Probablemente, las personas que recorrían las calles hace mil años se enfrentaban
a un panorama olfativo muy diferente del que nos encontramos en la actualidad. Si
pudiéramos echar un vistazo al paisaje del año 1022, no encontraríamos coches, aviones
o barcos. Tal vez ni siquiera una verdadera calle, en el sentido moderno de la palabra.
Sin duda, el mundo nos resultaría mucho más tranquilo, quizá incluso casi silencioso.
Estas serían las diferencias en cuanto a nuestras impresiones sonoras y visuales,
pero ¿qué ocurriría con el olfato?
Este sentido entraña multitud de niveles diferentes, así que podríamos plantear infinidad
de preguntas al respecto: ¿olemos nosotros y nuestro medioambiente de un modo distinto
al de hace un milenio? ¿O incluso de una manera diferente a la de hace un siglo? ¿Cómo
han cambiado de manera concreta los olores de nuestro entorno a lo largo de los años?
¿Cómo hemos contribuido los humanos a este cambio en el complejo paisaje de olores
y aromas que nos rodea? ¿Se han transformado nuestro propio olor y nuestra percepción
olfativa con el tiempo? ¿Cómo han afectado nuestras actividades a nuestra capacidad
de oler? ¿Qué procesos son responsables de la irrupción de tales cambios en el ser
humano y en los animales?
De entrada, si estuviéramos en el año 1022, no nos expondríamos al torrente de gases
de los tubos de escape de los coches ni al hedor de las plantas depuradoras de agua
locales. Tampoco a los aromas sintéticos, como los perfumes, los desodorantes o el
olor de los coches nuevos. Y probablemente incluso los aromas naturales serían diferentes.
Desde que los seres humanos hemos conseguido abrirnos paso por todos los rincones
del planeta, siempre hemos encontrado nuevas vías para modificar, manipular y explotar
nuestro entorno. Basten unos pocos ejemplos en este sentido: hemos talado bosques,
hemos cultivado cereales, hemos exterminado plantas y animales y hemos industrializado
el mundo. Esta nueva era geológica en la que nuestra especie ha cambiado profundamente
el planeta a través de su actividad suele conocerse como elAntropoceno.
Los expertos aún no se han puesto de acuerdo sobre cuándo empezó exactamente este
período: las propuestas van desde el inicio de la revolución agrícola, hace unos diez
mil o quince mil años, hasta el final de la segunda guerra mundial, es decir, hasta
el momento en que se produjeron una serie de drásticas transformaciones socioeconómicas
y climáticas ligadas a los ensayos nucleares y al auge de la economía en los años
cincuenta.
En cualquier caso, sea cual sea la referencia que elijamos, hay algo que está muy
claro: el ser humano ejerce, en general, un impacto colosal en nuestro planeta y también
en cada aliento de los ejemplares de nuestra especie y de otras especies animales.
Y también en las moléculas presentes en cada uno de esos alientos.
Nuestro cambiante paisaje de olores
Empecemos por analizar los olores naturales y sus cambios. Hace mil años, la naturaleza
aún no estaba tan marcada por el ser humano. Multitud de especies vegetales y animales
diferentes convivían en los campos y en los bosques. Había flores en abundancia. Las
píceas y los pinos se alternaban con numerosas especies de árboles planifolios. La
palabra clave en aquella época era «biodiversidad». Con el paso del tiempo, los humanos
fueron talando los bosques o prendiéndoles fuego y transformaron los prados de flores
en áreas de cultivo. Sin todas estas transformaciones, la intensa expansión y multiplicación
de la humanidad habrían sido imposibles. Pero estos cambios provocaron también una
profunda modificación del paisaje de olores de nuestro entorno.
En lugar de bosques mixtos, con gran variedad de especies, desarrollamos extensos
monocultivos arbóreos. También los aromas se simplificaron: por ejemplo, el olor de
un bosque de abetos moderno no tiene nada que ver con el del antiguo bosque constituido
por diferentes tipos de árboles. De hecho, te aconsejo que, si puedes, hagas la comparación
por ti mismo la próxima vez que visites un bosque.
En paralelo se fue produciendo el mismo proceso de simplificación en los campos. Allí
donde antes reinaba una abundante diversidad de especies, hoy no hay más que gigantescos
monocultivos. Las praderas de Norteamérica se han convertido en campos interminables
de maíz y trigo. El mismo destino corrieron los prados europeos. Si analizamos los
aromas considerados naturales en nuestro entorno, debemos tener presente que el paisaje
de olores ha experimentado una drástica transformación. Pero ¿cómo tuvo lugar ese
cambio?
El destructivo papel del CO2
Cuando conducimos un coche, volamos en un avión o realizamos alguna actividad industrial,
provocamos la emisión de multitud de sustancias que tienen un impacto en el clima
y en la composición molecular de la atmósfera. Uno de los cambios ligados al Antropoceno
que resultan más patentes para la opinión pública es el aumento de la cantidad de
CO2en el medioambiente, que contribuye al incremento del efecto invernadero —es decir,
al dramático aumento de las temperaturas globales—, pero también a la acidificación
de los océanos y a una desestabilización generalizada del clima.
El CO2es un compuesto poco reactivo y no afecta de manera directa a los olores de la atmósfera,
pero sí que puede determinar qué sustancias volátiles emiten las plantas, debido a
los cambios fisiológicos que provoca en el interior de ellas. No en vano, el dióxido
de carbono estimula la fotosíntesis porque reduce el consumo de agua y altera la composición
química del tejido vegetal. Las oscilaciones del contenido en CO2también pueden afectar a la capacidad de los insectos para localizar a sus plantas
hospedadoras. Por ejemplo, las polillas siguen el torrente de CO2que se libera cuando una flor se abre: es así como encuentran a sus proveedoras de
néctar. Por eso, cuando la ruta hacia las flores se ve alterada por un aumento de
la presencia de dióxido de carbono, se producen consecuencias no solo en el ámbito
de la polinización, sino también en el de la aparición de plagas.
Si la concentración de fondo del CO2se incrementa, a los mosquitos les cuesta más detectar a sus «donantes de sangre»,
porque el gas es uno de los principales puntos de referencia olfativos que permiten
a estos animales reconocer a sus hospedadores (véase el capítulo 9). Aunque en principio
esto pueda parecer una ventaja para el ser humano, lo cierto es que el fenómeno también
tiene su reverso: desde el punto de vista evolutivo, hoy en día se sabe ya que el
desarrollo de nuevas especies (es decir, la especiación) de mosquitos se acelera drásticamente
cuando crece el contenido de dióxido de carbono de la atmósfera. Lo que impulsa este
incremento del ritmo de especiación es precisamente la menor calidad de las señales
de CO2que emiten los hospedadores, que provoca que otros olores más específicos se conviertan
en potenciales mecanismos de aislamiento reproductivo entre las nuevas especies. Visto
así, el crecimiento del dióxido de carbono en la atmósfera que se prevé que se produzca
como consecuencia de la actividad humana tendrá efectos importantes para nuestra salud
e incluso también para la eficiencia de la polinización, debido a los cambios en la
cantidad y la distribución de insectos.
Las perspectivas en tierra son, pues, sombrías, pero en el mar no son mejores: el
CO2se disuelve en el agua y da lugar al ácido carbónico, que incrementa la acidez de
los océanos. Pues bien, diversos estudios han demostrado que la acidificación del
agua altera el olfato de los seres vivos marinos. Lo cierto es que este sentido ayuda
a las especies a percibir y a evitar a sus depredadores, a localizar el alimento o
a encontrar pareja. En cualquiera de esos casos, un nivel menor de pH en los océanos
constituye un importante golpe para la vida y dificulta la correcta ejecución de esas
funciones. Aún no sabemos si el ecosistema marino y la red trófica serán capaces de
adaptarse a este cambio.
Gases en cantidades industriales y cambio
de las temperaturas
A diferencia del CO2, el ozono y los óxidos de nitrógeno (NOx) pueden tener efectos directos en la composición de los olores debido a su capacidad
de oxidación. En los últimos tiempos la presencia de estas sustancias contaminantes
en la atmósfera ha aumentado y se prevé que lo siga haciendo en el futuro. La multiplicación
de estos gases incrementará también cada vez más la probabilidad de que la mezcla
de olores que utilizan los insectos para localizar su alimento, sus organismos hospedadores
o los lugares adecuados para depositar sus huevos acabe cambiando. Cada uno de estos
aspectos tendrá sus propias consecuencias, pero también la interacción entre ellos
provocará efectos añadidos.
Los gases de los óxidos de nitrógeno aparecen allí donde se queman combustibles. Representan
un peligro para la salud por sí mismos, pero, además, provocan lluvia ácida y esmog.
El óxido nitroso, también conocido como el «gas de la risa», contribuye igualmente
al calentamiento global. El metano surge como resultado de numerosos procesos naturales:
por ejemplo, se forma a partir de los gases intestinales y las flatulencias de las
vacas, como se nos recuerda a menudo, pero también se libera durante el deshielo de
la tundra, que es el hábitat más frío desde el punto de vista ecológico, con lo que
contribuye en mayor medida aún al aumento de las temperaturas.
En las capas superiores de la atmósfera, el ozono forma una barrera de protección
natural alrededor de la Tierra que nos mantiene a salvo de la radiación solar. En
cambio, en contacto con el suelo se convierte en el principal componente del esmog.
El ozono surge cuando la luz solar interactúa con diferentes tipos de emisiones generadas
por la actividad humana.
A estos gases hay que sumarles también los numerosos herbicidas, fungicidas e insecticidas
que utilizamos para combatir las malas hierbas, los hongos y los insectos y que, según
se ha demostrado, afectan a la percepción olfativa. Por último, en muchas actividades
humanas se liberan iones metálicos que pueden provocar un efecto directo en el sentido
del olfato.
Los cambios en la temperatura del aire y de los océanos son características fundamentales
del Antropoceno. Pero ¿influyen también en el modo en que olemos el mundo? Lo cierto
es que un incremento de la temperatura ambiente podría interferir de manera inmediata
en la composición de los aromas, ya que la cantidad de sustancias que intervienen
en una mezcla depende de su volatilidad. Pero también podría alterar indirectamente
las reacciones fisiológicas de emisores y receptores.
El mundo de los insectos
En los últimos años han causado un gran revuelo algunos nuevos estudios que demuestran
que estamos perdiendo a nuestros insectos. Por ejemplo, en algunas regiones de Alemania
la biomasa de estos animales se ha reducido en más de la mitad. Este profundo cambio
de nuestro medio biótico también tiene graves consecuencias para los seres humanos.
El número de abejas se desploma, lo cual significa que los árboles frutales no se
polinizan y que la producción de miel se frena. También los abejorros y otras beneficiosas
especies de insectos se ven afectados. Y eso no es todo: los insectos constituyen
el principal alimento de muchos de nuestros pájaros, que están sufriendo por la escasez
de comida.
¿Es posible que este descenso en el número de insectos esté ligado a los efectos de
los gases y la contaminación sobre los olores y el sentido del olfato? Esta hipótesis
parece plausible, al menos en parte. Varias investigaciones sobre diferentes sistemas
han demostrado que los olores cambian como consecuencia de los gases que emitimos.
Tomemos como ejemplo la polinización a través de los insectos: a lo largo de millones
de años, la coevolución ha modelado con precisión la interacción entre flores e insectos
en beneficio de ambos (al menos, en la mayoría de los casos: véase el capítulo 13).
Los insectos se guían por la visión de las flores para orientarse a través de largas
distancias y, cuando ya están cerca de la planta, se basan en su aroma para ejecutar
sus maniobras de aterrizaje. Si todo esto sale bien, la flor conseguirá la polinización
y, a cambio, el animal se llevará una recompensa en forma de néctar y polen. Sin embargo,
este proceso está ligado a un frágil sistema: de hecho, podemos darnos cuenta de hasta
qué nivel llega su fragilidad cuando impedimos que se produzca el íntimo intercambio
de olores entre flores e insectos (para más información acerca de la investigación
en este terreno, consúltese el capítulo 7).
Si el perfume de una flor desaparece, la polinización no tiene lugar y nadie se lleva
el néctar. Y dado que este es un sistema sumamente delicado, para que la comunicación
se vea alterada no es necesario que el olor se esfume por completo: basta con que,
simplemente, cambie. Eso es justo lo que ocurre cuando contaminamos el medioambiente
con gases, especialmente con el ozono.
Los efectos del ozono
El ozono es muy oxidante, es decir, desencadena reacciones químicas en otras moléculas.
En mi laboratorio realizamos un experimento con el gusano del tabaco (un tipo de polilla):
dispusimos algunos ejemplares en un túnel de viento para que volasen en dirección
a unas determinadas flores. En un primer momento, reprodujimos las condiciones que
se dan hoy en día en la naturaleza, de modo que las polillas localizaron rápidamente
esas flores, las polinizaron y tomaron su néctar. A continuación, expusimos las flores
a una mayor concentración de ozono y volvimos a observar el comportamiento de los
animales. Nos dimos cuenta de que los insectos se desorientaban por completo y eran
incapaces de encontrar las plantas. Cuando analizamos qué moléculas habían exhalado
las flores, descubrimos que algunas de ellas correspondían a una sustancia diferente
a la habitual y que su olor era radicalmente distinto.
Cuando la concentración de ozono aumenta —como, de hecho, ocurre en ciertas regiones
del mundo en los días calurosos—, la capacidad de polinización de los insectos se
ve inmediatamente mermada. Sin embargo, en una fase posterior de nuestro experimento
tratamos de averiguar si un cierto nivel de flexibilidad por parte de los insectos
puede contrarrestar los efectos del ozono. Comprobamos que, en efecto, es así: si
a una polilla le enseñamos el «nuevo» olor de las flores y, al mismo tiempo, le proporcionamos
referencias visuales claras, bastará con que asocie una vez el aroma con una recompensa
en forma de néctar para que aprenda a volar en dirección a ese olor con toques de
ozono y para que, en lo sucesivo, lo utilice en su búsqueda de alimento. Como decía
Ian Malcolm enParque Jurásico, «la vida se abre camino».
Sin embargo, en la mayoría de los casos el aumento de la cantidad de ozono resulta
ser perjudicial para la eficacia de la polinización por parte de abejas, abejorros,
polillas y otros animales. Lo mismo ocurre con otros gases, como, por ejemplo, los
que generan los automóviles de diésel.Por eso, es evidente que debemos hacer todo cuanto esté en nuestra mano para limitar
las emisiones de estos compuestos y reducir sus niveles en la medida de lo posible.
Mi compañera Geraldine Wright ha realizado otro estudio sobre los efectos que provocan
los pesticidas «modernos» en las abejas polinizadoras. Los neonicotinoides (los insecticidas
más utilizados hoy en día en todo el mundo) son menos dañinos para las aves y los
mamíferos que los antiguos carbamatos y organofosforados; y se cree también que, cuando
se aplican en dosis más pequeñas, resultan menos perjudiciales para las útiles abejas.
Sin embargo, cuando Geraldine expuso a las abejas obreras a concentraciones mínimas
de estos neonicotinoides comprobó que su aprendizaje olfativo se limita enormemente.
También en este caso las actividades humanas acaban afectando de manera negativa a
la comunicación basada en el olor y a las capacidades subyacentes.
La importancia de las oscilaciones
de las temperaturas
También la temperatura tiene un impacto en la vida de los insectos. Cuando sube, todas
las moléculas olorosas se evaporan bastante más rápido y los aromas son algo más intensos.
Dado que los insectos no disponen de un mecanismo de regulación térmica —carecen de
la capacidad necesaria para mantener una temperatura corporal estable—, sus funciones
fisiológicas suelen depender de la temperatura ambiente de su hábitat, y el olfato
no es una excepción en este sentido. Un escarabajo del desierto posiblemente funcione
de forma óptima a cuarenta grados centígrados. En cambio, para la polilla de invierno
—como he tenido ocasión de comprobar yo mismo estudiando las neuronas olfativas presentes
en las antenas de este insecto—, la temperatura ideal es de unos diez grados; de hecho,
su sistema apenas funciona cuando alcanza los veinte grados. Por tanto, un aumento
constante de las temperaturas como el que causa el cambio climático tendrá un efecto
inmediato en el olfato de los insectos y, con toda probabilidad, también en el de
muchas otras especies «de sangre fría».
Además, el incremento térmico permite a los insectos abrirse paso en otras regiones
del mundo. Aunque la expansión de los insectos no esté directamente ligada a la percepción
olfativa, lo cierto es que varias famosas especies de este tipo de animales que se
guían por el olfato están viviendo una auténtica explosión demográfica. En el capítulo
9 hablaremos del mosquito de la malaria, un ejemplo de los múltiples insectos que
transmiten enfermedades en todo el planeta. Pues bien, en la actualidad este mosquito
se está adentrando en nuevas zonas, como Europa y Norteamérica. También el virus de
Zika, que se ha expandido desde Sudamérica y Centroamérica hasta el sur de Estados
Unidos, vive en estos mosquitos, en concreto del géneroAedes. Igualmente, enfermedades como las ligadas al virus del Nilo Occidental o el chikungunya
se están expandiendo a medida que sus mosquitos transmisores conquistan nuevas regiones.
En el capítulo 10 tendremos ocasión de hablar del olfato en los escarabajos de la
corteza, que hace tan solo diez años aún producían una generación al año (es decir,
de cada hembra nacían sesenta nuevos escarabajos), mientras que en la actualidad tienen
descendencia tres veces al año en Centroeuropa, lo que significa que por cada hembra
aparecen tres mil ejemplares. Todos ellos hibernan, pero antes de caer en ese estado
de inactividad acaban con la vida de un gran número de píceas.
Nuevos pasos de la investigación en torno
a los insectos
Si queremos saber exactamente qué está ocurriendo, cuándo, cómo y dónde, necesitamos,
sin duda alguna, más investigación. Movido por mi deseo de comprender mejor qué impacto
concreto tiene el Antropoceno en la percepción olfativa de los insectos, decidí poner
en marcha el Max Planck Center next Generation Insect Chemical Ecology (nGICE), que
se ocupa específicamente de esta cuestión. En él se promueve el encuentro y el intercambio
entre expertos de esta amplia área de estudios procedentes de tres instituciones:
mi propio Departamento de Neuroetología Evolutiva del Instituto Max Planck de Ecología
Química de Alemania, la Universidad de Ciencias Agrícolas de Suecia (SLU) y el Grupo
de Investigación sobre Feromonas del Departamento de Biología de la Universidad de
Lund (también en Suecia).
Nuestro objetivo común es descubrir qué consecuencias tienen el cambio climático,
la emisión de gases de efecto invernadero y la contaminación de la atmósfera en la
comunicación química entre los insectos, para ayudar así a resolver problemas globales
relacionados con la crisis climática, la alimentación en todo el planeta y la lucha
contra las enfermedades.
Oler el plástico
En el año 1907, el químico belga Leo Baekeland inventó en Nueva York la baquelita,
el primer plástico totalmente sintético. Desde entonces, la producción de estas sustancias
ha adquirido proporciones colosales. Se calcula que hoy en día se fabrican en todo
el mundo unos trescientos sesenta millones de toneladas de plástico. Pero ¿cuál es
su importancia en la percepción de los olores?
Como veremos con más detalle en el capítulo 4, los pájaros utilizan su sentido del
olfato para diversas funciones. Por ejemplo, la capacidad de detectar el sulfuro de
dimetilo o dimetilsulfuro (DMS) es un destacado aspecto del olfato de las aves marinas,
porque este compuesto se desprende del fitoplancton triturado, a menudo cuando el
zooplancton lo está devorando. Por eso, para los pájaros este gas sulfúrico es una
señal segura de que en la zona hay abundante comida.
Por desgracia, en la era del plástico utilizar el DMS como referencia para buscar
alimento es un problema: cuando los plásticos pasan varios meses flotando en el agua,
acaban emitiendo también DMS e inducen así a los seres vivos a pensar que son comestibles.
Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, cada año lanzamos
a los océanos de todo el mundo unos ocho millones de toneladas de plástico, a las
que muy probablemente haya que sumar más de cinco billones de fragmentos de plástico
de mayor o menor tamaño (y la cifra sigue aumentando...): más que suficiente para
confundir a los seres vivos marinos. Los pájaros comen por error este plástico, que
obstruye los órganos de su aparato digestivo y acaba matándolos. Se estima que cada
año mueren un millón de aves marinas debido a la acumulación de nuestros residuos
plásticos en su estómago.
Pero no solo los pájaros han desarrollado esta capacidad de encontrar alimento en
medio del océano a través del DMS: también es muy probable que las focas y las ballenas
(véase el capítulo 5) se sirvan de la misma estrategia, lo que las lleva a exponerse
a los mismos peligros. En un estudio sobre crías de tortugas se descubrió que el cien
por cien de estos diminutos animales presentaban ya plástico en sus estómagos. Estas
son las graves consecuencias que provoca en el medioambiente nuestra salvaje producción
de artículos plásticos de usar y tirar.
En la isla de basura del Pacífico (uno de los cinco «vertederos» que hemos creado
en nuestros océanos), las corrientes y el viento arrastran los productos que desechamos
(entre ellos, plásticos y aparejos de pesca que ya no sirven) hacia una zona que es
aproximadamente el doble de grande que Texas (o, si preferimos utilizar una referencia
europea, tres veces mayor que Francia). Aquí, buena parte de la superficie del agua
se encuentra cubierta de microplásticos, que, según han demostrado diferentes estudios,
son ya más numerosos que el propio zooplancton y han llegado incluso a la fosa de
las Marianas, el punto más profundo de los océanos. Es fácil deducir qué supone esta
negativa tendencia para los pájaros y otros animales marinos a los que tanto les atrae
el olor del plástico.
Una brusca transformación del paisaje olfativo
Además del olor del DMS en el aire y sus efectos sobre las aves y otros animales,
hay que tener en cuenta la contaminación del medioambiente ligada a los productos
químicos inventados por nuestra especie, que se expanden por nuestros cursos de agua
navegables, por los océanos, por los lagos y por los ríos. Los peces, los crustáceos
y otros seres vivos acuáticos nadan en una sopa de moléculas creadas por el ser humano
que, en algunos casos, tiene consecuencias devastadoras para estas especies y sus
ecosistemas.
Al igual que ocurre con las neuronas olfativas de nuestro propio organismo, las de
los peces se encuentran expuestas al exterior, en su caso al agua que los rodea y
a todas las sustancias disueltas en ella. Tomemos el ejemplo del cobre: como han demostrado
diversas investigaciones, una concentración elevada de este elemento tiene efectos
perjudiciales directos en el funcionamiento de las neuronas olfativas de los peces
y los crustáceos de mar y de río. La exposición permanente a niveles altos de cobre
altera el comportamiento durante el apareamiento y la búsqueda de alimento en aquellas
especies que, para realizar estas funciones, se orientan por el olor.
Con el fin de proteger nuestros cultivos, esparcimos sobre ellos los más variados
pesticidas, que tarde o temprano encuentran el camino hacia el agua. La mayoría de
las personas que poseen un jardín han recurrido alguna que otra vez a los herbicidas
con glifosato para combatir las malas hierbas. Pues bien, en diversos experimentos
se ha observado que este compuesto, empleado en concentraciones similares a las que
se encuentran hoy en la naturaleza, impide a los peces encontrar alimento y, en el
caso concreto del salmón plateado, perjudica de manera inmediata su funcionamiento
olfativo. Otras muchas sustancias químicas tienen también un efecto directo en el
comportamiento de los peces. Dado que ciertas especies de salmón son de suma importancia
desde el punto de vista económico, se ha investigado en profundidad cómo les afectan
los pesticidas y se ha llegado a la conclusión de que muchos de los productos químicos
industriales de uso habitual en la agricultura y la silvicultura alteran el comportamiento
sexual y la orientación espacial de estos peces (véase el capítulo 5). Es interesante
señalar que incluso la cipermetrina, utilizada en la acuicultura para proteger a los
salmones frente a los piojos de mar, también modifica sus hábitos.
Tenemos otro ejemplo en el uso del 4-nonilfenol (4-NP), un producto utilizado habitualmente
como humectante en la industria y en las plantas de tratamiento de las aguas residuales
y que hoy en día está presente prácticamente en las aguas de todo el planeta. Pues
bien, un grupo de científicos expuso a diversas especies de peces sociales a concentraciones
de 4-NP similares a las que se encuentran en la naturaleza y observó que sus efectos
eran dramáticos: los animales dejaron de reaccionar a las feromonas, que suelen ser
esenciales para la formación de bancos de peces, y empezaron a mostrarse reacios ante
sus semejantes. Parece también que la contaminación con 4-nonilfenol tiene un impacto
directo en comportamientos que resultan cruciales tanto a la hora de esquivar a los
depredadores como a la hora de alimentarse.
Si tenemos en cuenta la cantidad de productos químicos que generamos y las diferentes
maneras en las que estos amplían la diversidad química natural, podemos llegar a una
conclusión muy clara: los peces y el resto de las especies acuáticas sufren enormes
problemas derivados de su uso, ligados en muchas ocasiones a consecuencias directas
e indirectas sobre el mundo olfativo. A veces los contaminantes parecen aniquilar
el olfato de las especies o tienen efectos indirectos en su comportamiento, y a menudo
también alteran su funcionamiento hormonal.
El olor del ser humano
Pero volvamos ahora al año 1022 y pensemos en nuestro propio olor. Como veremos con
mayor detalle a lo largo del capítulo 2, una de las mayores industrias del mundo obtiene
sus beneficios haciéndonos creer que nuestro aroma natural es desagradable. Hace milenios
existían ya perfumes y perfumistas en la India, en Egipto y en Mesopotamia, pero en
Europa hubo que esperar hasta el sigloxviiipara que este sector alcanzara su auge. Lo hizo de la mano del rey francés Luis XV
y de Madame de Pompadour, que impulsaron una moda en el mundo de los olores a la que
todo el mundo se apuntó. Pero mucho antes de todo aquello, en el año 1022, las personas
con las que uno se cruzaba todavía desplegaban en mayor o menor medida toda la variedad
de sus olores naturales.
Otra costumbre que ha tenido un fuerte impacto en nuestro olor corporal es la de tomar
baños y duchas con frecuencia. Estos rituales de limpieza también experimentaron un
impulso en el sigloxviii, cuando, por vez primera, el agua empezó a contemplarse como un elemento saludable
incluso en las ciudades. Con el baño y el uso del jabón, cambió la microflora de nuestro
organismo y, consecuentemente, nuestro olor.
Por eso en el Antropoceno olemos menos que en otras épocas (y también de una manera
distinta). Al lavarnos regularmente, reducimos nuestro olor corporal, y al aplicarnos
sustancias muy perfumadas y ajenas a nuestro cuerpo modificamos drásticamente el aroma
que exhalamos. Los desodorantes que suelen formar parte de esos preparados matan ciertos
microorganismos de nuestra piel y, de ese modo, intensifican el cambio de nuestro
perfil olfativo.
Probablemente ese cambio también tenga otra consecuencia: nos impide conocer mejor
a nuestro prójimo. Como veremos con mayor profundidad en el capítulo 2 y también cuando
estudiemos el ejemplo de otras especies en diferentes partes de este libro, en los
olores que desprendemos se oculta una gran cantidad de información, pero nos perdemos
una parte considerable de ella al intentar ocultar nuestro verdadero olor.
Nuestro sentido del olfato y el Antropoceno
Es posible que, debido a nuestro constante afán por esconder nuestro olor, estemos
también renunciando a nuestra capacidad de olfatear. Y parte de esta pérdida se debe
a las características de nuestro mundo actual: es de sobra sabido que una calidad
deficiente del aire puede provocar graves dolencias en el aparato respiratorio y en
el corazón, pero no ha sido hasta hace poco cuando se ha empezado a prestar atención
también a las alteraciones del sentido del olfato que están ligadas a la contaminación
atmosférica.
Tal vez exista una relación entre la polución y el riesgo de desarrollar problemas
de salud mental o enfermedades neurológicas como el párkinson o el alzhéimer. No se
puede decir que la mala calidad del aire sea una causa clara de este tipo de alteraciones,
pero hay estudios que sugieren que el peligro de padecerlas es mayor en el caso de
las personas que viven o trabajan en entornos muy contaminados, especialmente en aquellos
en los que la presencia de partículas de hollín es abundante.
¿Y qué tiene que ver todo esto con el sentido del olfato? Tanto en el caso del párkinson
como en el del alzhéimer, a menudo uno de los primeros indicios de que el paciente
padece ya la enfermedad o de que probablemente la desarrollará en el futuro es la
anosmia (es decir, una grave pérdida de la percepción olfativa), fenómeno que con
frecuencia también está relacionado con las depresiones y con el trastorno bipolar
(véase el capítulo 2).
En este terreno aún hay mucho que investigar, pero lo cierto es que resulta razonable
pensar que existe un vínculo entre los nervios olfativos sensoriales y el torrente
del líquido cefalorraquídeo —el líquido que, a modo de «acolchado», baña nuestro cerebro
y nuestra médula espinal y se encarga de evacuar los residuos que generan las células
cerebrales—. Hay algunos elementos que llevan a pensar que este líquido no solo se drena a través
del sistema linfático, sino también de las fosas nasales. En consecuencia, si nuestros
nervios olfativos o las vías nerviosas relacionadas con ellos presentan algún tipo
de daño —por ejemplo, debido a la contaminación atmosférica—, se podría desencadenar
un efecto dominó con consecuencias neurológicas. Sin embargo, en este terreno los
hallazgos científicos aún no son concluyentes y en la actualidad se siguen investigando
estos aspectos.
Enfermedades y olores
Los humanos llevamos milenios conviviendo con nuestras mascotas y con el ganado. Probablemente
los primeros animales que nos acompañaron en el día a día fueron los perros; después
llegaron los cerdos, las vacas, los caballos y muchos más. En el año 1022, muchas
personas vivían en una casa de una sola habitación, que compartían no solo con sus
familiares, sino también con sus animales. Por eso, los humanos tenían microorganismos
en común con sus bestias. Aquel fue el punto de partida de multitud de enfermedades.
A medida que las personas se iban reproduciendo y aumentaba la densidad de la población,
se generaron las condiciones ideales para la expansión de aquellas dolencias, algunas
de las cuales afectaban de manera directa al sentido del olfato. El ejemplo más reciente
es el de la pandemia de COVID-19. En este caso, y por lo que sabemos hasta hoy, el
virus se extendió a partir de los mercados de animales chinos, en los que las personas
estaban en estrecho contacto con fauna viva salvaje y hacían sus transacciones muy
cerca las unas de las otras. Aquel escenario brindó al virus infinidad de ocasiones
de saltar a los numerosos humanos que corrían de acá para allá por el mercado y, a
continuación, de colonizar todo el planeta.
Entre los síntomas más frecuentes de esta enfermedad se encuentra la pérdida total
del olfato y del gusto. Aún está por ver si es verdad que este último desaparece,
porque lo cierto es que lo que la mayoría de las personas consideran sentido del gusto
es, en realidad, la sensación del olfato en la zona de la nariz y la garganta. Sea
como fuere, la investigación en torno a la pérdida del olfato en el caso de la COVID-19
tiene en cuenta tanto la periferia (la nariz) como el centro (el cerebro). Por lo
que se ha descubierto hasta ahora, es posible que la dolencia afecte a células de
apoyo específicas situadas en torno a las neuronas olfativas de la nariz. En cualquier
caso, también se están estudiando a fondo los efectos del coronavirus en los bulbos
olfatorios de los pacientes.
Es probable que en apenas unos años sepamos con exactitud cuál es el mecanismo por
el que este virus desactiva el olfato. Pero sea cual sea la causa que esté detrás,
hay una cosa evidente: el hábito de que humanos y animales compartan espacios da lugar
a un trasvase de microorganismos perjudiciales de una especie a otra. En nuestras
relaciones con otros animales no debemos perder de vista esta realidad, especialmente
en el caso de las especies salvajes, pero también en el del ganado. Cuanto más apiñados
vivamos con la fauna, más fácil será que las enfermedades se expandan. A esto habría
que añadir otro elemento muy diferente: el elevado uso de antibióticos en la ganadería
industrial, que ha permitido aumentar la densidad de población en las granjas. Pero
esta cuestión daría para escribir otro libro.