Índice
Prólogo
Tal vez no sea aventurado afirmar que toda la filosofía, o al menos una parte significativa
de ella, ha tratado de comprender y explicar el conflicto entre la razón y la pasión,
entre el cuerpo y el alma, entre la acción y la reflexión. En todas las culturas,
los pensadores han percibido la fuerza del amor, del odio, de la envidia o de la ambición,
y han detectado que las consecuencias trágicas de estos fervores sólo pueden templarse
con la práctica de la inteligencia. Muchos de ellos se han preguntado dónde residen
una y otra, ¿es el cuerpo material la fuente de las pasiones?, ¿son el espíritu o
las ideas el hogar de la razón? También desde su origen, la literatura (poesía, teatro,
narrativa) se construyó sobre la pugna del perdón y la venganza, de la cordura contra
la codicia, del amor y el odio. William Shakespeare se preguntaba en una de sus mejores
obras,El mercader de Venecia:
¿Dónde nace, decid, la fantasía:
en la cabeza o en el corazón?
¿Cómo sale a la luz, cómo se cría?
Cuatrocientos años después de que Bassanio compartiera con su amada Porcia esa canción,
ya tenemos respuesta: la pasión y la razón manan del cerebro, ese órgano complejo,
constituido por millones y millones de células de formas y tamaños diversos que se
conectan mediante transmisores químicos para componer una inmensa red, organizada
a la perfección e intercomunicada en todas sus partes, capaz de dirigir y coordinar
nuestros movimientos, nuestros sentidos (el oído, el gusto, el tacto...), nuestras
emociones, nuestras memorias personales, nuestras ideas y nuestras percepciones. Todavía
ignoramos aspectos esenciales del funcionamiento de la mente humana, detalles importantes
del proceso de comunicación entre el cerebro y el resto de nuestro cuerpo, pero los
avances de los últimos años han constituido un salto imponente en el conocimiento
de cómo se engendran y cómo se nutren las pasiones, ese motor inagotable de placeres
y desdichas, de honores y miserias, de gestas y desgracias.
Ignacio Morgado forma parte de esa comunidad de personas que han escogido el conocimiento
científico como amante perpetua. Insatisfecho con la palabrería que todavía ofusca
la enseñanza de la psicología (de una parte de ella, al menos), se inclinó hacia la
neurociencia y la psicobiología, el estudio y la investigación del sistema nervioso
y de los mecanismos mentales que rigen el comportamiento humano. Si comprendemos el
funcionamiento del cerebro sabremos lo que somos, cómo somos y por qué.
Morgado lleva años labrando el conocimiento del cerebro, analizando los mecanismos
del sueño, las raíces biológicas de las ambiciones, las pulsiones autodestructivas
y las emociones corrosivas, la bondad, el amor... Cada nuevo hallazgo, por minúsculo
que sea, conduce a sellar momentáneamente alguna incógnita y a descubrir nuevas preguntas.
Cada avance amplía el panorama de lo que queda por investigar, de forma que el autor
de este libro ha sido un marido ansioso, un padre abstraído, un amigo impaciente y
un colega admirable. En todas esas facetas ha obtenido notas brillantes porque, científico
aplicado y con el don de la empatía, ha sabido repartir bienestar y satisfacción a
raudales. Su pasión por la investigación del cerebro ha crecido con el paso de los
años, pues el saber no se aquieta ni admite límites, al contrario: a mayor sabiduría,
mayor el dolor de la ignorancia. Dotado de una capacidad poco frecuente, Ignacio Morgado
ha combinado la investigación científica con la dedicación a la docencia y con una
poderosa vocación divulgadora, tal vez hija de su preocupación por la enseñanza.
La ciencia no puede ser un privilegio, sino que constituye la palanca fundamental
del progreso. Por tanto, sostiene Ignacio Morgado, no ha de estar recluida en los
claustros universitarios ni en los manuales académicos; ha de estar en la calle, al
alcance de las personas que sepan leer y tengan inquietudes culturales. De esa preocupación
por poner la ciencia al alcance de la mayoría nace su interés por escribir cada día
con mayor luminosidad, con palabras claras y comprensibles, con frases que no agoten
la paciencia de los lectores. No se trata sólo de cumplir con la gramática, sino de
transmitir el entusiasmo por la ciencia a la que el autor de este libro, uno más en
su amplia labor creativa, ha dedicado toda su vida profesional en la Universidad Autónoma
de Barcelona.
Esta obra contiene una síntesis de cuanto la ciencia sabe del cerebro humano y de
cómo las infinitas conexiones neuronales nos permiten respirar, andar, oler, envidiar,
aprender, tiritar de miedo o montar en cólera. También es un resumen de la labor creativa
de Ignacio Morgado, diseminada en los varios libros ya publicados, de los que conviene
recordar algunos de sus títulos porque en sí mismos muestran el empeño del autor por
desvelar las claves científicas de la conducta de las personas:Emociones e inteligencia social;Aprender, recordar y olvidar;Los sentidos;La fábrica de las ilusiones;Emociones corrosivas;Deseo y placer;Los sentidos, yMateria gris.
La divulgación científica añade un reto más a la ardua tarea de escribir: el desafío
de colocar las descripciones y los conceptos al nivel justo para que los lectores
interesados comprendan las explicaciones. El dilema no resulta nada sencillo. Rebajar
el nivel más allá de cierto límite pone en serio peligro la utilidad de la obra en
su objetivo de divulgar el conocimiento científico. Pero, por otro lado, mantener
en pie todos o la mayoría de los términos que toda ciencia acuña para expresarse provocaría
que el libro quedase en tierra de nadie. Ni los legos en la materia ni los especialistas
lo encontrarían atractivo, aunque no contenga error alguno. Intuyo que el profesor
Ignacio Morgado se ha convertido en un maestro en hallar el punto de equilibrio entre
uno y otro extremo. Lo digo por experiencia propia. Ajeno a las especialidades científicas
que él ejerce, he sido un lector fiel de sus libros, en los que siempre he podido
entender, con un sencillo esfuerzo, lo que en ellos se expone. Nada menos que el conocimiento
riguroso, libre de adherencias supersticiosas, del órgano que gobierna nuestros actos,
la razón y las emociones.
J. Z.
Presentación y sugerencia al lector
Este libro, dirigido al gran público, explica los mecanismos del cerebro que hacen
posible el comportamiento humano. En él se exponen todos los procesos mentales uno
a uno, procurando utilizar un lenguaje y unas explicaciones que, sin prescindir del
rigor científico, hagan inteligible el modo en que funcionan y cómo organizan y condicionan
nuestra vida. Todos los temas tratados se refieren a procesos complejos, propios de
la disciplina conocida como «psicobiología», pero he puesto mi mayor empeño en que,
sin alargarme más de lo necesario en cada capítulo, suprimiendo términos engorrosos
o muy técnicos y utilizando ejemplos, metáforas y descripciones simplificadas de los
conceptos, su comprensión resulte más sencilla.
Como son muchos y diferentes los temas y la información desarrollados, sugiero al
lector leer este libro pausadamente, uno o dos capítulos al día, según su longitud,
para dar tiempo a asimilar y retener lo explicado, y no tratar de leerlos muy seguidos,
como si fuera una novela. El glosario adjunto le servirá, a su vez, como recordatorio
o repaso de los principales conceptos vertidos en el texto. De ese modo, poco a poco
acabará por darse cuenta de que, a pesar de su limitada extensión, este libro, más
que una explicación de temas sueltos de variado interés, es un curso completo y sistemáticamente
ordenado sobre lo más esencial de nuestra naturaleza como seres humanos. El beneficio
principal de este texto, además de los conocimientos que aporta, es que saber más
sobre nosotros mismos siempre nos permite comprendernos más, relacionarnos mejor con
los demás y, en definitiva, ser mejores personas. Usted, estimado lector, es el verdadero
protagonista de este libro. No tardará en darse cuenta.
Introducción
Lo que hace el cerebro
El cerebro humano es el órgano más complejo que existe en el universo conocido. Nació
y empezó a desarrollarse en el mar, hace unos quinientos millones de años, en el periodo
geológico llamado Cámbrico o Cambriano. Allí, posiblemente en seres vivos tan primitivos
como las esponjas, aparecieron las primeras células llamadas a convertirse en neuronas.
Eran células alargadas que servían para transmitir información desde primitivos órganos
sensoriales a las partes del cuerpo encargadas del movimiento y la supervivencia.
De ese modo, gracias a las neuronas, sentir un peligro activaba automáticamente la
huida del mismo, y sentir la presencia de comida activaba el acercarse a ella e ingerirla.
Así, instintivamente, funcionan los seres vivos primitivos.
Con los años las neuronas se multiplicaron y crearon un sistema nervioso formado por
grupos de ellas, encargado de que los organismos hicieran cada vez mejor lo necesario
para sobrevivir y reproducirse. En un mundo como el nuestro, donde todo cambia continuamente
—la luz, la temperatura, la disponibilidad de comida, los peligros, etc.—, el cerebro
evolucionó como un instrumento para ajustar el organismo a esos cambios. Así, cuando
en el transcurso del día el lagarto, necesitado de calor para mantener la temperatura
de su cuerpo, deja de recibir la luz del sol, su cerebro le hace moverse hacia otro
lugar donde ésta todavía llega. El cerebro funciona, pues, como un órgano protector,
como un amortiguador de las variaciones ambientales inconvenientes.
Hoy el cerebro humano pesa algo menos de kilo y medio, y contiene la impresionante
cifra de 85.000 millones de neuronas, posiblemente más que estrellas en el universo.
Por supuesto, nadie ha podido contarlas, pero, investigando las que puede haber en
un milímetro cúbico de tejido nervioso y multiplicando el resultado por el volumen
total del cerebro, tenemos una buena aproximación al número total. Pues bien, en esa
ingente cantidad de células radica la esencia de nuestra vida, ya que son ellas las
que nos permiten entender que existimos, es decir, conocer nuestra propia existencia,
saber que vivimos en un mundo en el que hay montañas, ríos y ciudades, donde hay también
otros seres como nosotros y donde pasan cosas que podemos conocer. Sin cerebro, nada
de esto sería posible. Un vegetal es un ser vivo que nace, vive y muere, pero al no
tener cerebro nunca llega a ser consciente de su propia existencia incluso si es sensible
a las cosas que pasan en su entorno. Su vida carece de sentido para sí mismo.
En su lento y progresivo desarrollo el cerebro humano ha asumido dos grandes funciones.
La primera es controlar el funcionamiento ordinario del cuerpo, garantizando que procesos
necesarios para la supervivencia como la respiración, la digestión o el metabolismo
energético se desenvuelvan con normalidad para que nos encontremos bien y tengamos
salud. Se dedica a ello continuamente, 24 horas al día, 365 días al año y durante
toda la vida. Pero, ¡cuidado!, no es que el cerebro haga el trabajo del corazón o
el de los pulmones, sino que, gracias a terminales nerviosas que a modo de espías
o agentes delegados tiene distribuidas por esos órganos, se asegura de que éstos funcionan
como el cuerpo necesita en cada momento. Si, por ejemplo, estamos haciendo ejercicio,
el cerebro envía señales nerviosas al corazón para que lata más deprisa y bombee más
sangre a los músculos, una sangre que lleva a ellos la glucosa y el oxígeno que le
proporcionan la energía y la fuerza que necesitan en cada momento, sobre todo cuando
nos movemos. Igualmente, cuando comemos, el cerebro activa mecanismos que ponen en
marcha el complicado proceso de la digestión, lo que permite extraer de los alimentos
la energía y los nutrientes que el cuerpo necesita para funcionar. Así, generalizando,
podemos decir también que el cerebro actúa como un vigilante encargado de controlar
lahomeostasis,el proceso fisiológico que mantiene el estado de normalidad y la salud del cuerpo.
El cerebro realiza todo ese gran trabajo de control vegetativo corporal de modo absolutamente
automático e inconsciente, lo que significa que no tenemos que vivir preocupados de
si nuestro corazón late en cada momento a la frecuencia adecuada o de si, después
de hacer ejercicio, nuestro cuerpo necesita energía. Cuando eso ocurre, el cerebro
activa, sin que lo pretendamos, la sensación de hambre para que comamos y recuperemos
las energías perdidas con la actividad física y mental. Es bueno que esas funciones
vitales no dependan de nuestra voluntad y estén controladas de modo automático, ya
que, de no ser así, podríamos olvidarnos de realizar lo necesario para mantener la
salud. No hace falta que estemos pendientes de que se lleven a cabo, descuidémonos,
pues el cerebro se encarga de ello sin que sea necesario que nos demos cuenta de que
lo hace.
La otra gran misión del cerebro es igualmente importante, pero, por así decirlo, también
más noble, pues es la de crear la mente, los procesos mentales y controlar con ellos
lo que hacemos, nuestro comportamiento. Al crear la mente y sus procesos el cerebro
nos convierte en seres inteligentes, capaces de sentir y percibir el mundo en el que
vivimos, y de pensar y razonar para hacer lo que deseamos o lo que nos conviene en
cada momento o situación. Ver, oír, dormir, aprender y recordar, hablar o soñar, son
todos ellos procesos mentales, potenciados por emociones y sentimientos, procesos
también mentales que dan a la vida humana, además de sentido, un sabor muy especial.
Como veremos más adelante, los antiguos tardaron mucho en convencerse de que el cerebro
era el órgano con el que sentimos y pensamos, pero incluso hoy, aunque abunda la información
sobre sus funciones, muchas personas siguen sin atribuirle el papel que verdaderamente
tiene en nuestra vida. Expresiones como «mi cerebro me engaña» o «mi cerebro decide
sobre las cosas antes de que yo lo haga» son un reflejo de un modo de entenderlo,
como si cada uno de nosotros fuera algo diferente de él, como si yo fuera una cosa
y mi cerebro otra. Pero, si yo no soy mi cerebro, ¿qué soy?, ¿quién soy?, ¿un cuerpo
con órganos, huesos y extremidades? ¿Sería yo algo sin mi cerebro? Sí, podría ser
un ser vivo que ni piensa ni padece ni sabe de su propia existencia, como les ocurre
a los vegetales, pero no otra cosa. Somos, por encima de todo, un cerebro y la mente
que él crea, hasta el punto de que, si fuera posible —que no lo es— hacerle a una
persona un trasplante de cerebro, lo que en realidad estaríamos haciendo sería un
trasplante de cuerpo, es decir, estaríamos poniendo al cerebro de una persona el cuerpo
de otra. No sería extraño entonces que (el cuerpo de) Rosalía cantara «Despacito»
como si fuera Luis Fonsi, o que (el cuerpo de) éste cantara «Con altura» como si fuera
Rosalía, una fantasía que puede ayudarnos a entender mejor quiénes somos.
1
La apasionante historia
del conocimiento del cerebro
El mundo ancestral desconoció el importante papel que el cerebro tiene en la vida
humana. Los antiguos egipcios no lo consideraban importante para la vida eterna y
por eso lo eliminaban de los cadáveres extrayéndolo por la nariz en sus embalsamientos.
Algunos papiros de la época narran cómo las heridas en la cabeza podían alterar los
movimientos de las personas, pero no llegaron a más, pues ni los egipcios ni mucho
más tarde los antiguos griegos le atribuyeron al cerebro la importancia que tiene,
salvo algunas excepciones, como el médico griego Hipócrates o Claudio Galeno, famoso
médico de la Roma imperial, que sí lo consideraron la sede del pensamiento y los sentimientos.
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