41
Guerra de alfombras
—¿Qué hacemos? —sisea Eva.
—No hay mucho que podamos hacer —revelo mientras intento no establecer contacto visual
con él. Tampoco hace falta buscarle las cosquillas al desgraciado este y, quizá, si
no le prestamos atención, él no nos la prestará a nosotras... o al tapiz que llevamos
encima sin mucho disimulo.
El viento sopla con bastante fuerza, tanto que todos tenemos que andar cabizbajos
para soportarlo, por lo que me da la sensación de que sí que vamos a tener oportunidad
de salir de esta sin llamar su atención.
Casi funciona, pero, justo cuando estamos a punto de pasarlo de largo, Jean-Claude
se planta delante de mí.
—¿De dónde has sacado eso? —exige saber, y cuando levanto la vista para mirarlo parece
cabreado, aunque también muy asustado. Aunque tal vez solo sea a causa de la lluvia,
que le ha encrespado tanto los rizos verdes que parece que lleva una maraña de hierbajos
escondida debajo del chubasquero.
Me da un vuelco el corazón... A tomar por saco mis esperanzas de que no reconozca
el tapiz. Y, encima, acaba de quedar descartada cualquier expectativa que tuviera
de que no estuvieran todos en el ajo con lo que quiera que esté pasando en la despensa
subterránea.
Pero ¿qué está pasando exactamente?
En el instante en que Jude me ordenó que no me acercara, ya empecé a tener mis sospechas;
sin embargo, cuando encontramos el candado, supe con certeza que me había topado con
algo que no debería haber descubierto. Ahora, al percibir el miedo en los ojos de
Jean-Claude, estoy más convencida que nunca de que algo chungo ha estado pasando en
la despensa.
Pero ¿el qué? ¿Y qué tiene Jude que ver con ello? No es que sea muy de jugar en equipo,
nunca lo ha sido. Conque ¿qué está haciendo con los Gilipo-Jean de entre toda la gente
cuando nunca ha dado señales de sentir más que desprecio por ellos?
No tiene sentido.
Aunque también es cierto que un tapiz que cambia por voluntad propia tampoco lo tiene,
así que estamos lidiando con muchas cosas nuevas.
Como no le contesto de inmediato, Eva interviene.
—¿Esto? —pregunta haciéndose la sorprendida—. La madre de Clementine nos ha pedido
que lo cojamos de su despacho. Parece ser que lleva ahí colgado desde que se creó
la academia Calder. No quería dejarlo atrás, por si acaso el huracán es tan desastroso
como creen que va a ser.
Él entrecierra los ojos con desconfianza y pasa la mirada rápidamente por cada una
de nosotras.
—¿Me estás diciendo que eso lo has sacado del despacho de la directora?
—Pues sí —apoyo a Eva—. Es el favorito de mi madre.
—No me digas. —Se inclina hacia delante, pero no estoy segura de si está intentando
parecer amenazante o solo protegerse del viento—. ¿Y qué sale en él?
¿Ahora mismo? Pues no tengo ni idea, podría ser cualquier cosa. Sin embargo, como
eso es justo lo que no quiero decirle, hago lo único que se me ocurre: me invento
algo.
—Una mantícora. Bueno, un montón de mantícoras. —Eva me mira como si me estuviera
confundiendo, pero yo sigo charlando en un intento de venderle mi historia ridícula—.
Es una especie de retrato familiar en una alfombra, una reliquia familiar, vaya.
—¿Una alfombra con un retrato familiar? —repite—. ¿Que muestra un montón de mantícoras?
—Exacto —afirmo, y no sé cómo consigo mantenerme seria.
—¿Sabes? He estado en el despacho de tu madre un huevo de veces, y nunca he visto
nada parecido ahí dentro.
—Bueno, tampoco es que lo tenga ahí expuesto para que lo vea todo el mundo —objeto—.
Evidentemente, es algo personal.
—Ya, claro. Es personal, ¿no? —Ahora sí que suena amenazante, incluso antes de dar
un paso adelante—. Enséñamelo.
—¿Perdona? —Finjo estar más ofendida de lo que me siento en realidad—. ¡No!
—¿Cómo que no? —Parece que nunca haya oído esa palabra antes, aunque, la verdad, tampoco
me sorprendería. La mafia de los fae tiende a conseguir lo que le apetece cuando le
apetece.
—A ver, ¿qué parte de «personal» es la que no entiendes? No pienso enseñarte un objeto
familiar, personal y privado —espeto—. Y si te supone algún problema, pues ajo y agua.
—Esta vez soy yo la que se acerca e invade su espacio—. Ahora, largo de mi vista,
que estoy harta de permanecer bajo la lluvia.
Retrocede un par de pasos, pero no nos deja pasar. Cuando camino para rodearlo, él
me sigue y me bloquea el paso. Aunque una parte de mí se muere de ganas de pegarle
una patada en los huevos, también soy consciente de que, como no sepa salir de esta
con gracia, la tormenta que se avecina será el menor de mis problemas.
Al mismo tiempo, no puedo dejar que vea el tapiz, ni de coña. Jean-Claude ya ha demostrado
que no tiene ningún problema en pegarle una paliza a una chica, el muy capullo me
ha regalado más de un moratón a lo largo de los años. No pienso permitir que le haga
lo mismo a Eva.
—Me apartaré de tu camino en cuanto me dejes ver esa alfombra de mantícoras que llevas
—me anuncia con los brazos cruzados y una expresión sarcástica en el rostro.
—Ya te he dicho que eso no va a pasar. Y no sé qué te hace pensar que tienes derecho
a ordenarme nada, sobre todo cuando se trata de algo que, evidentemente, es propiedad
de la academia.
Esta vez, cuando doy un paso adelante le golpeo el hombro con el mío. Después sigo
caminando, sigo avanzando hasta que a él no le queda más remedio que apartarse o devolverme
el empujón. Por suerte, no es tan valiente cuando está a solas como cuando está rodeado
de los otros Gilipo-Jean y retrocede. Al principio solo da un par de pasos, pero después
da varios más y me queda claro que he ganado, esté él dispuesto a admitirlo o no.
Y aunque me percato de que está buscando el valor para seguir empujando, literal y
figuradamente, por una vez la tormenta viene a nuestro rescate.
Un relámpago ilumina el cielo y cae sobre un árbol que está demasiado cerca de nosotros,
al tiempo que un trueno hace temblar el suelo a nuestros pies.
Segundos después se oye un crujido siniestro y una rama colosal se desploma.
Me lanzo sobre Eva para apartarla de la trayectoria de la pesada rama y así evitar
que le caiga encima.
Sale ilesa (bueno, todos), pero debido a mi placaje lateral, Eva suelta el tapiz.
Este sale volando por los aires antes de estamparse contra el suelo y desenrollarse
justo a los pies de Jean-Claude.
42
Una alfombra vale más
que mil palabras
Eva y yo intercambiamos miradas mientras Jean-Claude se agacha para verlo de cerca
bajo el chaparrón.
—¡Corre! —le susurro a Eva, y me preparo para pelearme con Jean-Claude por el tapiz.
El sentido común me dice que debería dejarlo estar, pero hay algo muy extraño y mágico
en esa maldita pieza de decoración. Los Gilipo-Jean son los últimos de toda la isla
que quiero que estén al mando de algo con tanto poder. El instinto me grita que no
me separe del tapiz.
—No voy a dejarte sola con él —replica Eva.
Así que ambas nos acercamos a Jean-Claude, buscando la manera de quitarle el tapiz
de un tirón.
Sin embargo, cuando me agacho para agarrarlo, me doy cuenta de que ha vuelto a cambiar.
Ya no está la advertencia de antes y, en su lugar, hay... una familia de mantícoras
sentada alrededor de una mesa fumando cigarros y jugando al póquer.
Puta. Vida.
Me ha oído. Ha oído lo que he dicho y ha cambiado para echarme una mano.
¿Qué clase de alfombra mágica es esta cosa?
Jean-Claude gruñe cuando ve por primera vez el tapiz.
—¿En serio? ¿Esta es tu herencia familiar?
—Oye, eso es tener prejuicios. —Eva lo riñe mientras se agacha para ayudarme a enrollar
el tapiz otra vez—. Toda familia tiene su objeto especial. Solo porque a la tuya no
le guste jugar al póquer...
Otro relámpago repentino parte el cielo en dos.
—Tenemos que irnos ya —comento nerviosa—. Antes de que acabemos todos aplastados bajo
un tronco.
Como para respaldarme, los árboles que bordean el camino crujen de un modo amenazador.
Jean-Claude lanza una mirada preocupada a las ramas que se agitan antes de retroceder.
—Esto no acaba aquí.
—Pues a mí me parece que sí —espeto, y cojo la alfombra para echármela al hombro.
Sigue sin pesar nada y, una vez más, retomamos el camino hacia nuestra cabaña.
En esta ocasión está demasiado ocupado corriendo en dirección contraria para pensar
en detenernos siquiera.
—¿Qué cojones...? —exclama Eva a plena voz para que la oiga por encima de la tormenta—.
Casi nos atracan por un viejo tapiz encantado.
—En realidad, creo que casi nos atracan por algo mucho más complicado que eso —la
corrijo. Todavía no puedo creer que esa cosa pueda oír lo que pasa a su alrededor...
y cambiar en consecuencia—. Ojalá supiera lo que este trasto es de verdad. Lo que
sí sé es que algo no va bien.
—¡Lo que yo sé es que no me gusta cómo suena! —grita ella por encima del aullido del
viento.
Casi acaba en el suelo cuando ha ido a recoger mi paraguas de donde lo he soltado
antes e intenta dármelo; pero la tormenta ha empeorado en el tiempo que hemos pasado
aquí, y una ráfaga de viento infernal nos embiste y me empuja unos metros hacia atrás
—Sé que acabamos de esconderlo de tu madre, pero la actitud de Jean-Claude me ha hecho
cambiar de idea. A lo mejor tendríamos que buscar refuerzos, ¿tú qué opinas?
—No tengo ni idea —digo mientras seguimos caminando. Ahora el viento y la lluvia arremeten
con tanta furia que casi tenemos que doblarnos por la mitad para abrirnos paso—. Coincido
en que esto es muy raro, aunque no sé qué puede ser.
—¿Y si se lo contamos a Jude? Si estuvo en la despensa, es evidente que sabe algo
de esto.
—¡Ya, pero eso significa que podría estar involucrado! —grito para hacerme oír por
encima de la tormenta—. Tampoco es que me haya dicho nada del tema.
—¿Le has preguntado? —Al ver que no contesto, me mira mal—. ¿Cómo puedes saber lo
que sabe o no, o lo que hace o deja de hacer, si no hablas con él?
No es un mal consejo, de veras que no; pero, a pesar de ello, me niego por instinto.
Entonces pienso en la cara que ha puesto antes Jean-Claude y lo reconsidero. Puede
que deba echarle valor de mantícora y hablar con Jude sobre este maldito tapiz; a
lo mejor nos ayuda.
O igual me cuenta algo que me pone los pelos de punta.
Sea como fuere, puede que haya llegado el momento de preguntar, esta vez de verdad.
—Tal vez —acepto cuando por fin llegamos a la zona de pícnic cubierta que hay en el
paseo central. Es un remanente de los tiempos del complejo turístico y, aunque las
mesas no están en muy buen estado, nos proporciona un pequeño refugio donde protegernos
de los elementos, una oportunidad que no voy a dejar pasar—. Si es que puedo retenerlo
más de unos pocos segundos.
—Escríbele —sugiere.
Me quedo paralizada.
—No sé yo...
Pone los ojos en blanco y me saca el móvil del bolsillo de atrás.
—Es evidente que vuestra relación, o lo que sea, está pasando por un momento de mierda.
Pero hoy te ha salvado: dos veces. Además, he visto cómo te miraba cuando te ha sacado
en volandas de la mazmorra. No le molestará en absoluto que le escribas.
—Me da igual que le moleste o no —aseguro—. Lo que me preocupa es si...
—¿Si qué? —pregunta con impaciencia.
—No quiero parecer...
—¿Qué? —insiste cuando ve que tampoco termino esta frase.
—Necesitada, supongo. Hoy me ha vuelto a besar y, de nuevo, me ha rechazado. ¿Qué
parte de todo eso significa «Estaré a tu lado cuando me necesites»?
—No sé, pero te ha salvado cuando te has desengranado —menciona con astucia—. Y también
te ha salvado del monstruo más asqueroso que existe. Salta a la vista que ese chico
no tiene ningún problema en acudir en tu ayuda cuando lo necesitas. —Me ofrece el
móvil—. Además, no significará que lo necesites para todo si intentas obtener información
del único chico que parece saber qué es lo que pasa. Escríbele de una vez y pregúntale.
Tiene razón. No soy para nada de esas chicas que se ponen nerviosas por lo que un
chico pueda pensar de sus acciones; y esa sensación incómoda que hay entre Jude y
yo tampoco me convertirá en una ahora. Así que le mando un par de mensajes rápidos
seguidos. Me niego a pararme a pensar si me responderá o no.
¿Has acabado en el recinto
de las fieras?
Está pasando algo raro y esperaba poder hablar contigo del tema.
Algo mucho más raro que lo que
ya ha pasado, quiero decir.
Cuando veo que no contesta al instante, me guardo el móvil en el bolsillo y reemprendo
la marcha.
—Seguramente aún estará poniéndoles comida a los monstruos —supone Eva.
Ahora me toca a mí poner los ojos en blanco mientras abandonamos la seguridad relativa
de la zona cubierta, doblo la esquina y sigo caminando por el sendero que conduce
a nuestra cabaña.
—Lo sé. No importa.
—Ya lo sé; solo digo que...
Se ve interrumpida cuando la puerta de la primera cabaña del camino se abre de golpe
y un brazo delgado y musculoso la arrastra dentro.
43
Hey, Jude
Ella grita y después se queda en silencio.
Voy corriendo a toda velocidad a su encuentro, con el pulso acelerado y el maldito
tapiz dándome golpes en el hombro, solo para encontrarme cara a cara con una Mozart
radiante y sonriente.
—Bienvenida a la humilde morada de Ember y servidora —anuncia con una floritura de
la mano.
—Os estábamos vigilando —añade Simon mientras cierra la puerta a nuestras espaldas.
—¡¿En serio?! —grita Eva—. ¿No nos podríais haber mandado un mensaje directo y ya?
—¿Y qué gracia habría tenido eso? Además, ¿cómo se supone que voy a mantenerme
en forma y con mis viejas habilidades a punto si nunca encuentro una sola oportunidad
de entrenarlas?
—Teniendo en cuenta que tus viejas habilidades conllevan encantar a gente para bajarles
las bragas y después despojarlas de sus propiedades, la verdad es que me trae sin
cuidado si puedes entrenar o no —le recrimino—. Aunque he de decir que sigues en forma,
por lo menos en el primero de los aspectos.
—Sabía que había alguna razón por la que me gustabas —me dice, y al mismo tiempo nos
insta a entrar en la cabaña, donde resulta que Remy, Izzy y Ember ya están sentados
charlando mientras la canción Fast Car de Luke Combs suena por el altavoz—. Tienes esa actitud de «no aguanto a gilipollas»
a la que tanto cuesta resistirse.
—No lo tengo yo tan claro. Hay mucha gente que no tiene ningún problema en resistirse
a mí.
—Te sorprenderías —rebate, y después hace un gesto hacia la mesa de centro donde hay
varias bolsas de patatas abiertas junto a refrescos y agua con gas—. Coge lo que quieras.
—¡Fiesta por la tormenta, di que sí! —contesta Eva, que se abre paso hacia la mesa
bailando—. Me flipa esta canción.
—Es una versión de una canción antigua de Tracy Chapman —le cuenta Remy—. Si te gusta
esta, tendrías que oír la original.
—¿Ah, sí? —Parece muy intrigada mientras extiende la mano para coger patatas—. ¡Ponedla
después!
—¿De verdad vamos a montarnos una fiesta cuando deberíamos estar haciendo las maletas?
—Sé que sueno tan estupefacta como me siento.
—Qué maleta ni qué maleta... —Simon hace un gesto con la mano y esos ojos color océano
iluminado por la luna vuelven a brillar de una forma que me pone muy pero que muy
incómoda—. Mete un uniforme y un par de vaqueros en una bolsa de lona y punto. Tampoco
es que vayamos a irnos mucho tiempo.
—A no ser que la escuela salga por los aires —interviene Izzy con bordería.
Él se encoge de hombros.
—Pues entonces mete mucha ropa interior y calcetines. Con eso irás bien.
Una parte de mí está tentada de quedarse, aunque sé que no debería. La tormenta va
a empeorar en cualquier momento y lo último que quiero es quedarme encerrada en la
cabaña de otra persona.
Aunque, al mismo tiempo, esto me parece mucho más divertido que estar de bajón en
mi habitación durante las próximas horas. Además, seguramente Jude le mandará un mensaje
a alguno de ellos mientras yo estoy aquí, así por lo menos sabré que está bien...
—Jude acaba de terminar con la colección de fieras y está de camino —anuncia Mozart
a la par que me entrega una toalla—. Así que, ¿por qué no pones ese trasto, sea lo
que sea, en la esquina y te secas? He dejado en mi cama unos chándales y unas camisetas
para ti y para Eva. Tómate algo mientras lo esperas.
—¡No he venido aquí buscando a Jude! —rebato, y no necesito ningún espejo para saber
que las mejillas se me están tintando de un rojo intenso.
—Es que no has venido aquí —me tranquiliza Remy—. Nosotros te hemos arrastrado.
Ah, claro.
—Debería irme...
Mozart me dirige a su cuarto.
—Ve a cambiarte, Kumquat.
—¿Qué acabas de llamarme? —espeto con los ojos entrecerrados.
—Uy, perdón. —Levanta las manos como para decir «ups»—. No me había dado cuenta de
que el viejo Sergeant Pepper es el único que puede llamarte así. Culpa mía.
Mis mejillas pasan de estar rosadas a ardiendo en un segundo, y agacho la cabeza en
un intento de esconder mi vergüenza. Ahora mismo lo único que me apetece es largarme
de aquí, pero entonces quedaré peor, pareceré más débil si huyo. Así que a tomar por
culo. Que les den.
Cierro la puerta a mis espaldas, me seco y me cambio al instante.
Mozart es más alta que yo y tiene más curvas, por lo que me toca enrollarme un poco
los pantalones de chándal para no tropezar con ellos. Pero están secos, calentitos
y parecen un lujo después de las asquerosas prendas mojadas que he llevado durante
demasiado tiempo.
Ni siquiera me importa que sean del mismo dichoso rojo de la academia Calder.
Me dejo caer al lado de Remy, quien agarra la bolsa de patatas picantes de pepinillo
y eneldo, y me las entrega mientras sube y baja las cejas.
—¿Cómo sabes que son mis favoritas? —pregunto. Enseguida, antes de que él pueda contestarme,
lo hago yo por él—. Carolina.
Sonríe, solo que esta vez es un gesto triste.
—Cuando te pasas varios años encerrado en una celda con alguien, soléis hablar de
todo. Incluido del sabor de patatas que os gustan a ti y a tu prima favorita.
—Eso parece.
La tristeza me oprime el estómago al pensar en Carolina contándole un montón de historias
sobre nosotras para hacer que el tiempo en prisión pasara más deprisa. No obstante,
intento no dejar que me invada ahora mismo; ya tengo sentimientos dolorosos más que
suficientes rondándome por dentro.
—Oye, pero ¿por qué mandaron a tu prima a la Aethereum si puede saberse? —pregunta
Izzy—. Normalmente a los catorce se es demasiado joven para ese tipo de prisión.
—Oye, oye —contesta Remy haciéndose el ofendido, aunque sé que solo está intentando
cambiar de tema y hacer que yo deje de ser el centro de atención. Cosa que agradezco;
muchísimo—. Que yo estuve ahí toda la vida.
—Exacto —afirma Izzy mientras bate las pestañas de sus grandes ojos azules con inocencia
fingida—. Y mira cómo has salido.
—Pues, en mi opinión, de maravilla —replica con una sonrisa.
Ella niega con la cabeza.
—Eres insoportable.
—Ay, parece que al final te estoy conquistando.
—Eres como un grano en el culo —le gruñe.
—Por algo hay que empezar. —Esboza su sonrisa más encantadora—. De hecho...
Se calla cuando un cuchillo le pasa volando a toda velocidad al lado de la cabeza
y se clava limpiamente en la pared que tenemos detrás.
Leer más