eran ateos y que mi ateísmo actual es una forma de estar con ellos. Puede que mi padre
fuese más ateo que mi madre, eso también lo pienso, porque mi madre tenía sus visiones.
Yo sé vivir sin ninguna presencia absoluta, o mejor dicho, ya sé vivir sin apelar
a ningún dios, más allá de la presencia de mi cuerpo, claro.
Todo lo gobierna nuestro cuerpo.
Y su consumación es todo cuanto somos y hemos sido.
Cumpliré sesenta años sin saber si Hegel creía o no creía en Dios.
Parece una pregunta tan obstinada como baladí: saber si Hegel creía verdaderamente
en Dios. Yo creo que ni Jesucristo llegó a creer en Dios. Más bien fue una utopía
a la que agarrarse. Las dudas de Jesucristo no eran literatura de la fe, sino convicciones
de la razón. Cristo tampoco creía en Dios. Todo por una razón aplastantemente sencilla:
Dios no existe.
Las dudas de Jesucristo han sido vistas como el lugar de la lucha entre su cuerpo
de hombre y su alma de hijo de Dios, pero yo veo esas dudas como el primer desencanto
desgarrador ante la inexistencia de Dios.
Ya el poeta Charles Baudelaire dijo que Dios no necesitaba existir en la realidad
para hacerlo en la civilización, en la que tendría la misma nacionalidad que Don Quijote
o Emma Bovary.
Me trastorné, me volví más loco de lo que ya estaba
El éxito de mi novela Ordesa me llevó a viajar mucho, me ponía nervioso la riqueza que veía en todas partes. Yo,
que nunca he tenido dinero más que lo justo para comer y tener un techo. Sí, tener
dinero, qué maravilloso es eso, pero tenerlo a los cuarenta años, no a los sesenta,
eso encierra sadismo. Saludaba a escritores famosos en el bufé libre del desayuno
de los buenos hoteles en donde me alojaban y no escuchaba la conversación porque me
desasosegaba la cantidad de comida que me estaban ofreciendo.
Saber que no tenía que pagar nada de lo que me servía en el desayuno me trastornaba,
me dolía, me parecía que el mundo se había vuelto loco, y lo sigo pensando.
Yo siempre he sido un muerto de hambre. Perdón por repetirme, pero es lo que soy.
Genéticamente es lo que soy. Mi médico de la Seguridad Social ya me lo dijo: «Tienes
el colesterol alto, y es hereditario». Se sabe que el colesterol genético procede
de la noche del hambre. La sangre producía grasa para mantener vivo tu cuerpo cuando
el hambre mataba a todos los cuerpos. Los supervivientes de los campos de concentración
del nazismo tenían todos colesterol genético.
Siempre he sido, entonces, un muerto de hambre.
Pues qué otra cosa me estaba destinada, si no esa, y además en ser un muerto de hambre
veía mi españolidad. Es una forma testada históricamente de ser español: el hambre.
Que lo diga de manera tan expresiva puede generar incomodidad; a mí ya no me la genera
porque cumplo sesenta años dentro de unas horas y yo creo que ya puedo permitirme
el lujo de llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos ni hipocresías. La literatura
española está llena de eufemismos y de hipocresías y de maravillosos muertos de hambre,
como el mismísimo Cervantes.
Yo creo que algunas personas muy inteligentes lo percibían cuando hablaban conmigo.
La inteligencia a veces viene acompañada de la bondad; otras veces no. Yo notaba eso:
si quien me miraba, una vez advertida mi vulnerabilidad, me ofrecía su mano; o bien,
si me despreciaba.
Cuando te desprecian, sufres.
A mí me han despreciado mucho en esta vida, y he sufrido por consiguiente mucho. Yo
he procurado no despreciar a nadie. De hecho creo que no desprecio a nadie, y eso
cuenta, eso es importante.
Puede que la experiencia de la vida te regale la invulnerabilidad ante el desprecio,
pues últimamente noto que no me afecta tanto. Tal vez se deba a que ya no tengo tanta
vida por delante, pues mañana cumplo sesenta años.
Hice tantos viajes en avión que fui ascendiendo en las categorías de frequentflyer. Ya era y soy oro en dos compañías. Y me hice adicto a las salas vip, al fast track y al priority boarding. Cómo me estaban engañando el mundo y el capitalismo feroz. Y me hice visible ante
el capitalismo y este me saludó.
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